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Se busca en ella encontrar formas de revertir o detener la situación dolorosa

Tercera etapa del duelo: la negociación

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La teoría de las etapas del duelo fue propuesta por Elisabeth Kübler-Ross en 1969 y hemos visto las dos primeras, ahora veremos la tercera, la negociación. Estas etapas describen muy bien las diversas reacciones emocionales que las personas experimentan cuando enfrentan la pérdida de un ser querido o se enfrentan a situaciones difíciles, pero ni todas las personas pasan por todas las etapas, ni en ese orden ni pueden delimitarse en el tiempo, sino que pueden estar mezcladas también o solaparse.


La tercera etapa del duelo es la negociación. Se busca en ella encontrar formas de revertir o detener la situación dolorosa, y pueden hacerse promesas a sí mismos o a una entidad superior, buscar soluciones prácticas para cambiar la situación, o incluso tratar de hacer acuerdos para evitar o mitigar la pérdida. Puede ser una forma de intentar recuperar el control en un momento en que la persona se siente abrumada por la tristeza o la desesperación; encontrar un camino que alivie el dolor emocional y restaure una sensación de orden en la vida. Aunque el duelo no sigue un patrón rígido, estas ideas pueden servir a modo pedagógico, en este proceso.


“Dios mío, si la dejas vivir, no me enfadaré más con ella”, decía un hombre que había perdido la mujer en accidente de coche. “¿Y si me dedico el resto de mi vida a ayudar a otras personas? ¿Podría ser que me despierte un día y vea que todo ha sido una pesadilla?”


Nos metemos en un mar de posibilidades: “si no le hubiera dicho que hiciera aquel viaje, no habría pasado esa desgracia”… Nos gustaría retroceder en el tiempo, y nos entra un sentido de culpa que lleva consigo una necesidad de negociación. Ante los errores en mi comportamiento, va anidando en el alma la necesidad de reparar, de arreglar aquello, de hacer cosas. Cuenta Elisabeth K-R que un hombre llamado Howard quiso mantener bien la salud y propuso a su mujer salir a pasear bien de mañana. Un día, ella no estaba muy dispuesta, pero tanto insistió él que ella también se animó. En un cruce, un coche la atropelló dejándola muy grave. Mientras, él se culpabilizaba de haberle insistido en salir, y se proponía no obligarla más a hacer nada que ella no quisiera, jurando ser buena persona, con propósitos de hacer de voluntario en alguna obra benéfica... Ella murió, pero él insistía en sus negociaciones con Dios (que no tienen por qué ser cosas reales, pues a veces entra la fantasía y el mundo mágico en esta como en las demás etapas, distorsionando la realidad): “te pido que todo sea un sueño, que vuelva”… esa etapa la tuvo muchos meses, estuvo deprimido, hasta que fue naciendo en él una aceptación…


Muchas veces decimos “ojalá hubiera muerto yo en vez de...” y refiriéndose a ese diálogo con Dios, dice C. S. Lewis que “no se puede saber hasta qué punto va en serio esta oferta, porque en realidad no se ha apostado nada. Si de repente ‘sufrir en vez de ella’ se convirtiera en una posibilidad real, entonces por primera vez nos daríamos cuenta de la importancia de su significado. ¿Se nos ha permitido esto alguna vez? Se le permitió a una Persona, según nos han contado, y me doy cuenta de que ahora puedo volver a creer que Él hizo en nombre de otro todo lo que es posible hacer en ese sentido. Y Él contesta a nuestro balbuceo: ‘No puedes y no te atreves. Yo pude y me atreví’”. Es el sentido del martirio, y de la Cruz de Jesús, el sentido del Amor, que consuela nuestro dolor como veremos en otro lugar.


Muchas veces oigo decir a quien pasa por esos momentos: “se ha ido, pero me da la impresión de que aún está aquí”. Se trata de una etapa complicada, pues sigue habiendo con el difunto una relación afectiva intensa, y las experiencias siguen presentes en el pensamiento. A veces se deja todo igual en la habitación, todo limpio y ordenado: ropa planchada, etc., pero es mejor que otros usen las cosas que él, que ella quería. Durante este periodo pueden aparecer momentos de culpa: “¿y si hubiéramos ido a otro médico?” Es penoso ver entonces el sentido atávico de buscar un “chivo expiatorio”, un culpable, tal vez en los médicos, o en la pastilla que se le ha administrado o el tratamiento que no se le ha dado. ¿Y si le hemos matado con esto…? Acusaciones, rencillas familiares, malentendidos y enemistades por cosas dichas por amigos que no se entienden en el buen sentido… Todo esto forma parte del proceso… no nos ha de sorprender. Si hay algo de cierto en ello, afrontar esos sentimientos de culpabilidad, porque si no se manifestarían con uno mismo u otros miembros de la familia.


Y también hay un sentido de remordimiento: “¿Cómo reparar eso que podríamos haber hecho mientras estaba vivo?” En esos momentos, la clave está en transformar ese remordimiento en auténtico arrepentimiento, que lleva a la superación a través de la acción: hacer todas esas cosas, con la experiencia que tenemos ahora, en servicio de los que están vivos, así ese ser difunto que hemos eprdido, él, ella, estará contento desde el cielo, si cuidamos los que están vivos, en su memoria. Es el sentido de pensar que hicimos ayer lo mejor que pudimos, y gracias a esa experiencia con que nos hemos ido enriqueciendo, podemos hacer hoy lo mejor que podemos. Es una manera de enfocar esa negociación hacia un sentido más rico, el auténtico sentido de sacrificio, quitando todo elemento masoquista, pues el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: esos seres queridos siguen a nuestro lado, pero en otra dimensión distinta a la nuestra espacio-temporal, pues el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. Se “nota” que ellos nos animan… a que nos portemos bien, nos ayudamos mutuamente.


En esta etapa, la ira y culpabilidad se mezclan. La culpa también es una excusa, también es un mecanismo de victimismo, de inactividad. La culpa es una versión autodirigida del resentimiento, es la retroflexión de la bronca. Está configurada de la misma sustancia que la furia, como el coágulo es de la misma sustancia de la sangre. La culpa no dura porque es ficticia y cuando se queda nos estanca en la parte mentirosa omnipotente y exigente del duelo. Pero si no hacemos algo que nos detenga, naturalmente aparece la retracción del coágulo, como pasa con la herida. Voy metiéndome para adentro, voy volviéndome seco. Hay resentimiento en un hijo cuyo padre les ha abandonado. En un sentimiento contrapuesto, por ejemplo cuando mueren los que nos dieron el amor que merecíamos, hay pena y dolor.


Nos sentimos culpables por habernos enojado con el otro, que se murió y yo encima enfadándome con él, y me enfado además por haberme enfadado, por estar yo haciéndole daño en mi memoria. Nos sentimos culpables por enojarnos con esa persona. Culpables con Dios que lo permite. Culpables por no haber podido evitar que se muriera. Y empezamos a decirnos estupideces: “¿por qué le conté eso... por qué le dije eso... por qué no le dije más veces lo mucho que le quería?” Pues no pasa nada, se lo decimos ahora: “siento no haberte dicho en vida lo que hubiera querido decirte, por no haberte dado lo que podía haberte dado, por no haber estado el tiempo que podía haber estado, por no haberte complacido en lo que podía haberte complacido, por no haberte cuidado lo suficiente, por todo aquello que no supe hacer y que me reclamabas... lo voy a hacer ahora, hablando contigo, haciendo el bien a los que tengo alrededor”... esos modos de negociación reenfocan la situación de culpa, evita el resentimiento y lo transforma en creatividad amorosa.


Contaba Elisabeth K-R de una mujer que se enfadaba con su marido Tony porque no se hacía obedecer por sus hijos, le decía: “¿Qué pasaría si yo faltara un día?” Cuando ella murió, Tony confesó en un grupo de soporte que la amaba y echaba de menos, pero que se sentía resentido porque había muerto, porque quizá ella tenía un presentimiento de que moriría y no le dijo nada.


Puede pasar que uno revise los errores que ha cometido con el ser querido que ha perdido. La solución no es caer en el resentimiento, sino revivir los momentos felices, y dar gracias a Dios, por el regalo. Un sentido positivo de negociación es el que decía A. von Hildebrand a la muerte de su marido: cuando vengan a la cabeza los errores, es hora de pedir perdón a Dios y al ser querido, para ir mejorando, de tal manera,  “que cuando mi amado me vea en la eternidad, yo sea el ser humano que él sabía que sería” (Cartas para el recuerdo, pp. 122-123).


El pasado no se puede cambiar, pero sí puede cambiarse el resentimiento en perdón, arrepentimiento, redención, para que aquellas cosas que aparecen malas y negras se conviertan en luminosas, “más blancas que la nieve” (Salmo 51)…

Tercera etapa del duelo: la negociación

Se busca en ella encontrar formas de revertir o detener la situación dolorosa
Llucià Pou Sabaté
sábado, 13 de enero de 2024, 12:37 h (CET)

La teoría de las etapas del duelo fue propuesta por Elisabeth Kübler-Ross en 1969 y hemos visto las dos primeras, ahora veremos la tercera, la negociación. Estas etapas describen muy bien las diversas reacciones emocionales que las personas experimentan cuando enfrentan la pérdida de un ser querido o se enfrentan a situaciones difíciles, pero ni todas las personas pasan por todas las etapas, ni en ese orden ni pueden delimitarse en el tiempo, sino que pueden estar mezcladas también o solaparse.


La tercera etapa del duelo es la negociación. Se busca en ella encontrar formas de revertir o detener la situación dolorosa, y pueden hacerse promesas a sí mismos o a una entidad superior, buscar soluciones prácticas para cambiar la situación, o incluso tratar de hacer acuerdos para evitar o mitigar la pérdida. Puede ser una forma de intentar recuperar el control en un momento en que la persona se siente abrumada por la tristeza o la desesperación; encontrar un camino que alivie el dolor emocional y restaure una sensación de orden en la vida. Aunque el duelo no sigue un patrón rígido, estas ideas pueden servir a modo pedagógico, en este proceso.


“Dios mío, si la dejas vivir, no me enfadaré más con ella”, decía un hombre que había perdido la mujer en accidente de coche. “¿Y si me dedico el resto de mi vida a ayudar a otras personas? ¿Podría ser que me despierte un día y vea que todo ha sido una pesadilla?”


Nos metemos en un mar de posibilidades: “si no le hubiera dicho que hiciera aquel viaje, no habría pasado esa desgracia”… Nos gustaría retroceder en el tiempo, y nos entra un sentido de culpa que lleva consigo una necesidad de negociación. Ante los errores en mi comportamiento, va anidando en el alma la necesidad de reparar, de arreglar aquello, de hacer cosas. Cuenta Elisabeth K-R que un hombre llamado Howard quiso mantener bien la salud y propuso a su mujer salir a pasear bien de mañana. Un día, ella no estaba muy dispuesta, pero tanto insistió él que ella también se animó. En un cruce, un coche la atropelló dejándola muy grave. Mientras, él se culpabilizaba de haberle insistido en salir, y se proponía no obligarla más a hacer nada que ella no quisiera, jurando ser buena persona, con propósitos de hacer de voluntario en alguna obra benéfica... Ella murió, pero él insistía en sus negociaciones con Dios (que no tienen por qué ser cosas reales, pues a veces entra la fantasía y el mundo mágico en esta como en las demás etapas, distorsionando la realidad): “te pido que todo sea un sueño, que vuelva”… esa etapa la tuvo muchos meses, estuvo deprimido, hasta que fue naciendo en él una aceptación…


Muchas veces decimos “ojalá hubiera muerto yo en vez de...” y refiriéndose a ese diálogo con Dios, dice C. S. Lewis que “no se puede saber hasta qué punto va en serio esta oferta, porque en realidad no se ha apostado nada. Si de repente ‘sufrir en vez de ella’ se convirtiera en una posibilidad real, entonces por primera vez nos daríamos cuenta de la importancia de su significado. ¿Se nos ha permitido esto alguna vez? Se le permitió a una Persona, según nos han contado, y me doy cuenta de que ahora puedo volver a creer que Él hizo en nombre de otro todo lo que es posible hacer en ese sentido. Y Él contesta a nuestro balbuceo: ‘No puedes y no te atreves. Yo pude y me atreví’”. Es el sentido del martirio, y de la Cruz de Jesús, el sentido del Amor, que consuela nuestro dolor como veremos en otro lugar.


Muchas veces oigo decir a quien pasa por esos momentos: “se ha ido, pero me da la impresión de que aún está aquí”. Se trata de una etapa complicada, pues sigue habiendo con el difunto una relación afectiva intensa, y las experiencias siguen presentes en el pensamiento. A veces se deja todo igual en la habitación, todo limpio y ordenado: ropa planchada, etc., pero es mejor que otros usen las cosas que él, que ella quería. Durante este periodo pueden aparecer momentos de culpa: “¿y si hubiéramos ido a otro médico?” Es penoso ver entonces el sentido atávico de buscar un “chivo expiatorio”, un culpable, tal vez en los médicos, o en la pastilla que se le ha administrado o el tratamiento que no se le ha dado. ¿Y si le hemos matado con esto…? Acusaciones, rencillas familiares, malentendidos y enemistades por cosas dichas por amigos que no se entienden en el buen sentido… Todo esto forma parte del proceso… no nos ha de sorprender. Si hay algo de cierto en ello, afrontar esos sentimientos de culpabilidad, porque si no se manifestarían con uno mismo u otros miembros de la familia.


Y también hay un sentido de remordimiento: “¿Cómo reparar eso que podríamos haber hecho mientras estaba vivo?” En esos momentos, la clave está en transformar ese remordimiento en auténtico arrepentimiento, que lleva a la superación a través de la acción: hacer todas esas cosas, con la experiencia que tenemos ahora, en servicio de los que están vivos, así ese ser difunto que hemos eprdido, él, ella, estará contento desde el cielo, si cuidamos los que están vivos, en su memoria. Es el sentido de pensar que hicimos ayer lo mejor que pudimos, y gracias a esa experiencia con que nos hemos ido enriqueciendo, podemos hacer hoy lo mejor que podemos. Es una manera de enfocar esa negociación hacia un sentido más rico, el auténtico sentido de sacrificio, quitando todo elemento masoquista, pues el sufrimiento tiene un sentido de amor. Entonces, cuando el amor lleva al sacrificio, el dolor –por ejemplo ante los seres queridos que han fallecido- adquiere un valor, no sólo como recuerdo, sino actualización del amor que no desaparece: esos seres queridos siguen a nuestro lado, pero en otra dimensión distinta a la nuestra espacio-temporal, pues el amor que no ha nacido para ser eterno no ha existido nunca. Esta memoria de los difuntos nos ayuda a portarnos mejor y así en los momentos de desfallecimiento el pensamiento puede ser: “¿qué le pondría contento a...?” y esto anima a luchar: “he de hacerlo por mí y por él, por ella...” se adquiere una madurez y sentido de responsabilidad. Se “nota” que ellos nos animan… a que nos portemos bien, nos ayudamos mutuamente.


En esta etapa, la ira y culpabilidad se mezclan. La culpa también es una excusa, también es un mecanismo de victimismo, de inactividad. La culpa es una versión autodirigida del resentimiento, es la retroflexión de la bronca. Está configurada de la misma sustancia que la furia, como el coágulo es de la misma sustancia de la sangre. La culpa no dura porque es ficticia y cuando se queda nos estanca en la parte mentirosa omnipotente y exigente del duelo. Pero si no hacemos algo que nos detenga, naturalmente aparece la retracción del coágulo, como pasa con la herida. Voy metiéndome para adentro, voy volviéndome seco. Hay resentimiento en un hijo cuyo padre les ha abandonado. En un sentimiento contrapuesto, por ejemplo cuando mueren los que nos dieron el amor que merecíamos, hay pena y dolor.


Nos sentimos culpables por habernos enojado con el otro, que se murió y yo encima enfadándome con él, y me enfado además por haberme enfadado, por estar yo haciéndole daño en mi memoria. Nos sentimos culpables por enojarnos con esa persona. Culpables con Dios que lo permite. Culpables por no haber podido evitar que se muriera. Y empezamos a decirnos estupideces: “¿por qué le conté eso... por qué le dije eso... por qué no le dije más veces lo mucho que le quería?” Pues no pasa nada, se lo decimos ahora: “siento no haberte dicho en vida lo que hubiera querido decirte, por no haberte dado lo que podía haberte dado, por no haber estado el tiempo que podía haber estado, por no haberte complacido en lo que podía haberte complacido, por no haberte cuidado lo suficiente, por todo aquello que no supe hacer y que me reclamabas... lo voy a hacer ahora, hablando contigo, haciendo el bien a los que tengo alrededor”... esos modos de negociación reenfocan la situación de culpa, evita el resentimiento y lo transforma en creatividad amorosa.


Contaba Elisabeth K-R de una mujer que se enfadaba con su marido Tony porque no se hacía obedecer por sus hijos, le decía: “¿Qué pasaría si yo faltara un día?” Cuando ella murió, Tony confesó en un grupo de soporte que la amaba y echaba de menos, pero que se sentía resentido porque había muerto, porque quizá ella tenía un presentimiento de que moriría y no le dijo nada.


Puede pasar que uno revise los errores que ha cometido con el ser querido que ha perdido. La solución no es caer en el resentimiento, sino revivir los momentos felices, y dar gracias a Dios, por el regalo. Un sentido positivo de negociación es el que decía A. von Hildebrand a la muerte de su marido: cuando vengan a la cabeza los errores, es hora de pedir perdón a Dios y al ser querido, para ir mejorando, de tal manera,  “que cuando mi amado me vea en la eternidad, yo sea el ser humano que él sabía que sería” (Cartas para el recuerdo, pp. 122-123).


El pasado no se puede cambiar, pero sí puede cambiarse el resentimiento en perdón, arrepentimiento, redención, para que aquellas cosas que aparecen malas y negras se conviertan en luminosas, “más blancas que la nieve” (Salmo 51)…

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