La voz del poeta asciende como la hiedra, sin renunciar a la luz y extendiendo su tallo, desnudo de flores, en el sobrio, enhiesto y elegante principio de la sencillez.
La feraz nitidez nos acompaña si contemplamos la obra fotográfica de Harry Callahan. La realidad asiente con tono de ausencia. Nos aproxima a lo terriblemente sencillo y bello. No hay doblez a la que asirse, salvo la constatación de nuestra íntima y recóndita soledad. El augurio de la Pequeña muerte que cantara Hilario Camacho en 1975, “El hombre quedó sólo detrás de toda la tierra. / Sobre el aire se quedaba / la sangre sola y abierta / mientras sus ojos buscaban / gaviotas, oscuras hierbas”, formaba parte de aquel hermosísimo álbum titulado De paso, que permanece indeleble en la memoria de los que amamos su voz cristalina. Con ese rumor de inédita prestancia y rasgos existenciales que insuflaba a cada canción. El fotógrafo norteamericano hizo de la cámara su vida y circunscribía el horizonte de su atención, en gran parte, a lo más familiar, incorporando a su esposa e hija como elementos consustanciales del hecho artístico. La atmósfera que recrea es como latido sordo que cada cual siente de sí, procura la abstracción de la realidad y sumirnos en la conciencia. Fruto de un arduo trabajo que le llevaba a desechar multitud de fotografías hasta encontrar la mirada asertiva que se superpone a la original para comprender, precisamente ésta. Dorothea Lange lo expresó con pasmosa y sugerente descripción, “Una cámara es una herramienta para aprender a ver sin cámara”. La deserción manó en su último canto. Nos dejó como solía ser su costumbre, sin una despedida. Tal vez por ese inconformismo y rebeldía que expresaba con tanta ternura y convicción el cantautor madrileño, “Siempre me rebelé contra esto del compromiso, contra lo de ir a algún sitio anticipado por el carné de no sé qué. Una opción que entraña riesgos: ahí están los momentos de soledad que he vivido”.
En La muerte oculta – Vitela Gestión Cultural, 2014. Prólogo de Antonio Colinas y epílogo de Tomás Rodríguez Reyes. Primera edición en la Colección Arca del Ateneo de Córdoba, 1996- el poema cae en vertical como la piedra que se sumerge en las remansadas aguas con la ambición de aposentar su naturaleza en el fondo. Así el propio título es una paradoja que construye la revelación desde el propio interior, desde la pretendida ocultación, en un proceso de decantación que celebra la herida que respira en primera persona. La vinculación del yo poético con el personal no existe porque, en realidad, ética y estética se funden en un solo ser que trasciende sin acertijos o interrogantes. El creador se posiciona con total y absoluta integridad para incidir en su propia duda, que es un dictado de veracidad y humildad sin dilación ni adocenamiento, en pugna con la presuntuosidad, “Que nada te demore –repito-, / y, si hace falta, anónimo, destrozo los secretos / y arrojo los zapatos como mágica hazaña”. ¿Cómo no renunciar, entonces, a la celosía que empequeñece la realidad a través de estilizados y perforados arabescos, para descubrir la que inabarcable se extiende como vasto cielo? La realidad requiere ser enunciada. Yves Bonnefoy, poeta, ensayista y traductor, inscribe su mirada en ese lugar del horizonte, “Fundamentalmente la poesía debe decir: Existe una realidad, debemos ser parte del mundo, no debemos dejarnos llevar por esa distracción que nos hace aceptar nuestras existencias como algo abstracto o resignado a la irrealidad, ¡La poesía es aquello que exige la existencia del mundo!”. En esta obra los lazos se extienden como las raíces, adentrándose en lo profundo, encaminándose en la ciega oscuridad, sin renunciar al deseo que abunda en la imperfección humana, condenados inexorablemente a la búsqueda del sino pero desde la rotunda vocación de tejer el tapiz de los hechos y las palabras con la misma puntada, “Si tu mirada viese más allá de la mía, / si supieras que la dignidad de los hombres / es capaz de soportar una vida, / una mirada, / entonces para ti los días serían casi como / las noches, / y todo incluiría un temblor a lo humano / como sucede siempre en lo imprevisiblee”.
Javier Sánchez Menéndez retorna a este poemario, tras dieciocho años de su primera edición en 1996, aunque transita por el mismo tiempo y espacio poético, desde entonces. Con esta reedición no hay una vuelta a los orígenes, más bien el gesto natural del árbol que eleva sus ramas nuevas, tras el invierno, y acaricia la lozanía del tiempo de la luz, pero en la misma tierra que lo elevo desde su delgado tronco de antaño a la frondosa enramada que oculta el canto del ruiseñor. El propio autor significa la mirificada y providencial edición original, “Se publicó por arte de magia, ya que en 1993 decidí apartarme de un mundo que oprimía y tiranizaba. Durante mi retiro me dediqué, principalmente, a leer. Pero siempre ha estado presente. La muerte oculta como el último contacto directo con la poesía y la vida”. El poeta puertorrealeño establece la linde que separa y discrimina el silencio y la equidistancia del escaparatismo y la recurrencia. “Existir, pero de otra forma, y no en la superficie de las cosas, en el meandro de los caminos que se sumergiese en el porvenir para emerger luego cubierto de algas, y más ancho de frente, y de espaldas”. Bonnefoy apunta en ese mismo sentir exiliado, a propósito de lo meramente accesorio y banal.
El tiempo meditación y pérdida. Subyace en la intrahistoria de esta obra la fugacidad que electrizante sobreviene como exhortación, “Y en esa soledad recordaba que el tiempo / pasa y pasa, / y deja de ser tiempo, / y deja de ser sílaba / y nunca será frase, monosílabo / o encuentro cardinal de una expresión / que comenzó en tu cuerpo, con la dulzura de esta caricia / y una sola palabra”. La exégesis no es otra que el hilo de infinitud que sucede al ser humano y lo envuelve en su propia mortaja. No es vencido el tiempo, aunque tampoco lo es el amor. “No es el amor quien muere / somos nosotros mismos”. Luis Cernuda inflama la mortalidad que el autor de El violín mojado concede en el lar inaccesible a la temporalidad, “Habitas lo más hondo del olvido / como un latido quieto por el tiempo como tierra que dejo / antes de recorrer los montes, / los bosques; / la locura de ser / un fruto blanco y luminoso / que la aurora extermina”,” y que antes hollara Gustavo Adolfo Bécquer, “En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba”.
Amor milagroso y exultante que principia la veladura de lo perentorio y lo transfigura en esencial. Poso en el que se vierte la fecundidad sin ruegos. Auspiciado por el decir lírico embriagado de ternura, “Mi corazón pronuncia tu nombre, / esa canción / flotando / se lo lleva”.
Tres sentencias afirman esta obra y un círculo las encierra. A modo de tríptico, en el Libro primero su autor rinde memoria así mismo, a la fútil presencia de lo corpóreo, “Sé que no he sido nada, / ni seré más que un pobre epitafio / que puedan pisar todos,”, a la universalidad del sentimiento humano pero reacio al ensimismamiento y vanidad de su naturaleza. En el Libro segundo, el desaliento es nube viajera que ensombrece la tierra, clama ese asiento de lo amado como lluvia que descarga su ansiado frescor en el estío, “Sálvame amor del mundo, / de la desolación de los antiguos órdenes, de viejas catedrales florentinas / hechas de un metal tosco, / de la felicidad no compartida a veces, / como estrofas y versos, / y alguna dulce música, / tan miserable / como la vida misma y sus momentos”. En el Libro tercero el augurio se constata como la propia noche que declina sobre los párpados, y desvela el arcano propósito que nos asiste hasta la última morada “El hombre es sólo hombre ante la noche / que guarda rigurosa los pronombres / y los esconde lejos: sin límites / ni éticas posibles”. Bien sabe el poeta que en su devenir el propósito no basta para encender el rastro que, irremisiblemente, tornará ceniza. Es el don la levedad quien espejea timidamente para reorientar la mirada y el canto, “y mi destino: siempre es la claridad”.
Quien venga por vez primera, a esta ciudad de embeleso, debe tener su alma abierta sin trabas o impedimentos. Porque Córdoba es ciudad, para verla con empeño, gozando de sus callejas, jardines y monumentos. Para aspirar sus perfumes, y disfrutar del misterio, que proporcionan sus patios con mil flores de ornamento.
Dijo en cierta ocasión Albert Camus que «la tragedia de la vejez no es que seamos viejos, sino que seamos jóvenes. Dentro de este cuerpo envejecido hay un corazón curioso, hambriento, lleno de deseo como en la juventud». Quizá, esta frase del escritor, de origen argelino, sea una estupenda expresión para vislumbrar el enfoque de la novela de Domenico Starnone, El viejo en el mar.