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Si lo que no se quiere es la democracia, se está haciendo magistralmente bien

​Vuelva usted hoy, señor Larra

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Deberíamos releer a los clásicos. A Larra, por ejemplo, considerado por muchos lingüistas como el mejor prosista español del siglo XIX. Partes de sus artículos parecen reprimendas desde ultratumba. Son esclarecedores por el contraste que ofrecen entre el pasado y el presente, o mejor dicho, por el poco contraste (es decir, que relativamente no son tan largos los pasos del progreso: a veces dos pasos adelante, uno atrás; otras, dos atrás, uno adelante). Por ejemplo, lo digital se está convirtiendo para determinados sectores no en un “vuelva usted mañana”, sino en algo peor: “no vuelva usted más”.

 

Larra, entre otros muchos géneros, fue un destacado crítico teatral. Hoy la pantalla es nuestro antiguo teatro. No estaría mal que al igual que había críticos de teatro (el antiguo cine y televisión) los hubiera de pantalla al estilo de nuestro autor. Cuando reivindicamos su estilo nos referimos a su capacidad para huir del adocenamiento y de la claudicación.

 

Hoy, más que críticos, hay apologistas de todo. Todo está bien porque se parte de la base de que no hay reglas, de que las reglas están en los ojos de cada uno (mi verdad, aislada, individualizada, en suma, esterilizada). Una vuelta al solipsismo y a una tolerancia que en el fondo no es tal: sólo sale lo que puede salir, por lo cual, previamente higienizado, no es criticable. Si alguien dijera que tal programa famoso es pésimo se le presentaría como inepto, como soberbio. Si apuntara que tal presentador hace de la vulgaridad e incultura virtud poco faltaría para que se asegurara que tal crítica raya en lo totalitario, en lo antidemocrático; la verdad de uno ya no serviría por insuficiente asertividad (vitamina milagrosa). Estos ya no son los tiempos en los que un Sartre podía afirmar que el infierno son los demás, sin peligro de ser arrojado a las llamas canceladoras. Como decía Larra: “Pero si nosotros caemos… moriremos cantando como “canarios”, es decir, enjaulados, ya que la suerte no quiere que haya jaulas en España, sino para los vivientes de la pluma, que no son otra cosa los escritores”.

 

En esta búsqueda de la corrección no se concibe la crítica, menos la crítica negativa. ¿Cómo, si previamente se ha cribado todo lo nocivo? Incluso estamos cayendo paradójicamente en el puritanismo por la vía de la libertad sexual. La gente no cree estas cosas, pero por la fuerza de la rutina termina ejercitándolas. En estas últimas semanas ha habido tres noticias tan machaconas que llevan a dudar si la estima no es cálculo. La pantalla ha creado un club privado y endogámico de halagos y autohalagos donde nada se puede objetar. Todo lo que está es bueno porque está. Si no está, no es bueno. ¿Funcionalismo?

 

Los que levitan sobre las academias dirán que son cosas menores. ¿Reacción comprensiva? Puede, o elitista: es un submundo al cual no se dignan descender. Sin embargo, ese submundo alimenta nuestra cultura. El adolescente ni-ni que se ríe de todo, se ríe sin saberlo de su propio futuro. Y ya hay estudios mundiales dispuestos a aprovechar la ocasión y a culpar a las democracias, a los estados, al entramado social, porque han decepcionado sobre todo a los jóvenes. Por lo tanto, estos adalides (entre otras cosas del transhumanismo) establecen la necesidad de un cambio total, aunque sin preguntar previamente a nadie. Bastan sus encuestas inspectoras. Pero ¿qué hay que cambiar? ¿quién lo cambiara? ¿cómo lo cambiará? ¿a qué lo cambiará? Y no faltan propuestas manu militari (así impresiona menos).

 

Frente a todo esto, un ciudadano indiferente, que solo responde ante hechos consumados, cuando ya es demasiado tarde y quejarse no es más que una demostración de inconsecuencia. Pero no hay problema: mostrarse débil y sensible, llorar. es bello.

 

Esa indiferencia hacia la realidad (no a la de la pantalla) es peligrosa. Los pequeños sucesos que se suceden unos tras otros carecen de transcendencia, en efecto; pero en su conjunto son el síntoma de males más graves. Este teatro modernizado seguramente habría molestado singularmente a Larra, Imaginémosle viendo alguno de estos programas multimillonarios en audiencia.

 

Adocenamiento contradictorio: todos queremos ser distinguidamente iguales. Endiosamiento en los famosos (bajo una inocentona apariencia de modestia), culto desproporcionado a sus supuestos méritos, heroicidades que jamás se dieron (quizás pequeñas escaramuzas en una Transición ya consolidada), reacciones excesivas en el dolor o en la alegría ante asuntos irrelevantes, cuando luego sólo hay inexpresividad frente a verdaderos dramas o noticias que deberían indignar u ofender. Lloros o carcajadas desproporcionados y persistentes que desgastan el valor de los verdaderos. No olvidemos a las audiencias presentes en los platós y sus gritos entusiastas antes de que nada se haya dicho o hecho. ¿Sucedáneos de ídolos? En definitiva, la banalidad no como guarnición sino como plato principal.

 

Larra era un periodista polifacético, no encuadrable, con una capacidad de observación que le permitía captar qué había bajo la apariencia. Su ironía –más bien sarcasmo-- era la expresión de su malestar frente a los que se amoldaban a cualquier cosa. Seguramente percibía los ecos de aquel vergonzoso “vivan las caneas”.

 

En Larra hay de todo, entremezclado, tal como ocurre en la realidad. ¿Costumbrista? Sus descripciones no son coloristas, pintorescas, mucho menos laudatorias, sino que buscan la realidad que hay debajo. Su método es la calle y una observación poco benevolente que a veces raya en lo indiscreto. En “El café” describe una tertulia donde estrategas doctorados a última hora comentan la derrota de la flota turco-egipcia: Después de escucharles medio embozado, escribe “Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía espías pagados en los Gabinetes de la Santa Alianza”. Lo que no podía imaginar es que esos estrategas son inmortales y ubicuos.

 

Los tiempos en los que Larra escribe no se caracterizan precisamente por su respeto a la libertad de expresión; sin embargo, define así a los políticos del momento: “Es cangrejo porque se vuelve atrás de sus mismas opiniones francamente: abeja en el chupar: reptil en el serpentear: mimbre en lo flexible: aire en el colarse: agua en seguir la corriente: espino en agarrarse a todo: aguja imantada en girar siempre al norte: girasol en mirar al que alumbra…como aquel animal, (se refiere al camello) sin perjuicio de desquitarse de la larga abstinencia a la primera ocasión”.

 

¿Será nuestra historia un bucle? Sobre la operación política de Fernando VII dice: “Hecha ya la casa, abajo los andamios” (la casa es la consolidación del régimen de Fernando VII; los andamios la Constitución liberal de 1812). ¿Es acaso una plurinación el andamiaje que diseñó nuestra actual Constitución?

 

Demócrata liberal, sus enemigos (muchos de ellos taurinos: ver “Corrida de toros”) lo consideran un aristocraticista. No le perdonan sus diatribas contra lo zafio, lo grosero, lo chabacano, lo rudo, lo cruel, la pena de muerte. La eterna e intencionada confusión entre lo popular y lo populachero. Trampa muy perversa: los que no quieren que los de abajo suban, bajan ellos a halagar y fortalecer sus debilidades.

 

Pero no clama por simples cuestiones costumbristas, que también, sino por la España política, social, moral. En “De 1830 a 1836”, afirma: “El dogma de la soberanía popular no es sólo inalterable como principio abstracto, sino que es también necesario como garantía social, porque él es, y sólo él, quien fija las verdaderas relaciones posibles entre el pueblo y el magistrado supremo”. En la actualidad Larra seguramente se preguntaría cómo se materializa nuestra soberanía y de dónde fluye.

 

Que hoy preocupe más hablar correctamente inglés (como si de un doctorado se tratara) que español seguramente habría tenido cabida en sus artículos. Lamentaba en los actores de teatro (hoy la pantalla) la mala dicción y la peor gramática en los morcilleros (expresión robada al propio Larra: actores que añaden texto al original). Valoraba como hoy no se hace el idioma español, instrumento del que deberíamos sentirnos muy orgullosos, y que sin embargo muchos se han empecinado en empequeñecer, cuando es una de las pocas bazas importantes que tienen España e Hispanomérica. Esta segunda no es, afortunadamente, tan miope en este asunto: cultiva el español.

 

¿Y por qué Larra, escritor en cierto sentido agrio? Quizás porque esa acritud era la medida de su credulidad --en un mundo incrédulo-- y de su desesperanza en medio de una inconsciente fiesta nacional. Larra no era un ser tóxico, en expresión moderna, que lo veía todo mal porque estba de mal humor; al contrario, su mal humor estaba provocado por lo que veía. Era sarcástico porque creía; porque las cosas que pasaban le hacían más daños que, por lo visto, al resto. El creía en algo que hoy día a muy pocos importa; es decir, no es un descreído, un diletante aburrido, un pesimista sin remedio --en numerosas ocasiones escribe sobre su aprecio por la vida-- sino un ser al que la realidad, al final le vence. La mediocridad es más poderosa de lo que se cree. Ante su suicidio dice De Mazade, contemporáneo suyo y miembro de la Academia francesa: “La sátira había sido para el escritor español un arma de dos filos que lo hirió mortalmente”. Pero la sátira es el efecto, no la causa. La causa fue una España que no le gustaba y le llevo, a fin de cuentas, a una decepción suprema. “Mi vida está condenada a querer decir lo que otros no quieren oír”. Decepción que aumentó con la censura de algunos de sus artículos.

 

No recordamos para contribuir a la dinamitación de la democracia, del estado como soporte de unión y de derechos sociales; mucho menos para contribuir a una sociedad mundial abierta, compuesta por miniestados, que a veces parece es lo que se persigue, sino para decir que la democracia es necesaria, pero que esta, aquí y allí, se aleja progresivamente del ideal.

 

Si lo que no se quiere es la democracia, se está haciendo magistralmente bien. Pero la democracia no es sólo que nos aseguren un rancho diario; ni unas películas en la pantalla; ni unos tatuajes como estética; ni tener montones de libros de autoayuda; ni una satisfacción y conformismo de plástico autoimpuestos. La democracia es, como mínimo, saber qué pasa verdaderamente. Sin saberlo ¿cómo se va a conformar la voluntad popular que menciona la Constitución? Y eso cada día está menos claro. Frente a felices propuestas conformistas que en nada ayudan, se necesitan Larras, aunque sean ácidos y creen preocupación. Dándole la vuelta al dicho, el camino para ocuparse es preocuparse previamente. No estaría mal un club Larra que diseñara el proyecto de una España no empecinada en sus defectos sino rescatadora de esos miles de españoles anonimizados, con capacidades excepcionales, para actualizarnos y materializar lo mejor del país.

​Vuelva usted hoy, señor Larra

Si lo que no se quiere es la democracia, se está haciendo magistralmente bien
Luis Méndez Viñolas
jueves, 21 de septiembre de 2023, 10:03 h (CET)

Deberíamos releer a los clásicos. A Larra, por ejemplo, considerado por muchos lingüistas como el mejor prosista español del siglo XIX. Partes de sus artículos parecen reprimendas desde ultratumba. Son esclarecedores por el contraste que ofrecen entre el pasado y el presente, o mejor dicho, por el poco contraste (es decir, que relativamente no son tan largos los pasos del progreso: a veces dos pasos adelante, uno atrás; otras, dos atrás, uno adelante). Por ejemplo, lo digital se está convirtiendo para determinados sectores no en un “vuelva usted mañana”, sino en algo peor: “no vuelva usted más”.

 

Larra, entre otros muchos géneros, fue un destacado crítico teatral. Hoy la pantalla es nuestro antiguo teatro. No estaría mal que al igual que había críticos de teatro (el antiguo cine y televisión) los hubiera de pantalla al estilo de nuestro autor. Cuando reivindicamos su estilo nos referimos a su capacidad para huir del adocenamiento y de la claudicación.

 

Hoy, más que críticos, hay apologistas de todo. Todo está bien porque se parte de la base de que no hay reglas, de que las reglas están en los ojos de cada uno (mi verdad, aislada, individualizada, en suma, esterilizada). Una vuelta al solipsismo y a una tolerancia que en el fondo no es tal: sólo sale lo que puede salir, por lo cual, previamente higienizado, no es criticable. Si alguien dijera que tal programa famoso es pésimo se le presentaría como inepto, como soberbio. Si apuntara que tal presentador hace de la vulgaridad e incultura virtud poco faltaría para que se asegurara que tal crítica raya en lo totalitario, en lo antidemocrático; la verdad de uno ya no serviría por insuficiente asertividad (vitamina milagrosa). Estos ya no son los tiempos en los que un Sartre podía afirmar que el infierno son los demás, sin peligro de ser arrojado a las llamas canceladoras. Como decía Larra: “Pero si nosotros caemos… moriremos cantando como “canarios”, es decir, enjaulados, ya que la suerte no quiere que haya jaulas en España, sino para los vivientes de la pluma, que no son otra cosa los escritores”.

 

En esta búsqueda de la corrección no se concibe la crítica, menos la crítica negativa. ¿Cómo, si previamente se ha cribado todo lo nocivo? Incluso estamos cayendo paradójicamente en el puritanismo por la vía de la libertad sexual. La gente no cree estas cosas, pero por la fuerza de la rutina termina ejercitándolas. En estas últimas semanas ha habido tres noticias tan machaconas que llevan a dudar si la estima no es cálculo. La pantalla ha creado un club privado y endogámico de halagos y autohalagos donde nada se puede objetar. Todo lo que está es bueno porque está. Si no está, no es bueno. ¿Funcionalismo?

 

Los que levitan sobre las academias dirán que son cosas menores. ¿Reacción comprensiva? Puede, o elitista: es un submundo al cual no se dignan descender. Sin embargo, ese submundo alimenta nuestra cultura. El adolescente ni-ni que se ríe de todo, se ríe sin saberlo de su propio futuro. Y ya hay estudios mundiales dispuestos a aprovechar la ocasión y a culpar a las democracias, a los estados, al entramado social, porque han decepcionado sobre todo a los jóvenes. Por lo tanto, estos adalides (entre otras cosas del transhumanismo) establecen la necesidad de un cambio total, aunque sin preguntar previamente a nadie. Bastan sus encuestas inspectoras. Pero ¿qué hay que cambiar? ¿quién lo cambiara? ¿cómo lo cambiará? ¿a qué lo cambiará? Y no faltan propuestas manu militari (así impresiona menos).

 

Frente a todo esto, un ciudadano indiferente, que solo responde ante hechos consumados, cuando ya es demasiado tarde y quejarse no es más que una demostración de inconsecuencia. Pero no hay problema: mostrarse débil y sensible, llorar. es bello.

 

Esa indiferencia hacia la realidad (no a la de la pantalla) es peligrosa. Los pequeños sucesos que se suceden unos tras otros carecen de transcendencia, en efecto; pero en su conjunto son el síntoma de males más graves. Este teatro modernizado seguramente habría molestado singularmente a Larra, Imaginémosle viendo alguno de estos programas multimillonarios en audiencia.

 

Adocenamiento contradictorio: todos queremos ser distinguidamente iguales. Endiosamiento en los famosos (bajo una inocentona apariencia de modestia), culto desproporcionado a sus supuestos méritos, heroicidades que jamás se dieron (quizás pequeñas escaramuzas en una Transición ya consolidada), reacciones excesivas en el dolor o en la alegría ante asuntos irrelevantes, cuando luego sólo hay inexpresividad frente a verdaderos dramas o noticias que deberían indignar u ofender. Lloros o carcajadas desproporcionados y persistentes que desgastan el valor de los verdaderos. No olvidemos a las audiencias presentes en los platós y sus gritos entusiastas antes de que nada se haya dicho o hecho. ¿Sucedáneos de ídolos? En definitiva, la banalidad no como guarnición sino como plato principal.

 

Larra era un periodista polifacético, no encuadrable, con una capacidad de observación que le permitía captar qué había bajo la apariencia. Su ironía –más bien sarcasmo-- era la expresión de su malestar frente a los que se amoldaban a cualquier cosa. Seguramente percibía los ecos de aquel vergonzoso “vivan las caneas”.

 

En Larra hay de todo, entremezclado, tal como ocurre en la realidad. ¿Costumbrista? Sus descripciones no son coloristas, pintorescas, mucho menos laudatorias, sino que buscan la realidad que hay debajo. Su método es la calle y una observación poco benevolente que a veces raya en lo indiscreto. En “El café” describe una tertulia donde estrategas doctorados a última hora comentan la derrota de la flota turco-egipcia: Después de escucharles medio embozado, escribe “Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía espías pagados en los Gabinetes de la Santa Alianza”. Lo que no podía imaginar es que esos estrategas son inmortales y ubicuos.

 

Los tiempos en los que Larra escribe no se caracterizan precisamente por su respeto a la libertad de expresión; sin embargo, define así a los políticos del momento: “Es cangrejo porque se vuelve atrás de sus mismas opiniones francamente: abeja en el chupar: reptil en el serpentear: mimbre en lo flexible: aire en el colarse: agua en seguir la corriente: espino en agarrarse a todo: aguja imantada en girar siempre al norte: girasol en mirar al que alumbra…como aquel animal, (se refiere al camello) sin perjuicio de desquitarse de la larga abstinencia a la primera ocasión”.

 

¿Será nuestra historia un bucle? Sobre la operación política de Fernando VII dice: “Hecha ya la casa, abajo los andamios” (la casa es la consolidación del régimen de Fernando VII; los andamios la Constitución liberal de 1812). ¿Es acaso una plurinación el andamiaje que diseñó nuestra actual Constitución?

 

Demócrata liberal, sus enemigos (muchos de ellos taurinos: ver “Corrida de toros”) lo consideran un aristocraticista. No le perdonan sus diatribas contra lo zafio, lo grosero, lo chabacano, lo rudo, lo cruel, la pena de muerte. La eterna e intencionada confusión entre lo popular y lo populachero. Trampa muy perversa: los que no quieren que los de abajo suban, bajan ellos a halagar y fortalecer sus debilidades.

 

Pero no clama por simples cuestiones costumbristas, que también, sino por la España política, social, moral. En “De 1830 a 1836”, afirma: “El dogma de la soberanía popular no es sólo inalterable como principio abstracto, sino que es también necesario como garantía social, porque él es, y sólo él, quien fija las verdaderas relaciones posibles entre el pueblo y el magistrado supremo”. En la actualidad Larra seguramente se preguntaría cómo se materializa nuestra soberanía y de dónde fluye.

 

Que hoy preocupe más hablar correctamente inglés (como si de un doctorado se tratara) que español seguramente habría tenido cabida en sus artículos. Lamentaba en los actores de teatro (hoy la pantalla) la mala dicción y la peor gramática en los morcilleros (expresión robada al propio Larra: actores que añaden texto al original). Valoraba como hoy no se hace el idioma español, instrumento del que deberíamos sentirnos muy orgullosos, y que sin embargo muchos se han empecinado en empequeñecer, cuando es una de las pocas bazas importantes que tienen España e Hispanomérica. Esta segunda no es, afortunadamente, tan miope en este asunto: cultiva el español.

 

¿Y por qué Larra, escritor en cierto sentido agrio? Quizás porque esa acritud era la medida de su credulidad --en un mundo incrédulo-- y de su desesperanza en medio de una inconsciente fiesta nacional. Larra no era un ser tóxico, en expresión moderna, que lo veía todo mal porque estba de mal humor; al contrario, su mal humor estaba provocado por lo que veía. Era sarcástico porque creía; porque las cosas que pasaban le hacían más daños que, por lo visto, al resto. El creía en algo que hoy día a muy pocos importa; es decir, no es un descreído, un diletante aburrido, un pesimista sin remedio --en numerosas ocasiones escribe sobre su aprecio por la vida-- sino un ser al que la realidad, al final le vence. La mediocridad es más poderosa de lo que se cree. Ante su suicidio dice De Mazade, contemporáneo suyo y miembro de la Academia francesa: “La sátira había sido para el escritor español un arma de dos filos que lo hirió mortalmente”. Pero la sátira es el efecto, no la causa. La causa fue una España que no le gustaba y le llevo, a fin de cuentas, a una decepción suprema. “Mi vida está condenada a querer decir lo que otros no quieren oír”. Decepción que aumentó con la censura de algunos de sus artículos.

 

No recordamos para contribuir a la dinamitación de la democracia, del estado como soporte de unión y de derechos sociales; mucho menos para contribuir a una sociedad mundial abierta, compuesta por miniestados, que a veces parece es lo que se persigue, sino para decir que la democracia es necesaria, pero que esta, aquí y allí, se aleja progresivamente del ideal.

 

Si lo que no se quiere es la democracia, se está haciendo magistralmente bien. Pero la democracia no es sólo que nos aseguren un rancho diario; ni unas películas en la pantalla; ni unos tatuajes como estética; ni tener montones de libros de autoayuda; ni una satisfacción y conformismo de plástico autoimpuestos. La democracia es, como mínimo, saber qué pasa verdaderamente. Sin saberlo ¿cómo se va a conformar la voluntad popular que menciona la Constitución? Y eso cada día está menos claro. Frente a felices propuestas conformistas que en nada ayudan, se necesitan Larras, aunque sean ácidos y creen preocupación. Dándole la vuelta al dicho, el camino para ocuparse es preocuparse previamente. No estaría mal un club Larra que diseñara el proyecto de una España no empecinada en sus defectos sino rescatadora de esos miles de españoles anonimizados, con capacidades excepcionales, para actualizarnos y materializar lo mejor del país.

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