La nueva obra de Juan José Millás, Que nadie duerma, sigue en el estilo surrealista, casi delirante, de sus obras anteriores y últimas, aunque ya se apuntaba en sus inicios, cuando escribió Cancerbero son las sombras (1975) y Visión del ahogado(1977) su predilección por aquellas historias que salen del plano de la realidad -siempre desde la ficción novelada, claro está-, para caer en un mundo peculiar en el que no se sabe nunca en qué dimensión se mueven sus personajes que viven sus historias descabelladas, pero contadas con ese constante humor, irónicamente tierno en muchas ocasiones, que preside todas sus obras y que es la marca inconfundible de este escritor.Con este estilo personalísimo, parece combatir o, más bien, conjurar, todo aquello que nos provoca desazón, temor y angustia, convirtiendo a esa zona siempre en penumbra en toda psique humana, donde habitan los temores más profundos, en un paraje más confortable, acogedor y menos temible, a fuerza de tratarlo con la ironía, el humor surrealista y muchas veces disparatado, y esa pugna por demostrar que lo que es real, no tiene que ser siempre “realista”, porque ambos conceptos admiten muchas matizaciones y son zonas fronterizas y no especialmente delimitadas.
En esta nueva novela se presenta esa duda al lector de si lo que se narra es desde la realidad ficcionada que es toda narración, o desde la ficción doble, es decir, la ficción dentro de la propia ficción. Sin embargo, a pesar de estas dudas, el lector se adentra en la narración atrapado más que por la trama, por la técnica narrativa, subyugante e hipnótica, que se convierte en la coprotagonista de la narración.El personaje central, Lucía, una extraña mujer que tiene una fuerte obsesión con los hombres pájaros, y dueña de un físico singular, mantiene vivo el recuerdo de su madre, de quien hereda el extraño don de la premonición, por lo que siempre presiente aquellos acontecimientos, sobre todo los nefastos, que después suceden sin remedio.
La protagonista ha perdido recientemente su trabajo de programadora informática y toma la decisión de cambiar de profesión, siguiendo el consejo de un taxista que le dijo: “Imagina lo que haces, y haz lo que imaginas”. Dicho que se convierte en un oráculo de obligado cumplimiento. Así su vida sufre un cambio, pero inicia desde cero esa nueva etapa vital en la que tiene que ir seleccionando, previamente y de forma imaginaria, los acontecimientos que, después, tendrá que vivir para ir construyendo así su futuro “real” desde el previo plano de la imaginación.
Un elemento constante en Que nadie duerma es la música de la ópera Turandot, de Puccini, especialmente el aria Nessum dorma (‘que nadie duerma’) que da título a la narración, y que proviene del tercer piso del edificio en el que habita la protagonista. Dicha música comienza a formar parte de su cotidianidad, haciéndole sentir emociones para ella desconocidas. Decide, por ello, visitar al vecino, otra “realidad” paralela a la suya, para entrar en ese mundo colindante y desconocido, a modo de dimensión próxima pero inaccesible del que se siente excluida a no ser por la música que le llega y le hace comprender que su propia realidad es próxima pero ajena a otras muchas, dimensiones psíquicas misteriosas y, algunas, atrayentes.
Conoce al vecino del tercero, Braulio Botas, actor alternativo, que la subyuga, pero este desaparece. A partir de ese momento, dicha desaparición la obsesiona y le crea continuas e irreprimibles fantasías que la llevan a vestirse y maquillarse como la princesa de Turandot y empieza a conducir un taxi por las calles de Madrid, ciudad a la que transmuta imaginariamente en Pekín, mientras suena Turandot todo el tiempo cuando conduce con la esperanza de que su vecino desaparecido suba como pasajero, algún día, y mientras va haciéndoles confidencias a otros clientes, en el confesionario improvisado que es el taxi por su intimidad rodante.
Sin embargo, la realidad la espera en su más dramática faceta que ella ignora, ajena a una trama a la que la conduce una noticia oída en la radio y que parece estar a caballo entre lo real y lo imaginario, territorio siempre transitado por ella, por lo que la llevará a caer en una trampa.
Millás, logra en esta ocasión desplegar, en toda su intensidad, su estilo inconfundible, siempre en ese territorio fronterizo entre la realidad y la ficción, dimensiones ambas que se entrecruzan y confunden, y presenta a la protagonista como un personaje que oscila entre lo cómico y lo tragicómico, pero cuyo destino deviene en una tragedia real y no producto de la fantasía. Aunque siempre -según explica la voz narrativa que no se sabe si procede del plano real o del ficticio-, logra con ello crear esa extraña simbiosis de realidad y ficción, en la que el lector nunca sabe en cuál de ellas se mueve la narración.Esta fórmula narrativa siempre atrapa al lector, entre la sonrisa y la duda, pero en ella se advierte, como en obras anteriores de este escritor, que es más atrayente su técnica narrativa y la propia y ardua elaboración de su escritura que el desarrollo del argumento, muchas veces inverosímil como es propio del surrealismo que matiza toda la obra.
Que nadie duerma es, pues, una nueva muestra de la consolidación del estilo personalísimo de su autor que le permite crear mundos imaginarios y dimensiones paralelas de la realidad narrativa, en las que se mueven los personajes, atrapados en las múltiples imágenes reflejadas hasta el infinito de los innumerables planos que conforman lo que llamamos “realidad”. A ella confluyen otras muchas realidades, o dimensiones invisibles que le dan el significado siempre ambivalente y sugiere la pregunta de qué es realidad y qué es ficción, especialmente cuando ambas se sitúan y habitan en el plano narrativo, como un guiño permanente y cómplice de este autor a sus lectores. Que nadie duerma, Juan José Millás, Alfaguara, Madrid, 2018, 212 pp.
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