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Se ha puesto de moda en muchos medios hablar de la gente de dinero casi como iconos sociales. Lo que es natural en la sociedad de mercado de masas. A la mayoría de esta clase social se les llama ricos, y su función es la de lucirse ante el auditorio para resaltar su persona, reafirmando en algunos el componente narcisista y hedonista para adornar su ego, animándose así a cumplir con la riqueza, mientras puedan.
Transitamos jornadas de absurdo y desasosiego, camino del corazón del invierno en un contexto político y social que no se sospechaba. Se advierte, “in crescendo”, el retroceso del raciocinio y de la lógica, más allá de los cuales solo anidan la nada y el vacío. Sin entrar en consideraciones filosóficas, y ciñéndonos al román paladino, se percibe una creciente sensación de absurdo, considerado por Albert Camus como integrante fundamental de nuestra condición humana.
Muchas son las circunstancias que nos zarandean a diario, compiten con tantos o más impulsos surgidos desde los adentros íntimos de cada persona; en ambos supuestos, el descontrol predomina con la consiguiente intranquilidad. Nos abruma el desconocimiento de los factores condicionantes, con el resultado crudo de la incertidumbre como fondo permanente.
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