MADRID, 25 (OTR/PRESS) La mejor prueba de que el ser humano es capaz de considerar normal cualquier cosa, y cuanto más anormal, más capaz, está en el extendido uso en las ciudades del patinete eléctrico, ese ingenio para no tener que andar que el año pasado se cobró la vida de unos veinte transeúntes que caminaban por las aceras. Es cierto que los automóviles se cobraron, a su vez, la vida de unos cuantos patinantes que, observando el reglamento, circulaban por las calzadas, y de otros tantos que, sin observar reglamento alguno, lo hacían por las carreteras y aun por las autovías, pero todos esos atropellos mortales, los de los unos y los de los otros, se inscriben en la misma esfera de la normalización de lo anormal. Acaso por haber conocido otros tiempos, cuando uno ve a un adulto sobre un patinete, le parece ver un perfecto zangolotino. Los patinetes eran cosa de los niños, y de la que, por cierto, se cansaban pronto, pero incluso aquellos niños parecían, antes de cansarse, también un poco zangolotinos. Puede que la asunción por parte de los adultos de ese trasto peligroso y absurdo tenga que ver con la paulatina infantilización de la sociedad según el modelo yanki, si bien adobada por una deficiente comprensión de lo ecológico. Lo ecológico es andar, no desplazarse estático sobre una tabla con ruedas que giran merced a unas baterías que contienen elementos contaminantes y que estallan cuando menos te lo esperas. El mundo está en un tris de irse al carajo, pero no quería despedirme de él sin haber expresado mi consternación, a la par que la más enérgica repulsa, por el fenómeno, ciertamente crepuscular, del patinete. El mundo está tinto en sangre, la que se vierte en Ucrania por el capricho de un sádico o la que hace verter a chorros otro psicópata en Gaza y en Líbano, sangre inocente. El articulista no puede ignorarlo, pero necesita refugiarse a veces de ese horror para no morir de impotencia y de asco, de refugiarse siquiera en un horror tonto, el que esparcen los tíos y las tías en patinete por las aceras, cobrándose la vida de tantos ancianos y el sosiego de todos los viandantes. Nada es normal ya. Ni lo grande, ni lo pequeño. Y el mundo que normaliza los grandes horrores es el mismo que, en otro orden de cosas, normaliza el ínfimo, no tan ínfimo para sus víctimas, del patinete.
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