El miedo y la risa son dos emociones que podríamos definir como antagónicas,
de hecho, la una desactiva frecuentemente a la otra: al reírnos dejamos de pasar
miedo y, al pasar miedo, dejamos de reírnos.
En el Festival de Sitges, se dan cita el miedo y la risa juntos y revueltos, en lo
que podemos llamar comedias fantásticas o del horror. El diálogo entre ambas
emociones genera no solo choques y desactivaciones, también alianzas secretas
que componen un interesante escenario lleno de variables, y que no procede
solamente de la intención de las películas programadas, proviene también de un
público fan educado en el divertimento con lo malsano, la sangre y las cicatrices
que, en forma de comunidad, reinterpreta escenas
a priori dramáticas en
clave cómica.
Las líneas que separan la diversión por el delirio, la celebración de lo no normativo
y la frivolización de la violencia es delgada, pero ese no es el asunto de esta
crónica. Hoy hablamos de como la alucinada naturaleza de la mente humana,
que transforma la realidad a su antojo, es abordada desde diferentes conceptos y
expresiones de la risa, la sonrisa y hasta la mueca interior.
¿Alguien puede imaginar un eccema mental? Dese ahora es posible, solo hay que
ver la última película de
Quentin Dupieux, Realité, una comedia
que sigue y desdobla los pasos marcados en su debut,
Rubber, y posterior
filmografía, con una historia metafílmica de un operador de cámara que quiere
hacer una película para la que deberá encontrar el grito perfecto. A partir de
ahí, la trama comienza a desarrollarse de manera laberíntica, progresivamente
ininteligible y finalmente, delirante y abstracta. Podría ser una joya del absurdo
fílmico-existencial, si no fuera porque opera sin el ingenio necesario ni el alucine
esperado. En realidad, la película lanza imágenes bien fotografiadas y situaciones
graciosas, pero la falta de arraigo y sentido, por lo menos conceptual, del conjunto,
neutraliza un influjo cómico -y no cómico- verdadero. Dicho de otro manera,
Realité lo cuenta todo, o lo que es lo mismo, no cuenta nada, porque casi cualquier
interpretación es válida. Pero aún aceptando esa idea (extraña comulgación), y el
film como ovni polisémico y mero hongo lisérgico, el problema es que lo que queda
es la suma de unos gags que no van más allá, ni más acá. La idea de juego y diálogo
se pierden en la autosatisfacción abrillantada, mientras la música de
Philip
Glass
por banda sonora, martillea impenitentemente al espectador. Es más,
se diría que es la intención abierta de Dupieux, colocar la percepción sensorial y la
asociación cerebral contra las cuerdas, causando ese, repetido en el film, eccema
mental, que solo recuerdo haber experimentado en otra ocasión: el día que vi
Film Socialisme de Jean-Luc Godard.
Dejando eccemas a un lado,
R100 (Hitoshi Matsumoto) comparte
la idea de experimento fílmico pasado de vueltas con Realité, pero estamos ante
un pastiche paródico que homenajea, desde el drama familiar, los films de ninjas,
el documental de testimonios o el subgénero
bondage. La historia de este
padre de familia que contrata los servicios de una agencia que ofrece agresivas
dominatrices para experiencias intensas, es desconcertante, desprejuiciada,
autocrítica y muy divertida, además de ajena a pretensiones. Pone en escena una
representación visual del placer masoquista que deja atónito hasta al más avezado
en comedias
freaks provenientes de Japón. Su falta de miedo al ridículo, le
permite conseguir un inenarrable clímax, por supuesto coherente con la evolución
delirante del film.
El sexo también está en el centro de otra comedia, ésta alemana, juvenil, de
aspiración punk y pleitesía a la guarrería visual.
Wetlands, dirigda por
David Wnendt, adapta la novela de Charlotte Roche en la que la
dieciochoañera Helen nos introduce en su mundo de fluidos orgánicos, antihigiene
sexual y depilación anal, la cual le causará una fisura que, agravada por sus
hemorroides, la llevará al hospital, donde conocerá a un guapo y comprensivo
enfermero. Todavía hoy, hablar de los gustos sexuales, prácticas e intimidades de
la mujer abiertamente y sin censuras, y además alegremente, es mucho menos
habitual que hacerlo de las de los hombres, es más, se considera poco femenino.
En ese sentido, Wetlands sí funciona un poco como punto y a parte, como material
inesperado y volcánico, por lo menos en cuanto al arsenal que trae consigo de
escenas asquerosas y provocaciones
orales, con gran aprecio por el detalle
y las texturas. Pero todo ese impulso liberador no encuentra su equivalente en lo
dramático, que se construye como una comedia romántica que no busca pervertir
emocionalmente el género, solo darle la vuelta: aquí chica conoce chico, chica
se muestra cada vez más psicopática, pero chico tiene buen corazón y aguanta
carros y carretas. Sabor a fluido reseco con envoltorio de orgasmada revolución
trash.
Los jóvenes de
Tusk, lo último de Kevin Smith, también van a
aproximarse a territorios húmedos, pero muy diferentes (y hasta aquí podemos
leer). El frívolo
podcaster Wallace Bryton, conocerá a un viejo aventurero,
cuya antigua relación con una morsa que le salvó la vida, marcará la suerte de
Wallace. Smith insiste también en Tusk en colocar en pantalla a sus
jerks
junto a bellísimas mujeres que les aman por razones enigmáticas dentro del film, y
que parecen más bien poderosas razones relacionadas con colocar chicas guapas
en pantalla, que den color al conjunto y calor a los fans. Pero dejando de lado ese
asunto, Tusk se erige como la comedia con el humor más incómodo, e incluso
amargo, vista en Sitges en esta edición. En el mismo momento que surge la risa, el
ceño se frunce, no sabiendo como espectadores si es terroríficamente divertido lo
que estamos viendo o terriblemente trágico. Smith nos presenta a un personaje
que se burla de las desgracias ajenas sin ningún tipo de culpabilidad para, a
continuación, colocar al personaje en (delirantes) apuros y también al espectador,
cuya decisión de reír o no reír, depende en cada momento de cuan legítimo
considera carcajearse del sufrimiento de Wallace. El humor como aliado y el
humor como enemigo de uno mismo. Historia de castigo y aprendizaje, Tusk no
destaca por el trazo fino ni de sus ideas, ni de sus emociones ni de su puesta en
escena, pero en su macabra brutalidad y alocada rotundidad, consigue
secuestrarnos en nuestro desconcierto y plantear algunas cuestiones interesantes
sobre cómo la identidad puede recuperarse a través del dolor, y cómo podemos ser
más nosotros que nunca, cuando, aparentemente, ni siquiera lo somos...
En
The Voices, de Marjane Satrapi (conocida por Persépolis y
Pollo con ciruelas), un psicópata conversa con su gato y con su perro acerca de
sus instintos homicidas.
Ryan Reynolds incardina tan bien a ese tipo
desgraciado, solo en la vida y naif, que su furia nos da más pena que rabia. Es
también Reynolds quien pone voz a su particular ángel y diablo, esos animales
domésticos que sustentan en gran medida la dimensión de comedia negra del
film y que le sacan punta a un proceso de enloquecimiento real en la película, que
más ampliamente puede leerse como una realidad metafórica presente en todo
ser humano: las voces interiores que nos impelen a seguir al instinto o a la razón,
encaminarnos hacia el Bien o hacia el Mal. El humor impone una distancia analítica
que beneficia a la historia, que visualmente se desarrolla mediante imágenes
bipolares: unas que presentan el mundo sin filtros y otras que reconvierten los
escenarios en coloridas estampas propias de un aséptico anuncio de televisión. La
realidad como construcción mental absoluta.
Y para terminar,
Maps to the stars (David Cronemberg),
¿comedia? hipertrófica -o hiperrealista, según se mire- sobre Hollywood como
epítome de una sociedad enferma por los efectos de la vanidad, la fama, y las
nociones alteradas de éxito y poder. También aquí la enfermedad mental está
en el centro del relato, como es habitual en Cronemberg, pero son la crueldad y
violencia de los socialmente cuerdos, la mayor fuente de toxicidad y violencia. Con
ecos de su film
Inseparables y rastros de su habitual exteriorización del
dolor interior como deformidad exterior, Cronemberg ha filmado una película tan
incisiva como serena, desgarrada sin rasgarse las vestiduras, elegante a través de
lo vulgar, lo grotesco y descorazonadora mediante personajes que están olvidando
su humanidad. Una lección de cómo hacer una película sin que nada sobre ni nada
falte, contando además con un elenco, que encabezado por
Julianne Moore
, exorciza las neurosis de la realidad extracinematográfica que habita.
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