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Francisco Arias Solís

El flamenquismo

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“Señor que vas a caballo
y no das los buenos días,
si el caballo cojeara
otro gallo cantaría.”


Cante popular

El periodismo español conoció en las primeras décadas del pasado siglo, hacia el año 1912 y años siguientes pasados el veintitantos, a un escritor de indudable talento y nobles propósitos, hombre de origen humilde, del que se enorgullecía justamente, pues alcanzó notoriedad merecida por su estudio y esfuerzo, haciendo popular su nombre o seudónimo literario de Eugenio Noel. Lo que le dio desde sus principios en la prensa esa popularidad, o más bien impopularidad que digo, fue su entonces famosa campaña, en el periódico y el folleto como en conferencias, actuaciones públicas contra las corridas de toros y el flamenquismo, que consideraba expresión y síntoma de la decadencia española, a la par que causa de esta decadencia y envilecimiento de lo español. En realidad la denominación de esta plaga o enfermedad que padecemos los españoles, según él, es la del flamenquismo, nombre que alcanza a definir los mayores males sociales, entre ellos el tremendo espectáculo de las corridas de toros.

Mucho de ingenuo, no enteramente exento de picardía, tuvo aquel ingenioso escritor en sus campañas antitaurinas y antiflamenquistas. Pero también tuvo mucho de acierto en ellas por el valor con que señalaba evidentes vicios y lacras de la sociedad española, entre ellos el conocido como “señoritismo” -andaluz y madrileño especialmente- al que vinculaba en gran parte el mal y los males de lo que llamaba “flamenquismo”, arte de lupanar en el baile, el cante y la torería. Pero al analizar y anatemizar aquellas realidades espectaculares, las apariencias de ese mundo turbio y picaresco de los “flamencos”, simplificaba, reducía demasiado abstractamente tal vez su ámbito, confundiendo virtudes y vicios y “cortando por lo sano” como suele decirse para extirpar estos últimos. No todo era, es o sigue siendo tan malo en ese mundo, en ese ambiente popular. Muchos toreros, cantaores y bailaores, han sabido darle a su profesión señorío.

Pero si todo el mundo sabe o cree saber lo que es una corrida de toros, no ignorando la turbia picaresca de sus entrebastidores comerciales, sus trucos y sus trampas, no creo que muchos sepan exactamente lo que sea eso del “flamenquismo”, que hasta por su mismo nombre no tiene sentido preciso y claro. Consultemos el folklore. Y en este caso que al toreo, cante y baile se refiere, naturalmente al andaluz. Su primer maestro, primero y principal, diríamos Don Antonio Machado y Alvarez, padre de los poetas Antonio y Manuel, tituló su preciosa colección o antología de coplas y cantares andaluces -preciosíma selección- Colección de cantes flamencos. “Los cantes flamencos -escribía Machado, que firmaba su libro con el seudónimo de Demófilo- constituyen un género poético, predominantemente lírico, que es a nuestro juicio, el menos popular de todos los llamados populares; es un género propio de cantaores...”. En esta cita de Demófilo, expresamente repetida por la máxima autoridad de Don Francisco Rodríguez Marín, se afirma nada menos que eso: que el flamenco, el cante y la copla, no son populares o son lo menos popular de lo popular, que el pueblo lo desconoce como cante, que ni sabe cantarlas y a veces ni siquiera las ha escuchado. Luego lo popular no es lo flamenco, aunque a veces esto pase de contrabando sus fronteras. Lo flamenco, según eso, es una cosa aparte, cosa de “profesionales”, de especialistas, que ni viene del pueblo ni va a él. El flamenco, en suma, aparece en el cante, en el baile -yo diría que también en el toreo-, como una mixtificación o adulteración de lo andaluz; en parte como un contrabando y en parte como una falsificación que traicionan la espontaneidad de lo popular con su artificio. Y el artificio nace con un gran cantaor -padre y maestro mágico o abuelo magistral de todos ellos- que no solamente por el nombre sino por su arte -que debió ser mágico- de cantar era un italiano: el gran Silverio (Silverio Franconetti, que tenía una escuela o academia de cante, llamada Salón de Silverio, en Sevilla, en la calle del Rosario, donde fueron a oírle y aprender “de eso” nada menos que Machado Alvarez y Rodríguez Marín allá por los años finales del 1880 y 1882). Las ínfulas que el flamenco fue tomando de entonces acá, ya lo estamos viendo y oyendo... y padeciendo. Y es tan enorme su inflacción que, por serlo, aumenta su hueco, su vacío, su oquedad de tumba diríamos, y con ella y por ella sus ecos internacionales desmesurando más y más su propio, angustioso, vacío. Federico García Lorca nos pintó este maravilloso retrato de Silverio Franconetti: “Entre italiano / y flamenco, / ¿cómo cantaría / aquel Silverio? / La densa miel de Italia / con el limón nuestro, / iba en el hondo llanto / del siguiriyero. / Su grito fue terrible. / Los viejos / dicen que se erizaban / los cabellos... / Ahora su melodía / duerme con los ecos. / Definitiva y pura / ¡Con los últimos ecos!”

El flamenquismo

Francisco Arias Solís
Redacción
viernes, 28 de septiembre de 2007, 13:28 h (CET)
“Señor que vas a caballo
y no das los buenos días,
si el caballo cojeara
otro gallo cantaría.”


Cante popular

El periodismo español conoció en las primeras décadas del pasado siglo, hacia el año 1912 y años siguientes pasados el veintitantos, a un escritor de indudable talento y nobles propósitos, hombre de origen humilde, del que se enorgullecía justamente, pues alcanzó notoriedad merecida por su estudio y esfuerzo, haciendo popular su nombre o seudónimo literario de Eugenio Noel. Lo que le dio desde sus principios en la prensa esa popularidad, o más bien impopularidad que digo, fue su entonces famosa campaña, en el periódico y el folleto como en conferencias, actuaciones públicas contra las corridas de toros y el flamenquismo, que consideraba expresión y síntoma de la decadencia española, a la par que causa de esta decadencia y envilecimiento de lo español. En realidad la denominación de esta plaga o enfermedad que padecemos los españoles, según él, es la del flamenquismo, nombre que alcanza a definir los mayores males sociales, entre ellos el tremendo espectáculo de las corridas de toros.

Mucho de ingenuo, no enteramente exento de picardía, tuvo aquel ingenioso escritor en sus campañas antitaurinas y antiflamenquistas. Pero también tuvo mucho de acierto en ellas por el valor con que señalaba evidentes vicios y lacras de la sociedad española, entre ellos el conocido como “señoritismo” -andaluz y madrileño especialmente- al que vinculaba en gran parte el mal y los males de lo que llamaba “flamenquismo”, arte de lupanar en el baile, el cante y la torería. Pero al analizar y anatemizar aquellas realidades espectaculares, las apariencias de ese mundo turbio y picaresco de los “flamencos”, simplificaba, reducía demasiado abstractamente tal vez su ámbito, confundiendo virtudes y vicios y “cortando por lo sano” como suele decirse para extirpar estos últimos. No todo era, es o sigue siendo tan malo en ese mundo, en ese ambiente popular. Muchos toreros, cantaores y bailaores, han sabido darle a su profesión señorío.

Pero si todo el mundo sabe o cree saber lo que es una corrida de toros, no ignorando la turbia picaresca de sus entrebastidores comerciales, sus trucos y sus trampas, no creo que muchos sepan exactamente lo que sea eso del “flamenquismo”, que hasta por su mismo nombre no tiene sentido preciso y claro. Consultemos el folklore. Y en este caso que al toreo, cante y baile se refiere, naturalmente al andaluz. Su primer maestro, primero y principal, diríamos Don Antonio Machado y Alvarez, padre de los poetas Antonio y Manuel, tituló su preciosa colección o antología de coplas y cantares andaluces -preciosíma selección- Colección de cantes flamencos. “Los cantes flamencos -escribía Machado, que firmaba su libro con el seudónimo de Demófilo- constituyen un género poético, predominantemente lírico, que es a nuestro juicio, el menos popular de todos los llamados populares; es un género propio de cantaores...”. En esta cita de Demófilo, expresamente repetida por la máxima autoridad de Don Francisco Rodríguez Marín, se afirma nada menos que eso: que el flamenco, el cante y la copla, no son populares o son lo menos popular de lo popular, que el pueblo lo desconoce como cante, que ni sabe cantarlas y a veces ni siquiera las ha escuchado. Luego lo popular no es lo flamenco, aunque a veces esto pase de contrabando sus fronteras. Lo flamenco, según eso, es una cosa aparte, cosa de “profesionales”, de especialistas, que ni viene del pueblo ni va a él. El flamenco, en suma, aparece en el cante, en el baile -yo diría que también en el toreo-, como una mixtificación o adulteración de lo andaluz; en parte como un contrabando y en parte como una falsificación que traicionan la espontaneidad de lo popular con su artificio. Y el artificio nace con un gran cantaor -padre y maestro mágico o abuelo magistral de todos ellos- que no solamente por el nombre sino por su arte -que debió ser mágico- de cantar era un italiano: el gran Silverio (Silverio Franconetti, que tenía una escuela o academia de cante, llamada Salón de Silverio, en Sevilla, en la calle del Rosario, donde fueron a oírle y aprender “de eso” nada menos que Machado Alvarez y Rodríguez Marín allá por los años finales del 1880 y 1882). Las ínfulas que el flamenco fue tomando de entonces acá, ya lo estamos viendo y oyendo... y padeciendo. Y es tan enorme su inflacción que, por serlo, aumenta su hueco, su vacío, su oquedad de tumba diríamos, y con ella y por ella sus ecos internacionales desmesurando más y más su propio, angustioso, vacío. Federico García Lorca nos pintó este maravilloso retrato de Silverio Franconetti: “Entre italiano / y flamenco, / ¿cómo cantaría / aquel Silverio? / La densa miel de Italia / con el limón nuestro, / iba en el hondo llanto / del siguiriyero. / Su grito fue terrible. / Los viejos / dicen que se erizaban / los cabellos... / Ahora su melodía / duerme con los ecos. / Definitiva y pura / ¡Con los últimos ecos!”

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