La última novela del narrador ecuatoriano Miguel Antonio Chávez me ha dejado pensando, pensando más de lo que se supone que debe dejarme pensando una novela de un nuevo autor latinoamericano. La leí hace casi un año y en todo este tiempo, cuando he pensado en ella, me costaba encontrar las palabras adecuadas para definirla. Ojo, la novela me ha dejado pensando, y ese hecho nos puede hacer pensar en que es una obra maestra, cuando lo cierto es que no lo es y ello no quiere decir que sea una mala novela, porque mala no es, sino una buena novela que pudo ser muy buena y no fue tal debido al ánimo de riesgo de su autor, que prefirió arriesgar, ser ambicioso en su poética en lugar de contentar al lector medio.
Conejo ciego en Surinam (Mondadori, 2013) nos manifiesta dos aspectos: 1) El enorme talento narrativo de su autor y 2) los alcances y límites de la originalidad cuando no se detiene la narración.
Novela provocadora. Seguramente, la historia e intención, en otra pluma, no hubiese pasado más allá de un ejercicio de extrañamiento, tal y como se ha estado poniendo de moda últimamente, a manera de dotar de consistencia un proyecto por demás débil y olvidable. La fórmula ha funcionado con algunos que antes de preocuparse por el lector, han apuntado al contentamiento de críticos literarios influyentes, que lo fueron en su momento y que siguen lucrando literariamente, a la fecha, perdidos en el laberinto conceptual.
Chávez no entra ni por asomo en esta categoría de letraheridos. Chávez es, como se dice líneas arriba, un narrador con mucho talento, pero a la vez uno que sabe arriesgar, que gana y muere en su ley poética, tal y como debe portarse todo escritor que se considere como tal.
Somos testigo de una historia sencilla, aunque risueñamente jalada de los cabellos. Un conejo blanco nos cuenta la relación que llevan M y B, vecinos de un conjunto habitacional que tiene un jardín, que es el hogar/guarida/refugio del Conejo narrador. Este conejo los observa y en vez de cuestionar el comportamiento de este par de vecinos, especula sobre los mismos. M y B no son personas con actividades aparentemente normales, dan la impresión de que cumplen una suerte de tarea subrepticia y esa impresión es percibida por nuestro conejo, que con ternura e ironía nos cuenta lo que pasa entre ellos, haciéndolo a manera de especulación.
En este sentido, Chávez logra que el conejo sea verosímil, sin apelar a trucos narrativos efectistas. Hay pues en el estilo de Chávez un aliento lúdico que le ayuda a perfilar a sus personajes, a hacernos atractiva las situaciones que atraviesan. Sin embargo, el problema comienza cuando nos salimos de estos tres protagonistas y comenzamos a ser testigos de un discurso que bien puede alegrar a los gurús de la posmodernidad, mas no a los lectores que ya estaban en la historia, que ya eran cómplices del conejo.
Sin embargo, este abandono que hace de sus protagonistas obedeció a un afán de experimentación, de genuino riesgo que no desmerecerse en nada su proyección y su poética, ni menos lo mina como un autor interesante del nuevo escenario de la narrativa latinoamericana. Seguramente Chávez está más a la vanguardia de lo que podamos pensar.
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