Hemos cumplido casi dos semanas de confinamiento en casa. Los que podamos y mientras podamos, saldremos a la ventana a batir palmas en agradecimiento a los que sacrifican sus vidas por los demás en hospitales y centros asistenciales creados para la ocasión.
Vemos caer a nuestros compañeros de profesión, menores de sesenta años y con salud, y nos asustamos. Tenemos miedo de que no haya un mañana, de que no podamos salir a la ventana a tomar un poco de sol y a aplaudir cuando toca. Tenemos miedo de no poder salir a la calle como cada día a comprar el pan. Hacer un poco de cola y pasar así un tiempo escaso en libertad. No queremos dejar de ver a ese vecino que saca al balcón su guitarra y nos alegra durante unos minutos con sus canciones. No queremos perder la conexión a Internet ahora que es tan importante para mantenernos conectados en el encierro obligatorio en nuestras casas.
Los que podemos y mientras podamos, aprendimos a lavarnos las manos de forma exhaustiva y a conciencia. Pasó a ser un hábito más importante de lo que creíamos. Queremos seguir haciéndolo.
Me pregunto, bicho, si has llegado a mi casa prendido en alguna bolsa de la compra, en la fruta, por ejemplo. Llevo guantes y me pongo otros encima en la frutería, pero no me fío del procedimiento. Tiene que ser muy riguroso para despistar tu presencia y creo que no lo consigo. Me angustias, pero no quiero que me lo notes. Voy a seguir como si no existieras. No quiero que me amargues la existencia.
Por ti están ocurriendo cosas que nunca antes había pensado que ocurrirían alguna vez. En una casa de una plaza cercana a mi calle ponen música a todo volumen todos los días a las doce del mediodía. Se puede oír a gran volumen.
La gente sale a las ventanas y balcones y bailan (bailamos) a su ritmo. A veces son fados, otras veces música disco, en la mayoría de los casos. Pasamos un buen rato de distracción. Los vecinos sonreímos unos a otros desde ventanas y balcones mientras nos animamos a bailar o hacer que bailamos. Esto sería impensable en una situación sin alerta sanitaria.
Los que podemos y mientras podamos nos levantamos cada mañana y lo primero que hacemos en mi vecindario es abrir la ventana para saber si llueve. Lo segundo que hacemos es fijarnos en la camelia con flores color fucsia que hay en la acera de enfrente. Si se mueve es que sopla el viento, si está quieta, el ambiente promete ser más agradable. En este caso echaremos de menos no poder salir a la calle como antes. La camelia nos da la medida de lo que va ser el día. Pero también si el cielo está despejado. Porque a las dos de la tarde pegará el sol en la ventana y desde allí podremos tomar la vitamina correspondiente durante unos minutos.
Sobran horas del día y de la noche, ahora que solo faltan veinte minutos de diferencia entre una y otra situación. Las de la mañana se pasan rápido con las tareas del hogar, las de la tarde son menos llevaderas, pero ¡qué tristeza si tenemos que cerrar la puerta para no volver! Mejor nos quedamos dentro eternamente. Si pudiéramos coger al virus por los tentáculos y paralizarlo de una vez, lo haríamos, aunque fuera azotándolo con una escoba. Mejor que lo capturen bien en un laboratorio y lo controlen desde allí. ¿Sabremos algún día su origen? Queremos respuestas.
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