Para un lector latinoamericano puede resultar extraño que en Estados Unidos, para buscar un referente de populismo, los analistas políticos deban remontarse a la década de 1930. Sobre todo si se considera que hasta hace pocos meses, los gobiernos populistas ejercían su predominio sobre la región.
Más raro todavía puede resultar que el referente de populismo, al que retroceden en el tiempo para buscar similitudes con el fenómeno republicano de Donald Trump, es un socialista que enfrentó al mismo Rockefeller, llegando a defender la causa del Paraguay en la guerra del Chaco.
El entonces senador Huey Long, ciertamente, había ideado un plan de seguridad social que debía proteger a todo el mundo, hablaba de repartir la riqueza y tenía el balance de poder de cara a las elecciones de 1936. Se hablaba incluso de un tercer partido que podía dividir el voto demócrata y dar la presidencia a los republicanos.
El miedo en el Partido Demócrata fue real, dado que si Long y otros populistas como el padre Goughlin y Francis Townsend se unían como tercera opción, garantizaban el triunfo republicano.
Eso no sucedió, en parte porque Roosevelt fue capaz de cooptarlos, y giró hacia la izquierda en respuesta a ese movimiento. Un factor más decisivo aún fue que el principal líder del grupo populista, Huey Long, acabó asesinado en septiembre de 1935, en un episodio que ha hecho correr en tinta un volumen aproximado al del agua que ha corrido por el rio Mississippi.
Según analistas de la TV norteamericana, se decía que Huey Long era capaz de hablar directamente a la gente, y eso es en gran medida lo que Donald Trump hace.
Él es capaz de acercarse, como lo hacía Long, y construir una relación personal con sus seguidores, tanto es así que realmente éstos se olvidan de las convicciones y las políticas del pasado en las que alguna vez creyeron. Independientemente de lo que diga, les gusta.
Con mayor sobriedad, otro analista opinó que aunque la energía detrás de ambos hombres es similar, el paralelismo es inexacto.
Huey Long en realidad provenía de las filas de los pobres y desposeídos, y fue implacablemente vilipendiado por la élite económica y social, primero en su estado, Louisiana, y luego en todo el país.
Trump, por el contrario, fue un niño de la élite, de la que nunca se alejó hasta que decidió construir una imagen pública engañosa. Su vulgaridad, condimento populista, es histriónica y no natural como lo fue en Huey Long. Un observador estadounidense lo graficó diciendo con fastidio “América no necesita que un niño rico nacido en cuna de oro pretenda imitar a Huey Long”.
Como en 1935, el populismo también ha inficionado al partido demócrata, donde la alternativa a Hillary Clinton es el senador Bernie Sanders, autoproclamado «socialista democrático» con intenciones tan sacrílegas como las de Huey Long. Ha dicho que se propone nada más y nada menos que imponer aranceles a las transacciones financieras para obtener fondos y usarlos en la salud pública.
Los latinoamericanos, que no necesitamos retroceder ocho décadas para encontrar en nuestra propia historia paradigmas de populismo, solo podemos sorprendernos al ver a los estadounidenses incurrir con tanta ligereza en un discurso que siempre señalaron desde el norte, a través de sus poderosas embajadas, como un terrible vicio.
También cabe preguntarse qué sucederá por estas latitudes con aquellos que hablan de erradicar el populismo, ahora que éste ha contaminado la Meca.
Un celebrado escritor norteamericano del siglo XIX hizo notar que una inteligencia superior se reconoce por la capacidad de sostener al mismo tiempo dos ideas contrarias en la mente. El candidato a Huey Long del siglo XXI parece confirmarlo una vez más.
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