La democracia anda renqueante. Su impostura cada vez se hace más insostenible a tenor de cómo ha ido evolucionando el mundo. Y todo este batiburrillo de catástrofes, ignominias, aberraciones y demás surtidos acaecimientos con los que de fondo desayunamos y cenamos, cada vez son más lo que afirman que no atendería, en una medida considerable, al mero albedrío del Destino, sino que el papel de este lo llevarían usurpando en no insignificantes cuotas determinados poderes en la sombra, a la sazón propiciadores de un “show de Truman” global que iría operando paulatinamente para redirigir los destinos de la humanidad hacia un gobierno global detentado por los susodichos pergeñadores del asunto. Una de estos “denunciantes” es Cristina Martín Jiménez, cuyo libro “Perdidos” cayó en mis manos y tras la lectura del cual me pareció que razonaba todo lo expuesto de una manera coherente y verosímil, no en vano vinculaba determinadas averiguaciones a sucesos que de otro modo nos habían venido pareciendo injustificados, extraños, desconcertantes… como la cada vez mayor irresponsabilidad del poder político, o las inexplicables cesiones de soberanía por parte de los Estados europeos a la UE sin que en apariencia nadie los fuerce (moneda incluida), algo en cuyo desarrollo los ciudadanos hemos ejercido de aquiescente comparsa a medio enterar. Una Europa, en definitiva, es la que hoy tenemos, gobernada de facto por los mercaderes (1). Asimismo apuntaba la periodista el hecho de que los más de los grandes avances científicos desarrollados durante las grandes guerras nos son hurtados y, a la vez, aplicados con objeto de ejercer sobre nosotros un control social más difícilmente perceptible en los sistemas democráticos, al vivirse en ellos cierta ilusión de libertad (2). Y se refería también en concreto a la crisis que comenzó en 2008 como inducida por quienes hoy controlan determinados resortes desde los que provocar la tormenta perfecta. Escribía: “Los líderes europeos y norteamericanos no cesaban de propagar, desde los medios de comunicación, que el mundo necesitaba un nuevo orden económico y financiero” (3). Y la cosa no se quedaba en palabras, ya que tras hacer pagar a la ciudadanía una crisis que no había creado, intervinieron sus países usurpándoles la soberanía, como, por ejemplo, cuando la Troica (BCE + FMI + Comisión Europea) a cambio de ayudas exigió tremendos ajustes (4). Yo no me atrevería a afirmar si los poderes en la sombra que señala Martín Jiménez (Bilderberg y por ahí), movidos por un ansia de control sobre Occidente que posibilite un Gobierno mundial, son en realidad los que están induciendo gran parte de lo que de unas décadas hasta ahora ha venido sucediendo a nivel global, pero en lo que sí afina desde luego es en determinados diagnósticos, como cuando apuntaba que las democracias posmodernas funcionan con arreglo a una mecánica que posibilita “el ascenso de los mediocres y oportunistas, aún más, lo facilitan, pues estas personas carentes de integridad son esenciales para ejecutar sus planes. Es así, valiéndose de individuos intermedios, como el poder toma las riendas de la democracia y deja de lado al pueblo, abandonándolo a su suerte. Mediante estrategias de ‘marketing’ construyen líderes políticos, fabrican mentiras y sucedáneos democráticos con los que mantener a los ciudadanos satisfechos, acomodados y entretenidos. La información se convierte en propaganda, un engañabobos para ocultar y maquillar los abusos del poder, usando medias verdades cuyo efecto es más devastador que una mentira” (5).
Apuntado lo anterior y descendiendo a aspectos más técnicos de nuestros sistemas democráticos, de lo que no cabe duda es del momento de desconcierto que viven las democracias y, por ende, quienes las habitan. Daniel Innerarity, partidario de la construcción de una responsabilidad colectiva, consciente asimismo de que hoy las democracias han de redefinirse de manera acorde con el panorama que nos contempla, advertía del peligro que las acecha: “Nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero” (6).
Evidentemente, un sistema que quiera ser democrático requeriría más implicada participación de todos. Juan Luis Cebrián escribía: “Los ritmos, esquemas y normas de comportamiento en Internet casan mal con los hábitos reflexivos y deliberativos de la Ilustración” (7). De acuerdo. De lo que se deduce que la deliberación no ha de identificarse con el incesante y superfluo chateo que tiene lugar en las redes sociales, sino con otras vías a explorar y construir en los sistemas, que den cabida a la participación de todos, cosa que habría de llevarse a cabo a costa del irracional ritmo de crecimiento capitalista. Habría que rentabilizar el exceso de desarrollo productivo en favor de un mayor bienestar que implicase menos horas de trabajo y más tiempo que dedicar a la pública deliberación. Se me ocurre.
Indubitablemente, hoy los medios tecnológicos son abrumadores. Son un ejemplo del amplio campo de posibilidades que se abren ante nosotros, si bien nadie, o pocos, se encargan de vislumbrar las grandes posibilidades democráticas de que podrían dotarnos dichos avances, sino que es potenciada la más frívola faz de estos. En 1982 Murray Laver publicó un libro en el que con suma lucidez y visionaria pericia anticipó muchos de los rasgos que el mundo adquiriría con la irrupción de los ordenadores. Escribía, por ejemplo: “Se puede considerar a las comunicaciones y a los servicios de ordenador de una sociedad como su ‘sistema nervioso’”, y continuaba: “Incluso una tecnología tan poderosa y penetrante como es la de la información no constituye más que una herramienta que debemos utilizar para configurar nuestro futuro tal como nosotros lo deseemos, demostrando que tenemos ingenio para decidir y voluntad para actuar” (8). Hablaba asimismo Laver de lo controvertido de la intrusión en la intimidad de las personas y de otras tantas cuestiones relacionadas, hoy tan de actualidad. Y en lo que se refiere a temas políticos, este teórico partía de la asunción de la democracia representativa, entendiendo que la interacción entre gobernantes y gobernados allende los comicios de rigor no tiene mayores posibilidades. Consciente de esto, no era, no obstante, Laver muy partidario de los refrendos electrónicos, afirmando que la esencia democrática “no se va a encontrar en los arreglos determinados para encontrar la voluntad de la mayoría, sino en el respeto de la mayoría electa hacia los derechos de las minorías” (9). Es la suya una visión desde el “statu quo” vigente, desde arriba: “muchas de las cuestiones políticas de hoy en día son complejas y enormemente técnicas y habría que desmenuzarlas para que resultaran de una simplicidad engañosa con el propósito de un referéndum. Muy pocos hombres y mujeres están capacitados para analizar estas cuestiones, y menor aún es la inclinación a dedicar el tiempo y esfuerzo mental que requiere llegar a conclusiones bien informadas y razonadas. Si el referéndum electrónico se convirtiese en la regla, es más que probable que las facciones interesadas desplegasen el formidable aparato de la industria de persuasión de masas y el voto popular podría inclinarse por el más reciente o verosímil demagogo aparecido en televisión. Este cambio de democracia representativa a esa especie de populismo con botón de mando representaría un triste declive de nuestra elección racional y responsable en los asuntos políticos. Una vez que se hubiese agotado la novedad probablemente la población se desharía en lágrimas” (10). En este largo párrafo se nos dice que la tecnología electrónica habría de tener lugar dentro del actual estado de las cosas. Pero de lo que se trataría es de generar un sistema fiable y controlable de poder dar opción gubernativa a un pueblo que, a su vez, controlase al gobernante elegido por sorteo, una vez desbaratado el sistema partitocrático vigente. Por supuesto, antes de articular tecnologías fiables al servicio de la democracia habría que crear un nuevo sistema democrático.
Evidentemente, los medios técnicos que se implantaran en el sistema supuesto del que aquí apuntamos unos bocetos, no tendrían mucho que ver con la Red, que tantas controversias viene generando en la hora actual. No en vano, la deriva que está adoptando Internet es el de un mundo hipercontrolado, cosa que cuanto menos inquieta. Como escribía la periodista Marilín Gonzalo: “Lo que está en juego es el acceso a la información pública, por un lado, y el uso de los datos que generamos, por otro. Ambos pueden ser usados para fortalecer nuestras democracias y resolver nuestros grandes problemas, o para todo lo contrario” (11). Por su parte, Mario Saavedra se refería a la “revolución digital”, regida por nuevas oligarquías corporativas entre las que se encuentran empresas como Google, Amazon o Facebook, gran parte de cuyo capital sería ese “nuevo petróleo” que son los datos que atesoran (12). Y lejos de servir este nuevo panorama para organizar de manera constructiva un nuevo orden político (más esencialmente democrático), muy al contrario, la Red es el nuevo marco en que se libran las más chuscas batallas partidistas, haciéndonos acceder a una política chusca y virtual, motivo por el cual Olivia Muñoz-Rojas aconsejaba lo siguiente: “Quizá el mejor antídoto contra la información tóxica y el odio, además de una educación crítica y amplia de miras, es desconectarse de la Red y, mientras sea posible, observar la realidad con nuestros propios ojos” (13). Y es que, como afirmaba Marta Rebón: “Si se desdibujan las fronteras entre verdadero y falso, en realidad no existe ninguna verdad y, por lo tanto, no hay lugar para la confianza” (14). Tal cosa es la que hoy se está produciendo, y se está engendrando en un marco de paulatino desvirtuamiento incluso del sistema representativo que veníamos conociendo, en el que se daba un más leal comportamiento entre los rivales políticos, lo que producía, sin grandes bataholas, ese equilibrio del que hablaba José Fernández Albertos, quien vaticinaba pésimos horizontes si la política cotidiana persiste en ese hondo deterioro: “Si se vuelven incapaces de canalizar políticamente los conflictos, se transformarán en regímenes muy diferentes a los que hemos conocido” (15).
Sin duda, en un marco de “turbo-información” (que las más de las veces no informa, o que directamente desinforma), la democracia representativa ofrece hoy preocupantes indicios de un deterioro que nos puede sumergir en la más temible de las incertidumbres.
Notas (1) Cfr. Martín Jiménez, C. (2018): “Perdidos”, Barcelona, Booket, pp. 46-47. (2) Cfr. Ibid., p. 136. (3) Ibid., p. 163. (4) Ibid., p. 166. (5) Ibid., p. 228. (6) Innerarity, D. (14-11-2018): “La democracia amenazada”, “El País”, p. 13. (7) Cebrián, J. L. (19-11-2018): “La democracia y el descalabro de las instituciones”, “El País”, p. 11. (8) Laver, M. (1982): “Los ordenadores y el cambio social”, Madrid, Tecnos, p. 31. (9) Ibid., p. 115. (10) Ibid., pp. 115-116. (11) Gonzalo, M. (31-10-2018): “El futuro de los medios”, “El País”, p. 14. (12) Cfr. Saavedra, M. (1-11-2018): “¿Romper el monopolio digital?”, “El País”, p. 12. (13) Muñoz Rojas, O. (9-11-2018): “Hacia un mundo de ‘trols’ y duendes”, “El País”, p. 13. (14) Rebón, M. (13-11-2018): “Pandemias”, “El País”, p. 11. (15) Fernández Albertos, J. (1-11-2018): “¿Fin de la democracia como equilibrio?”, “El País”, p. 13.
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