No podía comenzar mejor el año en la Casa de Vacas, centro expositivo sito en el Parque del Retiro de Madrid, ya que lo ha hecho albergando la exposición “Fastos” (3 de enero-2 de febrero de 2020), que comprende obras del duplo artístico conformado por la pintora Rocío Guerrero y el escultor Javier de Benito, dos creadores susceptibles de ser ubicados a mi parecer en la catalogación de artistas propiamente dichos, no en vano, personalmente, considero que el artista plástico ha de dominar determinadas técnicas y sobre dichas vías de plasmación habrán de insertar tal o cual idea, poética o lo que se quiera que, portando intelectual enjundia, pase a constituir un todo edificante y fascinador. Pues bien, tal cosa es lo que contemplé en la muestra a la que me estoy aquí refiriendo: había poesía en ambas poéticas. Rocío Guerrero refleja con un lirismo cuasi modernista el colorido de un mundo que se desmorona en pos de su disolución en una lógica devastadoramente naïf, vaporosamente sórdida. Sobre la base de su impecable técnica realista se desenvuelven unas secuencias de vida aprehendida y administrada pictóricamente del modo más estremecedoramente plástico. Pinta velazqueñamente el aire si bien un aire en que quedan reflejados los verbeneros neones. Entresaca del modo más feliz el punto lírico que mora en el adolescente “chonismo”, vebigracia. Embriaga la ajada sordidez que caracteriza a las ferias con la ternura cromática de su trazo aun prevaleciendo la gama de fríos. Eso en lo referente a la serie mayoritaria de obras expuestas, que versa sobre aspectos verbeneros, recordándome, salvando las distancias, a la película que hicieran Gómez de la Serna y Giménez Caballero: “Esencia de verbena”. Asimismo, hay otras pinturas que extraen la belleza de los cuerpos más malogrados por los vitales avatares y los malos hábitos alimenticios. Y otras que nos refieren secuencias de la más “a priori” inadvertida cotidianidad, concomitantes con la conocida desde los ochenta como “poesía de la experiencia”, que elevaba a la poética contrabasa aquello en principio no susceptible de ser interpretado como materia poética. Tal cosa es lo que hace nuestra pintora en su ámbito cuando erige protagonistas de sus cuadros a la joven que lee en el quicio de la ventana, o a la limpiadora que, fregona en ristre, mira al vacío. Y podría haberse quedado Guerrero en el pálido anecdotismo, sin mayor vuelo, de no dotar a lo percibido con el lírico aderezo que venimos refiriendo henchido de ternura y fascinadora fascinación. Por su parte, Javier de Benito, a través del bronce y el cemento obra un conjunto berroqueñamente sutil, toda vez que con el más rudo material configura una serie de piezas que parecen levitar en la atmósfera que contribuyen a generar.
Me llamó no poco la atención cómo nuestro escultor va más allá de lograr la cuadratura del círculo; no conforme con tal cosa, lleva a cabo el itinerario inverso, esto es: con un compendio de cúbico ladrillamen logra orografías de la más suave circularidad, entreviéndose en tal escultural praxis la enseñanza de que incluso el moldeado menos recto y cuadriculado puede albergar intrínsecas cuadraturas, y al revés. No siendo, al cabo, nada lo que parece. Y esta lectura nos la brinda De Benito dejando entrever las ladrillescas oquedades que ofrecen estructura a las hieráticas cabezas que también tienen su broncínea versión. Sus guiños pétreo-mitológicos poseen un cierto componente entre desperezador y ascensional, hasta tal punto, que, quién sabe, si Dionisio Ridruejo hubiese visitado la muestra quizá hubiese compuesto otros sonetos a la piedra.
Al fin, fue una gran sorpresa, como digo, la que me llevé al incursionar en la Casa de Vacas en pos de visitar la muestra aquí libremente glosada y referida.
|