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Después de todo, la vida es una fiesta…

​Los juegos de la verdad

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“Loco manía” es un sintagma que designa una obsesión, un apego chiflado y compulsivo. Hoy, se podría decir, el apego impensado a una presunta literalidad de la palabra que crearía mundos más allá de los hechos. El malentendido lingüístico (el propio Ferdinand de Saussure se maravillaría debido a este afán estúpido) se propaga como un juego de la verdad, facilitado por el márquetin vulgar y la publicidad de mal gusto, que hacen suponer a unos cuantos nomofóbicos (adictos al móvil/celular), drogones de las redes, que las palabras habilitan mundos por sí mismas, como si cualquiera pudiera filosofar mejorando de tal suerte el planeta.                                                                                                

Existe una pequeña diferencia entre la creación de conceptos de Gilles Deleuze, cuando alude al “acontecimiento”, y la adopción de neologismos, invenciones algorítmicas y palabrerío sin contenido alguno. Los ciudadanos de a pie ingenuos, los especialistas enamorados de su profesión ejercida solo en su dimensión interna y unos cuantos políticos desesperados por espejos imaginarios y aplausos inmerecidos, creen en pleno siglo XXI, que el proceso de la significación es análogo a la ontología, que la palabra hueca produce hechos, solo cuenta el significante. Nada más lejos de la realidad: si se asesina, el homicida no le está “facilitando” la muerte a nadie. Solo (y nada menos) le quitó la vida al otro. Se trata de “matar”, y aunque algún trasnochado pretenda dejar “sin vida” a su interlocutor diciéndole mentiras deshonrosas o barbaridades mendaces, si el resultado fuera la muerte del receptor no es que la palabra lo asesinó sino que se habían vinculado dos que se “hablaban” en el marco de un sádico malentendido, puesto en práctica merced a la sensibilidad en exceso de la víctima y la crueldad del victimario insultante. Los mecanicismos, por suerte, han perdido entidad en los estudios de la comunicación hoy día.                  


Cualquiera puede, claro, afirmar, mentir o negar, incluso “psicopatear” al prójimo. Pero los efectos serán bien ontológicos. La vida tampoco se agota en estadísticas o algoritmos, en la “data”. Y no basta estudiar el cerebro para descubrir neurosis o cómo se llega a ser artista ni menos, las elucubraciones de algún perito convencido de hacer justicia por dictaminar según su oficio. La psicosis, tan mal diagnosticada y demasiado tolerada en la época, siempre busca certezas, cerrar el discurso, salirse con la suya, competir ignorando que somos mortales por naturaleza y que aquello que no se logra con amorosidad, termina en guerra.                                                                                                      

Quien esté dotado de una mínima capacidad cognitiva sabe que no hay palabra sin respuesta: con tal de que haya un oyente, el silencio significa. Por tanto, aún en la era del signo y de la comunicación social, nadie inteligente necesita de grandes locuciones ni de apuestas hechas con mágicas palabras, robadas a los poetas o a la pulsión sobreactuada de la parodia, para intercambiar ideas con cierta eficacia. Tout le contraire,  la realidad al fin termina por imponerse y si se la difiere o niega por comodidad o pereza, lo real se presentará, disruptivo y en todo su peso después.                                                                

Es que el hecho de que el lenguaje no alcance a atrapar la realidad en su más dura contingencia no obsta a que siempre aparezca el inconsciente (propio o colectivo) sin contemplaciones y con la imposibilidad de negociación asegurada. Se terminan por destruir, al fin entonces, las pícaras ficciones o los malabares discursivos controlantes; se provocan tremendos daños colaterales.                    


El periodismo rosa y el de propaganda camuflada que esconde opinión en el recorte mismo de la noticia y en el juego lúdico de sus paradojas, deambulan, “solidarios”, entre la realidad verosímil y la ficción. Pretenden garantizar, así, la certeza  tan cara al psicótico contemporáneo, con herramientas sutiles como si se manejaran en el ámbito literario, en el que la ficción, empero,  es pasible de un estatuto polisémico y multiforme. Y el usuario consume esas noticias y repite lo que lee,  oye y lo que ve, construyendo sin saber una “gran” identidad lectora.        


Cada tiempo histórico genera sus locos. Razón/locura reemplaza hoy a aquel añorado binomio apolíneo/dionisíaco de la cultura antigua. Y como es “loco” el que puede, no solo quien quiere, de momento, demencia y lucidez comparten fronteras pues se confunde historia con pasado y hecho y suceso con noticia y opinión. Pasados y hechos, poco historizados y  demasiado euclidianos.    El antídoto lo puede constituir el civilizarse, tarea pública y doméstica, que requiere de lucidez hermenéutica. Sin embargo, lo real tan temido está lejos de ser enfrentado. Por el contrario, circulan eslogan impuestos en amable coloquio, en ese tono afable que siempre disimula una sabia prudencia inexistente.          


La cultura no se hace de reiteraciones maledicentes ni la educación, de enseñanzas superficiales. Aprender a preguntar, no ajustándose solo a la enciclopedia y desafiarse a sí mismo, dejando de ser un obsesivo mental tras palabras vacías e inútiles. ¿Se podrá? No hay peor ciego que el que no quiere ver, decía San Mateo. Sin embargo, parecería que el siglo continuará consumiendo precarios juegos de la verdad. Después de todo, la vida es una fiesta…

​Los juegos de la verdad

Después de todo, la vida es una fiesta…
Paula Winkler
lunes, 22 de enero de 2024, 12:16 h (CET)

“Loco manía” es un sintagma que designa una obsesión, un apego chiflado y compulsivo. Hoy, se podría decir, el apego impensado a una presunta literalidad de la palabra que crearía mundos más allá de los hechos. El malentendido lingüístico (el propio Ferdinand de Saussure se maravillaría debido a este afán estúpido) se propaga como un juego de la verdad, facilitado por el márquetin vulgar y la publicidad de mal gusto, que hacen suponer a unos cuantos nomofóbicos (adictos al móvil/celular), drogones de las redes, que las palabras habilitan mundos por sí mismas, como si cualquiera pudiera filosofar mejorando de tal suerte el planeta.                                                                                                

Existe una pequeña diferencia entre la creación de conceptos de Gilles Deleuze, cuando alude al “acontecimiento”, y la adopción de neologismos, invenciones algorítmicas y palabrerío sin contenido alguno. Los ciudadanos de a pie ingenuos, los especialistas enamorados de su profesión ejercida solo en su dimensión interna y unos cuantos políticos desesperados por espejos imaginarios y aplausos inmerecidos, creen en pleno siglo XXI, que el proceso de la significación es análogo a la ontología, que la palabra hueca produce hechos, solo cuenta el significante. Nada más lejos de la realidad: si se asesina, el homicida no le está “facilitando” la muerte a nadie. Solo (y nada menos) le quitó la vida al otro. Se trata de “matar”, y aunque algún trasnochado pretenda dejar “sin vida” a su interlocutor diciéndole mentiras deshonrosas o barbaridades mendaces, si el resultado fuera la muerte del receptor no es que la palabra lo asesinó sino que se habían vinculado dos que se “hablaban” en el marco de un sádico malentendido, puesto en práctica merced a la sensibilidad en exceso de la víctima y la crueldad del victimario insultante. Los mecanicismos, por suerte, han perdido entidad en los estudios de la comunicación hoy día.                  


Cualquiera puede, claro, afirmar, mentir o negar, incluso “psicopatear” al prójimo. Pero los efectos serán bien ontológicos. La vida tampoco se agota en estadísticas o algoritmos, en la “data”. Y no basta estudiar el cerebro para descubrir neurosis o cómo se llega a ser artista ni menos, las elucubraciones de algún perito convencido de hacer justicia por dictaminar según su oficio. La psicosis, tan mal diagnosticada y demasiado tolerada en la época, siempre busca certezas, cerrar el discurso, salirse con la suya, competir ignorando que somos mortales por naturaleza y que aquello que no se logra con amorosidad, termina en guerra.                                                                                                      

Quien esté dotado de una mínima capacidad cognitiva sabe que no hay palabra sin respuesta: con tal de que haya un oyente, el silencio significa. Por tanto, aún en la era del signo y de la comunicación social, nadie inteligente necesita de grandes locuciones ni de apuestas hechas con mágicas palabras, robadas a los poetas o a la pulsión sobreactuada de la parodia, para intercambiar ideas con cierta eficacia. Tout le contraire,  la realidad al fin termina por imponerse y si se la difiere o niega por comodidad o pereza, lo real se presentará, disruptivo y en todo su peso después.                                                                

Es que el hecho de que el lenguaje no alcance a atrapar la realidad en su más dura contingencia no obsta a que siempre aparezca el inconsciente (propio o colectivo) sin contemplaciones y con la imposibilidad de negociación asegurada. Se terminan por destruir, al fin entonces, las pícaras ficciones o los malabares discursivos controlantes; se provocan tremendos daños colaterales.                    


El periodismo rosa y el de propaganda camuflada que esconde opinión en el recorte mismo de la noticia y en el juego lúdico de sus paradojas, deambulan, “solidarios”, entre la realidad verosímil y la ficción. Pretenden garantizar, así, la certeza  tan cara al psicótico contemporáneo, con herramientas sutiles como si se manejaran en el ámbito literario, en el que la ficción, empero,  es pasible de un estatuto polisémico y multiforme. Y el usuario consume esas noticias y repite lo que lee,  oye y lo que ve, construyendo sin saber una “gran” identidad lectora.        


Cada tiempo histórico genera sus locos. Razón/locura reemplaza hoy a aquel añorado binomio apolíneo/dionisíaco de la cultura antigua. Y como es “loco” el que puede, no solo quien quiere, de momento, demencia y lucidez comparten fronteras pues se confunde historia con pasado y hecho y suceso con noticia y opinión. Pasados y hechos, poco historizados y  demasiado euclidianos.    El antídoto lo puede constituir el civilizarse, tarea pública y doméstica, que requiere de lucidez hermenéutica. Sin embargo, lo real tan temido está lejos de ser enfrentado. Por el contrario, circulan eslogan impuestos en amable coloquio, en ese tono afable que siempre disimula una sabia prudencia inexistente.          


La cultura no se hace de reiteraciones maledicentes ni la educación, de enseñanzas superficiales. Aprender a preguntar, no ajustándose solo a la enciclopedia y desafiarse a sí mismo, dejando de ser un obsesivo mental tras palabras vacías e inútiles. ¿Se podrá? No hay peor ciego que el que no quiere ver, decía San Mateo. Sin embargo, parecería que el siglo continuará consumiendo precarios juegos de la verdad. Después de todo, la vida es una fiesta…

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