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El Principado de la Fortuna/Capítulo IV (Segunda Parte)

Sevilla, 27 de marzo de 1410
Carlos Ortiz de Zárate
jueves, 2 de mayo de 2013, 09:18 h (CET)
El Principado de la Fortuna/Capítulo IV (Primera Parte)

Memorias de Ángel Sevilla III

Creo, sinceramente, que compartíamos algunos objetivos, al menos en una primera etapa, pero, mi padre y yo mismo, vimos inquietantes cambios en el proyecto político de don Luis, a partir de 1328, año de la coronación del primer Valois, que desató las graves crisis que abatieron a Francia; las Guerras de los Cien años y el desgarramiento del reino, provocado por las tomas de posición de los señores territoriales en las disputas dinásticas o en las diversas confrontaciones entre poderosos del reino. Yo solamente tenía doce años, pero me sentía muy contrariado por las posiciones que tomaba el conde; muy comprometido en la causa de Felipe VI de Valois.

Nunca había visto a mi padre tan acalorado como en aquellos momentos en los que éste trataba de explicarle que la posición de los Sevilla en la causa de la Cerda no respondía solamente a la fidelidad que habíamos mantenido a los reyes de Castilla, León y otros reinos, desde Fernando III. Había otras razones legales. Los derechos sucesorios de esta familia eran explícitos en los nuevos códigos, en cuya elaboración había intervenido activamente nuestra familia, así como lo eran en el testamento del difunto rey. Apoyábamos un ordenamiento jurídico que representaba avances en nuestro proyecto de gobernanza y de negocio. No podíamos admitir retrocesos como los que, a nuestro entender, se producían en el reinado de Felipe VI.

Nunca hemos considerado que las disposiciones contenidas en el Código de las Partidas satisficieran plenamente nuestro proyecto político. Así se puede comprobar en las memorias de Ahmed Lakkhoua IV y de Fernando Sevilla I, ambos habían tenido que hacer muchas concesiones a los poderes fácticos, pero lograron incluir las voces más autorizadas de la época para elaborar el documento jurídico.

Los Lakkhoua y los Sevilla ya estaban activamente implicados en la Escuela de Traductores de Toledo y a través de la misma no les fue difícil contactar con especialistas del Corpus Iuris Civiles o de las doctrinas de Aristóteles y de Platón que nos habían legado Abū ‘Alī al-Husayn ibn ‘Abd Allāh ibn Sīnā, conocido como Avicena y Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd, conocido como Averroes. El primero no había tenido contacto con la Escuela de Traductores de Toledo, puesto que murió en Hamacan, en 1037 y no había visitado Al Andalus. No era el caso del último, que nació en Córdoba, en 1126 y murió en Marrakech, en 1128, tras ser expulsado del emirato por la nueva invasión almorávide, que expulsara de Sevilla al que fuera nuestro soberano y aliado, Muhammad ibn ‘Abbad al-Mu‘tamid. , Nos sentimos altamente satisfechos con promover, en la Escuela de Traductores de Toledo a estos dos genios que, además ofrecían respuestas que considerábamos adecuadas, en aquellos tiempos tan duros, tan confrontados y tan sangrientos.

Ya he hecho referencia al hecho que nuestra familia no ha tomado partido en las confrontaciones religiosas y considero que la admiración que hemos sentido y que sentimos por el saber de personajes lamentablemente tan escasos, es un buen indicador de nuestro concepto de saber.

Ninguno de los mencionados realizó sus planteamientos en una religión; por el contrario encontraban su saber a través de los más grandes pensadores que ha conocido la humanidad, aunque no pertenecieran al ámbito islámico. Cuando la Escuela de Traductores de Toledo promovió las obras de ambos, tampoco encontró impedimento para la difusión de las mismas, por el hecho de que éstas habían sido elaboradas en sociedades islámicas. Todos sabíamos, que aquéllos continuaban un debate que había sido interrumpido con Aristóteles, hasta que Agustín de Hipponna, aceptó el reto, en la segunda mitad del siglo V. En La Ciudad de Dios aquél, presentó una respuesta, afirmando que el creador no impone su modelo a los habitantes del mundo y que éstos organizan el último en uso de su libre albedrío. Dios no era responsable de la decadencia en la que había caído el imperio romano.

Después se impuso un silencio que no fue roto hasta Avicena y luego hasta Averroes y Tomás de Aquino. Se había producido, como si se tratara de un arte de magia, una respuesta al desafío de Aristóteles, que provenía de diversas culturas y épocas. Había representantes de todas aquellas voces en el grupo que participamos, primero, en la negociación de un código común para las ciudades de los reinos de la corona sustentada por Alfonso X y después en la elaboración del Código de las Siete Partidas, en honor a las siete letras que componen el nombre del entonces aspirante a rey de Roma.

Naturalmente contamos con la participación de juristas canónicos, muy bien formados tras la reforma gregoriana, que recuperó el derecho romano ortodoxo, del que el actual occidente había sido excluido durante muchos siglos, porque la recopilación de los fundamentos del derecho romano se inició, cuando estos territorios habían sido arrebatados al imperio romano.

Comenzaron los trabajos el 26 de junio de 1256 y éstos se prologaron durante casi 10 años. Fue un trabajo muy serio, cuya solidez ha quedado garantizada, porque aún sigue siendo nuestro referente jurídico y estoy seguro que lo seguirá siendo durante siglos. Sin embargo, durante el reinado de Sancho IV se ignoró este código, que hubiera denegado su acceso al trono y esta es la razón de la exclusión de los de la Cerda.

No voy a insistir sobre la importancia que nuestra familia atribuye a estos códigos, porque estaba alejándome del tema que me ha llevado a ellos: el alejamiento que sentimos mi padre y yo del príncipe Luis de la Cerda desde la coronación del amigo y socio de éste, Felipe VI de Valois.

La entronización se había llevado a cabo al amparo de una interpretación muy interesada de las leyes de los antiguos francos salianos, que había caído en desuso durante muchos siglos y desde luego, durante los reinados de la dinastía Capeto. Ya había recurrido, parcialmente, a las mismas, el rey Felipe V. A la muerte de Luis X, en 1316, en ausencia de descendientes varones, aunque la reina Clemencia de Hungría, esperaba un hijo póstumo del monarca, fue nombrado regente Felipe de Poitiers, hermano del fallecido monarca. La reina viuda dio a luz un niño, que fue nombrado Juan I el Póstumo y que falleció a los cinco días; según los rumores, envenenado por mandato del regente. El último recurrió a la rehabilitación de las leyes ya aludidas, que fue conocida como “ley de los varones”, para lograr eliminar los derechos de sucesión de Juana, hija de Luis X y de la primera esposa del mismo, Margarita de Borgoña. La última estuvo envuelta en un escándalo de adulterio y por tanto, Juana era considerada bastarda.

Los Estados Generales de 1317 aprobaron la interpretación de la ley de los varones propuesta por el regente y éste fue coronado el 6 de enero del mismo año. En el caso del ascenso al trono de Felipe VI, la ley de los varones no era suficiente. El regente en esta ocasión, Felipe de Valois, necesitaba, con urgencia una remodelación de la ley de los varones, que excluyera a las mujeres en la transmisión de derechos sucesorios, que contradecía la propia Ley Sálica, puesto que el rey de Inglaterra, Eduardo III era hijo de Isabel de Francia, que en tanto que hija del rey Felipe IV de Francia hubiera podido transmitirle sus derechos dinásticos. Roberto de Artois fue el hábil agente. Este utilizó su influencia en los Estados Generales, reunidos tras el alumbramiento de una niña por la reina viuda, el 1 de abril de 1328, para obtener que aquéllos dictaminaran la interpretación de la Ley Sálica que convenía al futuro rey, Así el último fue coronado. Sin embargo, un año más tarde, se produce la muerte de la tía de Roberto de Artois, quien, en ausencia de hijos varones, lega el condado de Artois a su hija, Juana, la viuda de Felipe V, quien muere el año siguiente y lego el mismo a su hija Juana de Francia, condesa y princesa Palatina de Borgoña.

Roberto de Artois, en contradicción con la ley que él había apoyado tanto, en beneficio del regente, perdía una vez más, unos derechos que ésta le otorgaba. No se puede asegurar que Felipe VI tuviera un concepto muy alto de la justicia. Así, la víctima, se vengó contra su soberano, utilizando los mismos argumentos que se le habían aplicado a él mismo y que desposeían a aquel de la corona.

De hecho, el caso de Roberto de Artois tiene muchas similitudes con el de los de la Cerda. El padre de Aquél, Felipe de Artois, era hijo y heredero del conde de Artois, Roberto II, pero murió antes de heredar el título. A la muerte de Roberto II, el condado debería haber pasado al que ya se hacía llamar Roberto III, pero el rey Felipe IV optó por acordar el mismo a la condesa Mahaut de Borgoña, que era hermana mayor del finado y consuegra del rey, pero, sobre todo, intrigante. Así, los rumores acusan a este personaje de haber envenenado al rey, bebé de 5 días, Juan I el Póstumo, al objeto de favorecer el acceso al trono de Felipe VI, circunstancia que explicaría la traición del último a su aliado para obtener la reforma de la ley de los varones.

En todo caso, el desposeído no era menos intrigante que lo hubiera sido su tía. En efecto, dos hijas de ésta, Juana y Blanca. Eran las esposas de los hijos del rey y sucesores del mismo, respectivamente, Felipe V y Carlos IV. Corren rumores de que Roberto III conspiró, para vengarse de su tía, con la reina de Inglaterra, Isabel, conocida como la Loba de Francia, hija de Felipe el Hermoso, para denunciar por adulterio a sus cuñadas, las dos mencionadas y la desgraciada Margarita de Borgoña, madre de la que fue desposeída de sus derechos, Juana. La venganza de Roberto de Artois no tuvo éxito, porque sus primas no sufrieron grandes castigos y la única víctima fue la desgraciada Margarita, hija de los duques de Borgoña, que fue encarcelada y que murió en su prisión, se dice que envenenada por órdenes de su propio marido, entonces Luis X.

No es mi intención adentrarme en historias tan repugnantes; me limitaré a comentar que la denunciante fue infiel a su marido con sus amores públicos en la corte francesa con Sir Roger Mortimer y destronó y asesinó a aquél.

Pese a que don Luis de la Cerda nos defraudaba a medida que la implicación de éste con el soberano era mayor, mi desmesurada pasión por acceder a un archipiélago tan cercano a nuestras rutas del Sahara, que compartía con el conde, influyó en la continuación de nuestra estrecha relación con los de la Cerda.

Hubo, sin embargo, razones poderosas para abandonar esa relación. Además de las ya expuestas; don Luis contaba con la protección del soberano y con nuestra aportación financiera para la obtención del principado de la Fortuna. Sin embargo, el príncipe no cesaba de aumentar sus gastos y de solicitarnos préstamos. Ya abrigaba serías dudas sobre la conveniencia de nuestra alianza con el candidato y había comenzado a desesperar en disipar las mismas, cuando, el 7 de mayo de 1342, Felipe VI logró que su candidato, el cardenal Pierre Roger de Beaumont fuera elegido papa. Este tomó el nombre de Clemente VI. Uno de los compromisos adquiridos por el nuevo pontífice con su valedor era acordar al príncipe Luis de la Cerda, el principado de la Fortuna, como así lo hizo, el 15 de noviembre de 1344, mediante la bula Tue Devotionis sinceritas.

Todas estas gestiones habían agotado nuestra aportación en la empresa y el recientemente nombrado príncipe de la Fortuna no tenía sino deudas, que no cesaban de aumentar en el mantenimiento de su dignidad y en el contentamiento de los reyes de Portugal y de Castilla, quienes reclamaron al papa sus derechos sobre el principado creado. Cada vez me resultaba más difícil lograr conceder nuevos préstamos cuando éstos ya habían superado, con creces, el capital comprometido en nuestra aportación en el proyecto.

A la muerte del príncipe, el 5 de julio de 1348, todo había quedado en una grave descapitalización de nuestra empresa, en un título, portado con excesivo orgullo y en la creación del pontífice, el 7 de noviembre de 1351, de la Diócesis Canariense. Los de la Cerda nunca nos devolvieron la deuda contraída o hicieron esfuerzo alguno para la conquista del territorio. Se limitaron a ostentar pomposamente el título. No deja de ser paradójico que Juan de Béthencourt, lograra este propósito, en 1402, con una tropa que no llegaba a los 300 individuos,

Yo fui responsable directo de la descapitalización de nuestra empresa, por una quimera que mi padre había visto con claridad. Soy, asimismo responsable de que continuara nuestra vinculación con los de la Cerda, cuando ésta representaba un gran obstáculo para nuestras relaciones con los Marcel y con el grupo de la calle de la Vielle Drapérie.

En efecto, mi amigo y prácticamente hermano, Etienne Marcel fue nombrado, en 1350, preboste de la Gran Cofradía de Notre-Dame, a la que pertenecíamos todos los miembros del grupo y otros personajes, entre los que se encontraba el rey Carlos II de Navarra, conocido, como el Malo. Este era hijo de Juana II de Navarra, a su vez hija de Luis I de Navarra y X de Francia y de la desventurada Margarita de Borgoña y por tanto con derechos a la corona francesa si no se hubiera practicado la remodelación de la Ley Sálica que llevó al trono a Felipe VI. Nuestra relación con el príncipe Luis de la Cerda nos perjudicaba gravemente, pese a que ya había muerto éste.

Durante todo el reinado de Juan II, llamado “el Bueno”, nuestra situación en el grupo de la calle de la Vielle Drapérie no cesó de empeorar, pese al decidido apoyo de Étienne Marcel. El causante fue Roberto Le Coq, un personaje con más ambición que principios, miembro del Parlamento y del Gran Consejo del rey, obispo de Laon, entre 1351 y 1358; aliado del rey de Navarra, quien jugó un papel muy importante en los acontecimientos que precipitaron la caída de Étienne Marcel y de todo nuestro grupo, con la excepción de Carlos el Malo y del obispo de Laon. Los últimos se refugiaron en Navarra, donde el rey logró el nombramiento de su aliado como obispo de Calahorra, en 1363, sede que ocupó el beneficiado hasta su muerte, 10 años después.

El príncipe Carlos de la Cerda tuvo una gran influencia en la corte de Juan II, como la había tenido su hermano Luis en la de Felipe VI. Yo tenía muy escasas relaciones con un personaje que me parecía aún más ambicioso y falto de escrúpulos que el obispo de Laon. Había muchos rumores sobre la intimidad que existía entre aquél y el entonces duque de Normandía, así que desde su ascenso al trono, el rey se obstinó en colmar de honores a su favorito. No le pareció suficiente con el nombramiento de Condestable, sino que le acordó el condado de Angulema, que estaba vacante desde la muerte de la reina Juana II de Navarra y que lógicamente, era reclamado por el hijo de la misma, Carlos el “Malo” Fue una autentica provocación y el despojado no tardó en vengarse, ordenando el castigo del usurpador, que fue asesinado.

Los reinados de los Valois fueron un auténtico desastre para Francia, porque, debilitada por la crisis interna, fue más duramente castigada por las crisis del siglo: la peste y la confrontación por la representación en la escena política de los poderes que se consideraban reales y la evidente crisis que sufrió el mercado internacional de la época.

En efecto, Francia estaba ensangrentada por graves confrontaciones promovidas por poderosos que desaprobaban la interpretación de la Ley Sálica que acordó el trono a Felipe VI y a Juan II; los reyes de Navarra y de Inglaterra y por el poderoso que inspiró esta interpretación, Roberto de Artois. No me parece necesario calcular los miles de muertos que dejaron todas estas confrontaciones o el desgarramiento del territorio en los diferentes bandos. Además, la dinastía encontró deudas y arcas vacías. Hicimos excelentes negocios todos los del grupo de la Calle de la Vieille Drapérie, en la época, porque todos ellos necesitaban nuestro numerario , sobre todo si se trataba de moneda que no hubiera reducido fraudulentamente su contenido de metal precioso, como era el caso en Francia. En estas circunstancias, los franceses confrontaban la más grave crisis conocida en occidente.

Étienne Marcel subía como la espuma y a la muerte del preboste de París, Jean de Pacy, para todo el mundo resultaba evidente nombrarlo su sucesor. Era una situación excepcional para nuestro grupo, uno de cuyos objetivos prioritarios era el acceso al poder. Nunca nos habíamos planteado tomarlo, sino que aspirábamos al control del mismo. No queremos ser políticos, sino comerciantes.

En realidad, en nuestra familia no entendemos de política, pero si creemos que los reinos tienen que tener un referente jurídico y que el ultimo tiene que ser inapelable. Me niego a entrar en la lucha dinástica, aunque no me niego a hacer negocios con los participantes en las mismas. Así había sido siempre y así habría sido si mi obstinación en la defensa del Principado de la Fortuna no hubiera marcado tanto a nuestra familia en el campo de la Cerda.

El poder de Étienne crecía a medida que Francia se sumía en el abismo. La Batalla de Crécy, en 1346, había ya representado un duro golpe para las arcas de Felipe VI, para las tropas francesas y para, incluso, miembros de la familia real. Más de un tercio de los cortesanos pereció en la misma. Pese a todo, lo peor fue la humillación de ser derrotados por un ejército muy inferior en fuerzas, cuya victoria provino de la superioridad militar de Eduardo III de Inglaterra sobre Felipe VI de Francia.

Las desgracias no hacían sino comenzar, puesto que la Muerte Negra arrasaba la población aún, cuando se producía un desastre aún mayor en la Batalla de Poitiers, en 1356, en la que, en una ofensiva relámpago, el Príncipe Negro, primogénito del rey Eduardo III, hizo estallar, como si de una castillo de naipes se tratara, la defensa francesa, capturó al rey Juan II y a algunos miembros de la nobleza y puso en evidencia la cobardía del Delfín, Carlos, quién desertó y huyó.

Un regente menor y desprestigiado tenía que hacer frente a la confrontación dinástica, a una Francia humillada y desmoralizada, a una corte diezmada, a unas arcas no solamente vacías, sino en bancarrota, a una moneda ya excesivamente devaluada y a la exigencia del pago de rescate por el rey, que era rehén del enemigo.

Se hacía urgente la convocatoria de los Estados Generales, que era el único recurso para el Delfín para obtener monetario que le permitiera confrontar bancarrota y pago del rescate. Era obvio que esta solución no bastaba. Era necesario imponer orden y autoridad y el Delfín solamente podía lograrlo con la participación del Tercer Estado.

Todos pensábamos así y teníamos un excelente candidato para defender este pensamiento: el preboste de París. y por tanto el representante de la ciudad más poderosa del reino. Además, el preboste contaba con un siglo y un lustro de actividad del grupo de la calle de la Vieille Drapérie, que representaba a comerciantes que, en tanto que grandes contribuyentes y prestatarios, teníamos mucho que decir ante la petición de numerario de la corona.

Roberto Le Coq, era, sin lugar a dudas, el personaje que tenía mayor acceso y jugada en todas las partidas de los poderosos de la Francia de la época. Era, un hábil mago para continuar en el Gran Consejo de Juan II cuando ya se había alineado en el campo del rey de Navarra. Las grandes dotes de conspirador y el poder que lograba, hacían de él alguien presente en todas las conspiraciones.

El rey de Navarra no había logrado minar la amistad y la escucha que me acordaba Étienne, que estaba cimentada, como ambos decíamos con orgullo, por un siglo y un lustro de relaciones muy fructíferas de varias generaciones de nuestras respectivas familias. El agente de aquél, Roberto Le Coq, lo logró, en parte.

No tengo intención de adentrarme en el MEA CULPA, pero mis relaciones con los de la Cerda fueron argumentadas como causa de exclusión a mi persona en los graves debates del Consejo del preboste de París. El obispo de Laon era un aliado que nuestra causa no podía arriesgar. Su Reverencia consideraba que mis, ya inexistentes, relaciones con los de la Cerda, tan implicados con los Valois, eran excluyentes, puesto que potenciales indiscreciones por mi parte podrían revelar estrategias a nuestros enemigos.

Estoy convencido que nadie compartía esta opinión, especialmente cuando él mismo formaba parte del Consejo de Juan II, aunque, el obispo diera por hecho la oficialidad de su distanciamiento del mismo, cuestión difícil de comprobar, especialmente cuando el rey estaba retenido, como rehén, en Londres.

Sin embargo, yo mismo aconsejé al preboste de París para que no contrariara a un socio irrenunciable. Ninguno de nosotros teníamos la experiencia, la potencia y la presencia que tenía Su Reverencia en el escenario en el que nuestro candidato debía presentar nuestra propuesta. No teníamos tiempo, el Delfín había convocado los Estados Generales para el 17 de octubre de 1356, Étienne necesitaba una rápida inmersión en todas esas materias si queríamos aprovechar una incidencia tan oportuna en nuestro objetivo de obtener un orden que garantizara la producción y la circulación de mercancías que activara el mercado y el establecimiento de un organismo que fiscalizara las políticas y las arcas de la corona.

No pedíamos nada nuevo, los ingleses lo habían logrado ya con la Magna Carta de 1215 y en muchos otros territorios se habían alcanzado objetivos similares. No fue así en Francia, aunque la influencia de Roberto Le Coq favoreció mucho nuestra causa, hasta el punto que el mismo y el preboste de París fueron incluidos en el comité que logró que el Delfín firmara la Carta Magna francesa, pero fue muy perjudicial, cuando la corona quiso ignorar su firma.

Ya no vi a Étienne en aquellos días; supe de sus luctuosos enfrentamientos con el Delfín y de su excesivo acercamiento al campo del rey de Navarra. Fueron unos días en que se impuso el pánico en París. A la gravedad de los hechos referidos se añadían las amenazas de las invasiones del rey de Navarra, de la Jacquérie, que captaba el descontento de unos campesinos cada vez más expoliados y de los ingleses.

Las circunstancias y la tenacidad del obispo de Laon me impidieron todo contacto con un Étienne Marcel cuya conducta me perecía cada vez más desconcertante y menos favorable para los intereses del grupo de la calle de la Vieille Drapérie; habíamos cometido un grave error abandonando al mismo a la influencia de Roberto Lecoq y a los intereses del rey de Navarra.

Cuando convencí al preboste de París para que éste no contrariara a nuestro más poderoso socio, pensé que era bueno sacrificar mi vanidad por nuestra causa y en realidad lo que hice fue librar al representante de la misma a los exclusivos intereses de Roberto Le Coq, que eran, en aquél momento, los del rey de Navarra. Poco a poco, Su Reverencia fue eliminando los contactos de un Étienne Marcel que debía confrontar, sin nuestra ayuda, una lucha de tiburones. Han corrido muchos rumores sobre su muerte e incluso sobre su intención de abrir las puertas de la ciudad a los invasores ingleses. Creo que todo es más simple, tal como lo he contado.

El acierto que se me atribuye al cierre de la sede de París es un claro retroceso en el proyecto de los Sevilla, de los Lakkhoua y de nuestros antepasados cuyo apellido no conocemos, que influían y negociaban con los poderosos y que apoyaban avances de un nuevo orden más adecuado a los nuevos tiempos. El fracaso del proyecto que representaba Étienne Marcel retrasaba cualquier avance en este sentido, mientras que las monarquías empiezan a armarse, con instrumentos jurídicos, fiscales y militares, para defenderse de las derivas de sus propias corrupciones o de las confrontaciones con quienes les disputen el poder.

La empresa que lego a mis hijo y nieto es excelente, pero estoy cada vez más convencido que la deriva que tomará la misma abandonará el proyecto empresarial de nuestros antepasados; ya el tráfico caravanero del Sahara ha dejado de ser rentable para nuestros productos tradicionales, a menos que se incluya, como defiende mi nuera, la trata de seres humanos tan refinados como lo son nuestros productos, tan demandados por nuestra clientela. La conquista del arhipiélago canario ha resultado una empresa lucrativa para sus conquistadores, pero el negocio de éstos no se plantea contactos con nuestras rutas del Sahara.

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