Fernando Trías de Bes (Barcelona, 1967), articulista, ensayista y escritor de ficción, llegó apresurado a la cita. Venía de participar en un programa de TV3, que se había prolongado más de la cuenta a causa de una avería técnica. En el rostro, en el traje, en la valija, traía un punto de agobio. Incluso llegué a pensar si Trías de Bes, suceso imposible, no se habría escapado, con la ayuda del capitán Senzanome, de Santa Catalina del Océano, esa isla, imaginaria y concreta, donde transcurre una buena parte de ‘La historia que me escribe’, la novela que venía a presentar. Pero el escritor barcelonés apenas si precisó un tregua de diez minutos para recuperar el resuello y responder a mis preguntas con calma, sin prisas, como si lo acontecido unas horas antes, en TV3 (o en Santa Catalina), fuera ya pasado remoto y no reciente. Afortunadamente, ni Mr. Wilfort, ni Walter Néspolo, protagonistas de su obra, aparecieron por allí para aportar un punto de irrealidad real, y la entrevista pudo desarrollarse con absoluta normalidad.
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Fernando Trías de Bes.
| Herme Cerezo / SIGLO XXI
¿Por qué escribes, Fernando?
Tengo una respuesta para eso - risas antes de proseguir -. Escribo porque es un tipo de actividad en la cual, por motivos que desconozco, se plasma bien mi poder imaginativo. Soy persona con un caudal creativo enorme que necesito expresar. Y he encontrado en la escritura un medio donde fructifica bien o, al menos, en el que me siento cómodo. De pequeño yo no quería ser escritor, por lo tanto no llego a la escritura como fin sino como medio. Y lo cierto es que disfruto como un enano haciéndolo.
¿Te sientes igual de cómodo escribiendo ensayo o artículos que ficción?
Tengo mis preferencias: disfruto más con el relato y la ficción, que con el ensayo, donde existen una serie de restricciones y condicionamientos que en la ficción también se dan en forma de reglas, que conviene respetar, pero de un modo mucho más abierto. Además, la complejidad de construir el entramado de una novela es un reto muy bonito. El ensayo es más lineal, prefiero la ficción sin duda.
¿Qué es la realidad?
No lo sé exactamente. De momento es presente de indicativo, eso seguro. Lo pasado ha pasado, no lo puedes cambiar y el futuro es una abstracción
Tú que te manejas, y muy bien, en ese mundo ¿el marketing puede hacer triunfar un libro mediocre?
Afortunadamente, no. El marketing puede proporcionar un buen pistoletazo de salida a un libro. Pero lo que me gusta, y ojalá continúe siendo así, es que el poder del lector sigue vivo. Cada año se demuestra con el éxito de novelas que se recomiendan de boca a oreja. De repente, ves que un libro está el primero de la lista de ventas, ajeno a las campañas de prensa, porque ha conectado con el sentimiento del lector o por la causa que sea. Y al revés, un libro bien aupado por una campaña publicitaria de salida, si no cuaja en el público observas como decae.
Walter Néspolo, protagonista de ‘La historia que me escribe’, es un escritor al que encargan un libro imposible. Eso es algo que, últimamente, parece estar de moda. ¿Se secó el magín para imaginar protagonistas no escritores?
No lo sé – sonríe -. Se me ocurren dos cosas: una, que hay una corriente, que es la metaliteratura, que te permite ver cómo se va construyendo el libro que lees y eso obliga a que intervenga un escritor; dos, en mi caso concreto, el hecho de que haya un novelista dentro de ‘La historia que me escribe’ responde a la pregunta de qué pasaría si alguien recibiese la noticia de que él no es real y que forma parte del libro que está escribiendo. Si ese planteamiento se lo da la propia narrativa, no se aguanta. Y esto no es algo nuevo. En la segunda parte del Quijote, el protagonista tropieza con su propio libro. En mi novela asistimos al proceso de construcción del texto y llega un punto en el que los personajes se rebelan contra su autor y cobran autonomía. Y el escritor, una persona cabal, sigue escribiendo y se plantea por qué ocurre y dialoga con sus personajes. Y uno de ellos, Mr. Wilfort, le dice que es él quien está escribiendo realmente la historia. Un puro delirio. Yo quería que ficción y realidad se confundiesen y que el lector no supiera realmente donde se encontraba.
En tu novela lo que has hecho es democratizar la escritura. Te has cargado el mito del creador-dios.
Sí, completamente. Sin desvelar el final, te diré que el libro acaba con una gran paradoja sobre lo que significa crear un personaje. Y eso tiene también consecuencias para nosotros como seres vivos: el protagonista, al final de la novela, tiene la opción de saber la verdad: si está dentro del libro o es un ser real. Y él prefiere no comprobarlo porque está ya casi tan seguro de ser un personaje que decide guardarse un punto de libertad. Creo que eso tiene una lectura para nosotros, porque a veces creemos que nuestra propia vida está siendo escrita.
¿Cómo llegaste a ese planteamiento?
No lo sé. Me vino la idea, la fui desarrollando y me fueron surgiendo alternativas. No fue algo directo. Avancé poco a poco. El engranaje aquí es muy complejo y lo fui orquestando lentamente hasta tal punto que, cuando llevaba escrito, el setenta por ciento del libro lo tiré todo y volví a empezar porque vi que el engranaje no se sostenía todavía. Ahora estoy contento con el resultado final.
Tu prosa es extraordinariamente fluida, cuidada, ¿la trabajas mucho?
Reescribo hasta la saciedad, pulo muchísimo, repaso más de veinte veces cada página. Lo hago por respeto al lector, al que trato de suministrar únicamente la información imprescindible. No le proporciono datos superfluos.
¿Hay muchos Mr. Wilfort a tu alrededor?
Nunca me habían hecho esta pregunta así - risas –, me has hecho dudar porque es verdad que por tu vida pasan personas que pueden variar tu devenir personal. No se me aparecen personajes, me iría al psicólogo directamente, pero sí que es verdad que llega gente que forma parte de la película de tu vida. Y son momentos que te hacen dudar de si eres protagonista o espectador.
Precisamente yo me refería a personajes de ficción.
Ah, no, no. Además, en este libro, paradójicamente, como al protagonista los personajes se le van de las manos, tenía que tenerlo muy atado a él. Seguramente en otro tipo de novela, puede ocurrir que el personaje viva situaciones no previstas inicialmente, pero en ésta no.
La situación que le planteas a Walter Néspolo en ‘La historia que me escribe’ resulta tremendamente claustrofóbica.
Sí, claro, es kafkiana, la novela es una ratonera para él.
Tu novela no se desarrolla en lugares concretos.
Está inspirada en Cadaqués, en Port Lligat. Pero está muy claro por qué ocurre esto. Precisamente como quería que la ficción invadiese la realidad, he creado un mudo pseudofantástico con ciertas referencias a la vida real.
‘La historia que me escribe’ podría ser un primer paso para una novela virtual. Igual que aquí los personajes se rebelan a su autor, también los lectores, de algún modo, podrían participar en la novela escrita por otra persona.
En el proyecto inicial del libro, que luego desestimé, pensé que los personajes pidiesen ayuda a los lectores para rebelarse contra el escritor. Pero luego el proyecto fue por otro lado. Pero la idea no la he desechado del todo. Este libro es un poco al revés. El lector cuando lee confía en el autor y le dice: "ya sé que esto es ficción, pero tú engáñame bien". Y si el escritor no consigue hacer verosímil el engaño, se cisca en él y quema el libro. Aquí el juego es al revés: yo no puedo meter más imposibles en el texto y trato de implicar al lector, invitándole a justificar lo injustificable.
De la lectura del libro, de tus palabras, creo que te has divertido mucho escribiéndolo.
Sí, me he divertido mucho. Ha sido como un juego. Y la reacción del lector será dicotómica: o accede a jugar y le gusta o lo rechazará completamente.
Cuando nos despedimos, involuntariamente acepté la propuesta literaria de Fernando Trías de Bes y, como Walter Néspolo, tampoco quise saber si esta entrevista había tenido lugar o no; si era algo espontáneo o predeterminado; si era yo quien formulaba preguntas o quien respondía. Al revivir la conversación en la grabadora, en otro tiempo, en otro lugar, no conseguí salir de dudas: las voces se mezclaban mientras preguntas y respuestas adquirían un tono parejo. La cinta lo igualaba todo. Mis oídos sólo percibieron lo que allí escuché. Pero no era yo el que escribía. Eran mis dedos. Mr. Wilfort no andaba lejos.
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