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Mientras que otras cosas, como la injusticia y el error, pueden ser ignorados por el que las sufre, el dolor no; “sentimos” que sufrimos

Tierras de penumbra

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En la película Tierras de penumbra (1993, de Richard Attenborough) C.S. Lewis (Anthony Hopkins), escritor y profesor de literatura en Oxford, se enamora de Joy Gresham (Debra Winger), poetisa estadounidense, un amor que llega inesperadamente hace salir a Lewis de su rutina, pues vivía encerrado en la cárcel de sí mismo, se sentía solo y tenía miedo de poner el corazón en los demás. Y ella padece un cáncer grave, y muere. Por eso, al probar el amor y serle arrebatada Joy, él queda sumido en un profundo duelo. 


Había escrito años antes que Dios permite que los hombres sufran por un sentido; que mientras que otras cosas, como la injusticia y el error, pueden ser ignorados por el que las sufre, el dolor no, “sentimos” que sufrimos, y escuchamos algo que en la conciencia nos grita: “el dolor es el megáfono que Dios usa para despertar a los sordos”; que las ilusiones destrozadas producen rebelión, siendo al mismo tiempo oportunidad para quitar el velo de la apariencia de las cosas y ver la realidad de nuestra contingencia... Pero una cosa es pensar y otra sentir el duelo: ahora, Lewis no “sentía” más que el corazón en carne viva, no ve sentido al dolor ("si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo"): escapar del callejón sin salida. No sirven las palabras: “un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa”.


Las reflexiones de C. S. Lewis en los últimos días de su esposa hasta su muerte son maravillosas. Escribió ya años antes, en 1940, El problema del dolor, con el propósito de resolver el problema intelectual presentado al sufriente por el sufrimiento. Esta elucidación intelectual del problema del dolor es una necesidad urgente para quien sufre, pues el doliente no sólo se duele de padecimientos físicos sino también de la misma conciencia del dolor como aporía, como callejón sin salida. Por eso la reflexión sobre el sentido del dolor resulta inevitable. Pero una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico adecuado para embotar el sufrimiento. Tampoco la fe cristiana es para el creyente una especie de opio espiritual que le evite la experiencia lacerante del dolor. El dolor es siempre doloroso; es más, la misma conciencia de la inevitabilidad del dolor duele a su vez, aunque siempre puede inyectarse en el dolor esa esperanza que muestra “que la vieja doctrina cristiana de ser perfeccionado a través del sufrimiento no es increíble”.


Esa credibilidad del sentido de aprendizaje que tiene el dolor se capta generalmente por vía de testimonio. El hombre es capaz de reconocer algo llamativo en la existencia de otras personas que viven el dolor como algo que, sin ser bueno en sí mismo, tiene con relativa frecuencia efectos buenos: “He visto —reconoce Lewis— gran belleza de espíritu en algunos que sufrían reveses (...) y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco valiosos”.


En casos como estos cabe contemplar en el dolor una piedra de toque de la infinitud propia de la libertad humana, pues el dolor revela al hombre la hondura de su propia libertad. El ser humano es libre ante el dolor, porque es capaz de no sucumbir ante él, sino que por el contrario posee la paradójica capacidad de reconducir el dolor hacia su propia felicidad, porque puede vencer ese mal que es el dolor aun antes de que el dolor sea suprimido. ¿Cómo es posible esta victoria del hombre sobre el dolor? Tenemos experiencia del dolor y la viva comprobación de la presencia de este mal en el mundo; pero por otra parte el dolor sólo llega a ser problema cuando simultáneamente tenemos la convicción de la bondad y la sabiduría del Creador del mundo. Es decir, un materialista sólo contempla la posibilidad de que una energía desconocida e impersonal explique suficientemente el cosmos y la vida humana, y el dolor es tan sólo un dato molesto o, en todo caso, una plaga a erradicar (y sólo en este sentido es problemático), o en todo caso resolver el “problema técnico” por ejemplo encontrando “analgésicos adecuados”.


En nuestro mundo de posverdad, se ve el sufrimiento así, y si alguien no tiene bienestar se le ofrece la posibilidad de eliminar el dolor acabando con su vida. Cuando en realidad es el dolor un reclamo para el misterio del hombre, como las cebollas, para que vayamos a capas más profundas, de su eternidad. “Por el contrario, la fe cristiana en un Dios bueno y omnipotente suscita el problema del dolor en sus términos más paradójicos, cuando enseña a la vez que el Hijo de Dios beatísimo muere en la cruz padeciendo sufrimientos atroces”. Sin duda, esto ofrece algo misterioso, difícil a veces, pero que abre el sentido a la esperanza…

Tierras de penumbra

Mientras que otras cosas, como la injusticia y el error, pueden ser ignorados por el que las sufre, el dolor no; “sentimos” que sufrimos
Llucià Pou Sabaté
martes, 24 de octubre de 2023, 09:47 h (CET)

En la película Tierras de penumbra (1993, de Richard Attenborough) C.S. Lewis (Anthony Hopkins), escritor y profesor de literatura en Oxford, se enamora de Joy Gresham (Debra Winger), poetisa estadounidense, un amor que llega inesperadamente hace salir a Lewis de su rutina, pues vivía encerrado en la cárcel de sí mismo, se sentía solo y tenía miedo de poner el corazón en los demás. Y ella padece un cáncer grave, y muere. Por eso, al probar el amor y serle arrebatada Joy, él queda sumido en un profundo duelo. 


Había escrito años antes que Dios permite que los hombres sufran por un sentido; que mientras que otras cosas, como la injusticia y el error, pueden ser ignorados por el que las sufre, el dolor no, “sentimos” que sufrimos, y escuchamos algo que en la conciencia nos grita: “el dolor es el megáfono que Dios usa para despertar a los sordos”; que las ilusiones destrozadas producen rebelión, siendo al mismo tiempo oportunidad para quitar el velo de la apariencia de las cosas y ver la realidad de nuestra contingencia... Pero una cosa es pensar y otra sentir el duelo: ahora, Lewis no “sentía” más que el corazón en carne viva, no ve sentido al dolor ("si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo"): escapar del callejón sin salida. No sirven las palabras: “un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa”.


Las reflexiones de C. S. Lewis en los últimos días de su esposa hasta su muerte son maravillosas. Escribió ya años antes, en 1940, El problema del dolor, con el propósito de resolver el problema intelectual presentado al sufriente por el sufrimiento. Esta elucidación intelectual del problema del dolor es una necesidad urgente para quien sufre, pues el doliente no sólo se duele de padecimientos físicos sino también de la misma conciencia del dolor como aporía, como callejón sin salida. Por eso la reflexión sobre el sentido del dolor resulta inevitable. Pero una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico adecuado para embotar el sufrimiento. Tampoco la fe cristiana es para el creyente una especie de opio espiritual que le evite la experiencia lacerante del dolor. El dolor es siempre doloroso; es más, la misma conciencia de la inevitabilidad del dolor duele a su vez, aunque siempre puede inyectarse en el dolor esa esperanza que muestra “que la vieja doctrina cristiana de ser perfeccionado a través del sufrimiento no es increíble”.


Esa credibilidad del sentido de aprendizaje que tiene el dolor se capta generalmente por vía de testimonio. El hombre es capaz de reconocer algo llamativo en la existencia de otras personas que viven el dolor como algo que, sin ser bueno en sí mismo, tiene con relativa frecuencia efectos buenos: “He visto —reconoce Lewis— gran belleza de espíritu en algunos que sufrían reveses (...) y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco valiosos”.


En casos como estos cabe contemplar en el dolor una piedra de toque de la infinitud propia de la libertad humana, pues el dolor revela al hombre la hondura de su propia libertad. El ser humano es libre ante el dolor, porque es capaz de no sucumbir ante él, sino que por el contrario posee la paradójica capacidad de reconducir el dolor hacia su propia felicidad, porque puede vencer ese mal que es el dolor aun antes de que el dolor sea suprimido. ¿Cómo es posible esta victoria del hombre sobre el dolor? Tenemos experiencia del dolor y la viva comprobación de la presencia de este mal en el mundo; pero por otra parte el dolor sólo llega a ser problema cuando simultáneamente tenemos la convicción de la bondad y la sabiduría del Creador del mundo. Es decir, un materialista sólo contempla la posibilidad de que una energía desconocida e impersonal explique suficientemente el cosmos y la vida humana, y el dolor es tan sólo un dato molesto o, en todo caso, una plaga a erradicar (y sólo en este sentido es problemático), o en todo caso resolver el “problema técnico” por ejemplo encontrando “analgésicos adecuados”.


En nuestro mundo de posverdad, se ve el sufrimiento así, y si alguien no tiene bienestar se le ofrece la posibilidad de eliminar el dolor acabando con su vida. Cuando en realidad es el dolor un reclamo para el misterio del hombre, como las cebollas, para que vayamos a capas más profundas, de su eternidad. “Por el contrario, la fe cristiana en un Dios bueno y omnipotente suscita el problema del dolor en sus términos más paradójicos, cuando enseña a la vez que el Hijo de Dios beatísimo muere en la cruz padeciendo sufrimientos atroces”. Sin duda, esto ofrece algo misterioso, difícil a veces, pero que abre el sentido a la esperanza…

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