Es una muy mesurada sugerencia: el Estado debería ser extremadamente cuidadoso con a quién le facilita un uniforme, un arma o cierto poder, porque, aunque el aforismo reza que el hábito no hace al fraile, lo cierto es que en las cosas del Estado sí que lo hace, y le faculta, además, para cantar misa.
Todo esto viene a cuento de la algarada que días atrás se verificó en Pozuelo de Alarcón. He escuchado atentamente las versiones de ambas partes, y la cosa está meridianamente clara. Según la Policía Antidisturbios, como tópicamente no podía ser de otro modo, recurrió a las burdas excusas de los consabidos alborotos, peleas, intervención santificante y de exquisitos modales y recepción de sus excelentes buenas maneras con vandalismo por parte de los jóvenes, todos ellos borrachos, indeseables, violentos y hasta “pijoborrokas”, como una infausta periodista de no demasiadas luces tildó a nuestros jóvenes. Digo bien: a nuestros jóvenes, que es decir a nuestro futuro. Por otra parte, y en las antípodas de esta beatífica declaración de los policías, los jóvenes que se vieron involucrados en el tumulto, gentes de excelente formación y cerebros mucho mejor amueblados que estos periodistas—o lo que sea— que tan rápidas tienen las yemas de los dedos para graficar su rabia contra la juventud (será porque la perdieron), sostienen y defienden que allá llegaron unos guardias en plan matón del far west, dijeron que la ley eran ellos y quisieron implantarla a golpes, emprendiéndola con cuanto personal había en aquellos lares, casi todos divirtiéndose con algarabía pero pacíficamente, no dudando en cebarse —no queda claro si con aviesas intenciones subyaciendo en su desmadrado celo— con jovencitas de buen ver y con menores de edad a los que apalearon entre varios antidisturbios con sevicioso heroísmo. Como quiera que, además, tengo cincuenta y tres años, he participado en cientos de manifestaciones por la libertad y los derechos ciudadanos y de los trabajadores, y como he visto lo que he visto y vivido lo que he vivido, no tengo la menor duda: los jóvenes tienen razón. Seguro.
Admiro a la Policía y a la Guardia Civil, y esto lo saben sobradamente cuantos me conocen; pero detesto con todo lo que tengo a esos antidisturbios que dudo mucho tengan derecho a poner la mano o la porra en el cuerpo de cualquier ciudadano, porque eso vulnera todos sus derechos constitucionales. Sólo por flagrante delito, y para detener al que perpetra el mismo, tendrían derecho a utilizar la fuerza, y sólo la estrictamente necesaria; pero eso no es así. Parece ser que el uniforme tras el que se enmascaran les autoriza a pasarse la Constitución y los derechos de los ciudadanos por el arco del triunfo. Sobradas imágenes hay en los telediarios como para ignorar que al menos buena parte de ellos ejercen violencia chulesca y gratuita contra todo y contra todos, simple y sencillamente porque les da la gana y el Estado les bendice. Son ellos, por lo común, los que enervan los ánimos de los manifestantes y los que generan la violencia que teóricamente debieran intentar controlar, y, desde luego, no da la impresión de que sean merecedores de llevar un uniforme que representa al Estado, toda vez que degradan a todos los demás policías que hacen dignamente su trabajo.
Debería el Estado, ya digo, medir muy bien a quién facilita un arma o un uniforme, porque por identificación del mismo pagan los policías inocentes con ver vilipendiado y rechazado por la sociedad su buen nombre por esos tipos que no merecerían sino ese mismo trato que dispensan a los ciudadanos. No es extraño, pues, que gentes de pocas luces como éstos, en ocasiones hayan sido capaces de perder el juicio hasta empuñar sus armas reglamentarias y apuntar a los ciudadanos —yo mismo lo he visto en numerosas ocasiones—, que disparen bolas a quemarropa contra los manifestantes o que entre varios la emprendan contra un ciudadano cualquiera, vulnerando todos sus derechos y, convirtiéndose, por ello mismo, en lo contrario de lo que representan al sembrar terror de Estado, pues que llevan el uniforme del Estado. Ítem más, todos sabemos que esas manidas y vulgares excusas en que se subterfugian cuando son grabados en el exceso de la extralimitación de sus funciones, debiera ser severamente castigado por, además, mentir. Los ciudadanos pagamos a los policías no para que nos apaleen, ni siquiera para que creen conflicto donde no lo hay, sino precisamente para que nos protejan, incluso de individuos como ellos.
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