Hay parejas jóvenes que tras una reflexión seria renuncian a ser padres, no quieren ni oír hablar de ese planteamiento vital. Esto es muy cierto, y creo que la mayoría de análisis esquivan otro factor determinante en la decisión de miles de hombres y mujeres de renunciar a tener hijos, ya que la paternidad y la maternidad me parecen hoy una tarea infinitamente más compleja de lo que era hace décadas. Es obvio que se mantienen los dos suministros mínimos e imprescindibles que posibilitan una infancia feliz: alimentos y amor, y si hubiera que priorizar uno, “es preferible que escasee el pan antes que el afecto”. A edades tempranas, al cuerpo físico le quedan más años para nutrirse que al cuerpo emocional, por lo que “es más sencillo recuperar masa muscular que curar las anemias del corazón”, que son más dolorosas y se manifiestan más tarde. Y luego están los valores, y cómo transmitirlos. El altruismo sin límites, la generosidad mal entendida, puede empujar al «yo» a un pozo profundo y oscuro que deriva en una pérdida de autoestima, algo letal en un mundo tan salvaje y competitivo como el que vivimos, mucho más cruel que el que vivieron mis padres, por ejemplo. Lo mismo ocurre con el esfuerzo, con el sacrificio personal que se orienta hacia un afán por satisfacer las expectativas de otros, no las propias, y que puede llevar a unos niveles de exigencia que sólo conducen a la frustración. Y no hablemos de los “modelos de éxito y felicidad” que se muestran en las redes sociales, el acceso temprano al porno, la normalización del consumo de drogas en la adolescencia, el nivel de exposición pública de sus vidas... Ya digo que todo esto me parece cada día más complicado de gestionar en las familias con las nuevas generaciones.
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