No importa lo que digan los politólogos, economistas o predictores: nuestra cultura ha tocado techo, y la crisis que soportamos es mucho más que sistémica, es de civiliación. Nuestro modelo social, nuestra civilización, está imbuida en una crisis terminal, que viene a la ser la última antes del colapso del organismo y su defunción. Demasiados signos hay por todas partes que lo evidencian: sea por intervención humana o cíclica del planeta, lo cierto es el clima nos tiene contra las cuerdas y va a más, que el medioambiente está agotado, que los mares están condenados a muerte tanto por calentamiento como por sobreexplotación y por contaminación, que las catástrofes climáticas y medioambientales menudean más que nunca, que las tensiones sociales producidas por el desequilibrio económico son una espada de Damocles que en cualquier momento puede caer sobre nuestras cabezas cortándonos el resuello, que el sol tiene un comportamiento particularmente anómalo que pude tener consecuencias imprevisibles, que es más que probable que recibamos en breve la perturbadora visita del indeseado Nibiru, que estamos asomándonos a la grieta de probable materia oscura que domina la eclíptica de nuestra galaxia, que estamos atravesando una nube de polvo galáctico de miles de grados de temperatura (por excitación molecular), etc.; pero, sobre todo, la evidencia mayor está en la inarmónica descomposción de la sociedad y la forma global en que se ha multiplicado la corrupción a todos los niveles, en todos los estratos sociales y en todas las áreas geográficas, no hay más que comprobar cómo menudean las guerras de intereses y los más que turbios negocios globales, de farmacéuticas a armamentísticas y de crisis artificiales al enfrentamiento suicida entre culturas y credos. Es la metástasis del cáncer que nos está matando. Demasiados signos y advertencias nos dan fe de que estamos tocando fondo, y demasiados codos hay rozando el tintero.
Por otra parte, desde hace algo más de dos décadas vienen naciendo una enorme cantidad de niños a los que se les ha denominado como índigo. De sobra está contrastado que la naturaleza, por alguna razón que no comprendemos, se adelanta a los pasos que están por venir, y es sobradamente sabido que antes de una guerra –que a menudo ni sospechan los políticos o ciudadanos de sus momentos- nacen más niñas que niños en asombrosas proporciones, garantizando así la continuidad de la especie. Ahora, además de que también están naciendo muchas más niñas que niños, y que son ellas quienes están tomando las riendas de las sociedades, la proporción de niños índigo es asombrosa, por más que la ciencia oficial se resiste a dar el enterado.
No se precisa de su anuencia, sin embargo, como no se precisó que Newton hubiera establecido su Ley de la Gravitación para que las manzanas cayeran del manzano cuando estaban maduras. Basta con visitar la consulta de cual psicólogo infantil para constatar que hay toda una generación de niños que tiene problemas de adaptación y de concentración, siendo para algunos la causa de su mal nuestra alocada sociedad y la forma antinatural de vida que hemos establecido como buena, y para otra parte, la mayoría de los profesionales, la constatación de que son niños que han nacido para otro fin, para otro orden más armónico que el nuestro, para la constituir una nueva sociedad y erigir una nueva civilización con principios en todo disímiles a los que nos dominan y subyugan.
No faltará a quienes esto les parezca una locura, pero tiene una sólida base. Conozco a numerosos niños ídigo –entre ellos, dos de mis hijos, de 25 y de 11 años respectivamente-, y no parecen ser de este mundo, o, al menos, de este orden mezquino que nos domina. Tienen una inteligencia absolutamente privilegiada, una emotividad sin parangón y una generosidad y solidaridad con sus semejantes pr completo fuera de lugar en nuestro contexto. Y, sin embargo, muestran una inusitada rebeldía ante nuestros principios, tienen problemas de concentración y tienden a dispersar en las tareas que nosotros, los aparentemente normales, consideramos ordinarias, todo ello evidenciando que porque no comprenden nuestro destalentado orden por más que lo acepten, no son capaces de integrarse en nuestra competitiva sociedad. Ellos son, no compiten; son generosos, tienen un pobre concepto de la propiedad; no tienen sentimiento de rechazo hacia sus semejantes, sin importarles qué o cómo son; no toleran la violencia o el enfrentamiento, ni siquiera en el plano de la discusión dialéctica; y no son capaces de procesar por qué hay unos sobre otros en una sociedad en la que todos participamos por igual.
Los niños índigo no son fruto de ninguna clase de ideología preestablecida o estudiada, sino que su naturaleza es ésa por sí misma, la que es, y son todos iguales. Nosotros, los adaptados al guerreo, la competitividad y el enfrentamiento no les entendemos y, a menudo, les tildamos de inadaptados, cuando, bien visto, sólo podríamos aprender de ellos y, tal vez, a su través comprender lo equivocado de nuestro camino. Pero son profetas, los hombres y mujeres que establecerán el nuevo orden de la nueva civilización, y, como no podía ser de otro modo, quienes tenemos vibraciones más bajas no les podemos entender, les llevamos a psicólogos y les empujamos con rigor a que se comporten de forma contraria a sus naturalezas, a veces logrando que anulen sus verdaderas personalidades. Seremos genios y figuras, en fin, hasta nuestra sepultura, y nos negaremos a ver que ellos son los primeros fundamentos de la nueva sociedad que está por ser alumbrada, no sin antes severos dolores de parto. Una sociedad que no entenderá de individualidades ni de egoísmos, que no verá en sus prójimos a rivales, sino a hermanos, y que no deseará para otros lo que no quieren para sí mismos. Sin embargo, todavía ésta es su tierra, y ya se sabe que ningún profeta lo es su tierra. Habrán de esperar un poco todavía para enseñarnos a ser como debiéramos. Tal vez sólo un par de años, nada más.
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