Como es tradición en estas fechas, todos hemos invertido algún dinerillo en comprar algún décimo o papeletas de esas que contienen unos números mágicos en los que depositamos la ilusión de que si la fortuna así lo quiere, alguno de ellos lleve aparejado el primer premio de la Lotería de Navidad.
La lotería, como cualquier otro juego de azar, es una apuesta, en la que siempre toca… generalmente perder.
Pero si nosotros queremos; si de corazón verdaderamente lo deseamos, podríamos aprovechar estas Navidades para disfrutar de algo mucho más valioso e importante para nuestras vidas, que el primer premio de la lotería.
Paz y felicidad es lo que deseamos en estos días de Navidad a todos aquellos a los que queremos y por extensión… ¿Por qué no? Si nos sentimos generosos ¡A todo el mundo en general! Pero… ¿Y nosotros? ¿Somos auténticamente felices? ¿Podemos de verdad ser felices cuando existe un vacío en nuestro corazón? ¿Hacemos todo lo que podríamos hacer para serlo? ¿Nos damos cuenta de que la vida es más breve que un parpadeo? ¿Somos conscientes de que cada día que pasa sin aprovechar lo que en realidad está en nuestras manos, es un día perdido de nuestra existencia?
Y todo ¿Por qué? ¿Por un estúpido orgullo que a los primeros que nos daña es a nosotros mismos? ¿Por un tú me dijiste o hiciste? ¿En verdad merece la pena que nimiedades semejantes roben un solo instante de nuestra felicidad?
Hay un Proverbio egipcio que dice: “Antes de poner en duda el buen juicio de tu mujer, fíjate con quien se ha casado ella”.
Antes de juzgar a nadie, examinémonos nosotros mismos. ¿Acaso somos vírgenes en nuestra conducta? ¿Acaso no somos humanos y a diario erramos en nuestros juicios y en nuestras acciones? ¿Acaso en la mayor parte de las ocasiones no vemos la paja en el ojo ajeno sin darnos cuenta de la viga que tenemos en el nuestro? ¿Acaso somos infalibles en nuestras apreciaciones? ¿Acaso no tendemos los humanos a tener la vista del águila con los errores de nuestros semejantes y ciegos con los nuestros? El que libre de pecado esté, que tire la primera piedra.
Con harta frecuencia nos creemos en posesión de la verdad. Pero… ¿De qué verdad? No existe una sola verdad. Existen tantas verdades como cada uno de nosotros, pero nuestro amor propio e ignorante orgullo no nos permiten verlas y aun cuando en lo más profundo de nosotros mismos las veamos, somos incapaces de admitirlas.
Es posible que todos sepamos mucho de muchas cosas, pero que torpes y ciegos somos para lo que es verdaderamente importante en la vida: Nuestra propia felicidad.
¿Nos hemos dado cuenta de que somos mucho más felices cuando damos que cuando recibimos? No me refiero a cosas materiales, ya que esas jamás proporcionan la verdadera felicidad. Está en nuestra mano hacer felices a quienes nos rodean, interesándonos de verdad por sus cosas, preguntándoles como están y esperando una respuesta, escuchando con auténtico interés aquello que nos quieran decir, ofreciendo una palabra amable, una sonrisa, un beso o una caricia. Incluso discrepando a veces, pero con cariño. No rivalizando ni tratando de que sea nuestra opinión la que prevalezca sobre la de los demás.
A los que tenemos la fortuna de haber sido agraciados con una familia, ¿Se nos ha ocurrido pensar que nuestro verdadero hogar, ese que tiene un valor incuantificable, no son las cuatro paredes dentro de las que nos resguardamos de las inclemencias de la naturaleza, sino aquel en el que sea la hora que sea del día o de la noche, nos podemos refugiar cuando verdaderamente lo necesitamos? Ese hogar es la familia. ¡Nuestra familia! Ese espacio privilegiado e inmaterial al que pertenecemos, ese amparo que debemos defender y conservar por encima de todo, porque en él, siempre seremos recibidos con los brazos abiertos del amor.
La familia es el santuario inaccesible a todos aquellos que no se nutren de la semilla que la hizo germinar. Creo que no hay expresión que mejor defina el espíritu de lo que debe ser la familia, que aquella que Alejandro Dumas vertió en su novela “Los tres mosqueteros”: “Todos para uno y uno para todos”. Tan bien expresa este pensamiento el espíritu de amor y de unión, que el poeta WH Auden lo incluyó en el poema que escribió para el himno a las Naciones Unidas y al que puso música Pau Casals.
Sabemos que ningún ser humano es igual a otro. Todos, con nuestras virtudes y defectos, en lo físico y lo espiritual, somos diferentes e irrepetibles. Y también sabemos que somos fruto de la herencia genética recibida y en muy buena parte, de nuestras vivencias desde que somos concebidos y albergados en el seno materno. Somos la síntesis de nuestros miedos, nuestras angustias, nuestras incertidumbres y nuestros complejos, generalmente originados por nuestras propias carencias y las ilusiones y esperanzas defraudadas. Pero aunque no podemos desprendernos de nuestra parte animal, también somos seres inteligentes que, ante reacciones incontroladas, no debemos dejarnos llevar por nuestra impronta emocional. Afrontemos las situaciones imprevistas con serenidad, templanza y sobre todo con comprensión, porque posiblemente, mañana, seamos nosotros la chispa que dé lugar a un ardor similar. Y sobre todo, anteponiendo a nuestro fugaz sentimiento herido —herida que a veces provocamos nosotros mismos con nuestras palabras o actitudes— la consciencia de que por encima de la efervescencia del momento, somos todos dedos de una misma mano, ramas de un mismo tronco y ¿cuál cortamos que no duela a todos los demás?
Todo esto tiene una solución muy sencilla. Extremadamente sencilla. Primero sustituyendo el YO, el TÚ o el AQUEL, por el NOSOTROS. Recordemos el histórico juramento que los reyes de Aragón hacían ante el Justicia Mayor antes de ser coronados: “Nos, que somos tanto como vos y todos juntos más que vos…”. Creo que ese principio es el que debe regir para que reine la buena convivencia en cualquier familia.
En ningún caso debemos parapetarnos tras el escudo de un injustificado orgullo y agresiva prepotencia para encubrir nuestras no reconocidas carencias. Pero sobre todo, para que haya un espíritu de amor, de paz y de comprensión; una atmósfera en la que todos nos sintamos confortablemente instalados; deberemos guardar el más profundo respeto a los demás y mantener la actitud generosamente egoísta de no hacer o decir o hacer a los demás, aquello que no deseamos que a nosotros nos digan o nos hagan. De este modo, jamás chirriarán los goznes de las puertas. Y si algún día chirriaron, es bueno que nos acordemos de lo desagradable que es su rechinar para que así nos encarguemos todos de engrasarlos debidamente para que no vuelvan a chillar.
Animados de este espíritu, podemos hacer que a todos nos toque el primer premio de la lotería y celebrar juntos la Navidad con el mismo ánimo con que Fray Luis de León, como si nada hubiese ocurrido tras sus cinco años de estancia en la cárcel, volvió a su cátedra en la Universidad de Salamanca, diciendo a sus alumnos: “Decíamos ayer…”.
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