La determinación de crear un “espacio común europeo” en el ámbito de la enseñanza universitaria para su convergencia de titulaciones, que fue lo que se plasmó en la ciudad italiana de Bolonia, como todo cambio de planteamiento y orientación genera su consecuente polémica. De forma que hay defensores y adversarios de este proceso, que va camino de su implantación en nuestro país.
Siempre se ha criticado la ineficiencia práctica de la Universidad española, y en parte no están exentos de razón los que señalan esta deficiencia, pero no es menos cierto que en los años de la graduación universitaria el alumno ha de adquirir una gran cantidad de conocimientos –especialmente teóricos, pues es el punto de partida de la práctica-, que le han de servir para toda su vida profesional, de forma que la excesiva especialización de inicio, puede resultar un grave error de formación, e incluso de orientación profesional, por cuanto puede reducir sus posibilidades de empleo futuro en el mercado de trabajo.
Además que un excesivo pragmatismo en el planteamiento curricular cercena las posibilidades de formación del alumnado. Cuestión que tenemos patente si observamos la actual formación de los bachilleres que acceden a la Universidad, pues denostada y postergada la formación enciclopedista de los planes de estudios del bachillerato antiguo –que incluía hasta dos reválidas-, se ha devaluado el nivel docente de dichos estudios, que pasa su factura en el ámbito universitario, lo que lleva a su vez, a bajar el nivel universitario para eludir el potencial fracaso del alumnado en esos ciclos de estudios. Pero con esto no se engaña más que a la sociedad, por la deficiente preparación de muchos titulados, y la consiguiente inflación de títulos en el mercado laboral, que no siempre asegura la mejor selección.
Retrospectivamente, las reformas que se han hecho en nuestros planes de enseñanza, desde la Ley de Reforma Universitaria de 1983, a la Ley de Autonomía Universitaria del 2001, pasando por las diversas reformas del bachillerato, han conllevado una progresiva devaluación en el contenido de los estudios, y en las estructuras docentes, dando lugar a la creación de grandes centros universitarios públicos, y proliferación de privados, los primeros embarcados en luchas intestinas de protagonismo y poder, y los segundos inmersos en un pragmatismo mercantilista que difumina la misma esencia universitaria.
Y en este panorama llega la reforma de Bolonia a plantear mayores dosis de pragmatismo para encaminar la integración, de manera que las licenciaturas reducen un año su duración, al tiempo que las diplomaturas desaparecen – o mejor dicho, se prolongan un año- para hablar de graduación de cuatro años, a la que hay que añadir la realización de un master de uno o dos años de duración. Siendo así que los “panes” se hacen grandes o pequeños a demanda, más que por su propia entidad. Dando como consecuencia la existencia de “diplomaturas infladas” y “licenciaturas recortadas”, en flagrante contradicción, académica y profesional. Pero además, el último año de las antiguas licenciaturas habrá de tornarse en un master de uno o dos años –algo que también se antoja discrecional, y en lo discrecional aparecen los audaces ávidos de negocio, incluso en las Universidades Públicas-, pues habrá que pagar unas tasas académicas mucho más elevadas que las que se corresponden con un curso de grado, lo cual no deja de ser un gravamen familiar para el estudiante aún dependiente del trabajo paterno, y una posibilidad de paralelo incremento retributivo del profesorado que participe en dichos cursos.
Claro que aquí se atisba una transferencia del problema financiero de la Universidad española a sus usuarios, pues no es desconocido el problema económico que representa mantener las gigantescas estructuras universitarias públicas, muchas de las cuales no se sujetan a directrices de gestión eficiente, y arrastran grandes lastres.
Sin embargo los partidarios del proyecto boloñés aducen además de la utilidad de la convergencia de títulos, la posibilidad de implicar de forma más decidida a la empresa privada en la actividad universitaria. De lo primero no cabe duda, pero de lo segundo suscita grandes dudas por la clara finalidad de lucro de la empresa privada, y la escasa cultura de eficacia del mundo universitario; y que al final derivará en una mano de obra gratuita o semigratuita del alumnado en prácticas en dichas empresas, como está sucediendo en muchos casos de realización de los practicum actuales, lo que tampoco resulta de recibo.
Por todo ello, habrá que estar alertas para que no nos “vendan más burras” en pro de una aparente mejora. Puesto que la cuestión no parece que esté del todo clara, en el sentido de un neto beneficio para los estudiantes y para la misma Universidad española. Sino que más bien, se antoja que va envuelta en un cúmulo de intereses diversos, que si no se depuran en beneficio de un claro interés público pasará su factura.
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