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Prejuicios ideológicos

La metáfora organicista de Spencer sirve al sociólogo del presente para estudiar los síntomas de debilidad patentes en las democracias occidentales
Abel Ros
miércoles, 24 de julio de 2013, 07:15 h (CET)
En días como hoy, la corrupción y la prostitución de las teorías ilustradas, invitan al doctor de lo social a reflexionar sobre el devenir del cáncer que padece el paciente institucional. La militancia de Pérez de los Cobos – presidente del Tribunal Constitucional - en el Partido Popular rompe los cartílagos que separan la cocina legal de la sala comensal. La ideología manifiesta por el portador de la toga sitúa al Estado de Derecho en las orillas de la subjetividad. Orillas surcadas por los mismos ríos neoliberales que desembocan, día tras día, en los mares de la Moncloa. 

Si Montesquieu levantara la cabeza – decía esta mañana el gato de la almohada – y viese el cómo ha quedado en la praxis los mimbres de su pensamiento, pondría - sin lugar a dudas - el grito en el cielo por esta mentira, a la que unos llaman democracia y otros dictadura. Es aberrante, por no poner un calificativo más dañino, que el guardián de nuestra Carta Magna vele por la constitucionalidad del ordenamiento jurídico desde una posición manifiesta de parcialidad ideológica. Es aberrante, decía, porque el Alto Tribunal – paralelo a la pirámide judicial – no debería, por cuestiones éticas, controlar la savia del árbol legal sin los guantes de podar.

Así las cosas, el control constitucional ha quedado demostrado que pasa por el filtro sesgado del ojo ideológico de algunos. La justicia sin valores o, mejor dicho, desprovista de subjetividades no está garantizada con estas prácticas judiciales. No lo está, decía, mientras existan, en el Estado de Derecho, togas manchadas con ácidos políticos y cuotas de partido. A día de hoy, la inhabilitación de Garzón, la sentencia de Otegi y 40 sentencias más, dictadas por este señor, carecen de las garantías éticas suficientes de un fallo imparcial en un ordenamiento democrático. Las líneas ideológicas del Partido Popular en cuanto a materia antiterrorista y la aversión manifiesta contra Baltasar por parte de la derecha, ponen en evidencia el olor a malas hierbas que subyace en los veredictos de Cobos. 

Desde la Crítica debemos solicitar una reflexión profunda sobre la falta de ética profesional que mancha las paredes del Alto Tribunal. Los jueces son – y no lo digo yo, sino la Constitución – los encargados de aplicar e interpretar las leyes emanadas del poder legislativo. Las mismas normas que se cocinan en las bancadas ideológicas del Congreso para ser respetadas por los ciudadanos e interpretadas por los jueces. La afiliación de un magistrado a un partido político – llámese A o llámese B – lo convierte en parte del todo y lo imposibilita para realizar la abstracción y lejanía necesaria que toda toga debe poseer en la interpretación de los preceptos. Un chef – decía esta mañana el admirador de Chicote – no debe ser cocinero y crítico de sus propios platos. Algo parecido ha pasado con Cobos, ha criticado desde su posición de juez a quiénes no han sido convergentes con sus prejuicios ideológicos. Mal vamos.

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Dicen, y estoy de acuerdo, que el centro es un terreno peligroso electoralmente hablando, y pienso que esto es una realidad, ya que en poco tiempo hemos sido testigos de la debacle de muchos partidos que han apostado por esa posición. También he oído eso de que ser de centro es como todo el mundo dice que se tiene que ser, pero como a nadie le gusta que seas, y también puedo estar de acuerdo.

Ahondando en el pasado de la humanidad, podemos comprobar cómo, desde siempre, las distintas civilizaciones han vivido en la esperanza de otra vida después de la muerte. Por ello han procurado ofrecer a sus difuntos un habitad confortable, al que han rodeado de ese “ajuar” consistente en armas, alimentos, animales de compañía, joyas, ropajes, etc., que les hiciera más llevadero el paso por la “otra vida”.

Blaise Pascal, físico y filósofo francés del siglo XVII, escribe: “Todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad del hombre de sentarse tranquilamente solo en una habitación”. ¿Qué hará una persona encerrada sola en una habitación? Se sumergirá en sus pensamientos erróneos porque no sabe pensar correctamente y se dejará llevar por las ilusiones de su propia bondad y de la perversidad del resto de los mortales.

 
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