El presidente argelino Mohammed Boudiaf sentenció alguna vez que el conflicto del antiguo Sahara Español, hoy Sahara marroquí y fallido Sahara Occidental, no tenía pista de aterrizaje. Con su metáfora aeronáutica, este presidente asesinado en 1992 mientras ejercía el poder, graficaba de manera visionaria que este viejo y olvidado problema tenía para rato.
En años recientes Khaled Nezzar, quien fuera ministro de defensa argelino entre 1990 y 1993, reveló que Boudiaf fue asesinado el 29 de junio de 1992 porque al ejército de su país le molestaba que reconociera la marroquinidad del Sahara. Para evitar que pretenda finiquitar un conflicto del que sacan partido, durante una conferencia de cuadros superiores en la ciudad de Annaba, un subteniente del grupo de intervención especial (GIS), Lambarek Boumaarafi, lanzó una granada al escenario en el cual disertaba Boudiaf. Ráfagas de metralla acompañaron el estrépito ocasionándole la muerte, y dando origen a una larga controversia sobre los motivos del asesinato.
Veinticinco años después, visto desde Argelia, las perspectivas para los que pretenden seguir soplando las brasas del problema desde Tinduf, son quizás más sombrías que nunca. Este país dibujado en el mapa por De Gaulle, que pretendió en su momento una salida Atlántica a través de un estado títere en lo que hoy son las provincias del Sur de Marruecos, y que sostuvo el conflicto por décadas solo para dañar a su rival regional, es una aeronave en piloto automático.
Su actual jefe de estado, Abdelaziz Bouteflika, lleva años sin poder cumplir su rol a cabalidad, debido a las enfermedades incapacitantes que padece. En el poder hace casi treinta años, Bouteflika sufrió hace cuatro años un grave accidente cerebro vascular. Se desplaza desde entonces en silla de rueda, y verlo hacer apariciones en público es casi un milagro. Por si ya no fuera suficiente, ha perdido la capacidad de hablar de manera entendible y coherente.
Los “simpatizantes” del Frente Polisario, hacinados en campamentos argelinos, se encuentran hoy abandonados en el desierto de un país sin jefe de estado. Más abandonados y olvidados que nunca, en un verdadero desierto dentro del desierto.
Como es habitual en países que viven bajo una dictadura, los argelinos del presente ya no pueden diferenciar realidad y fantasía cuando escuchan el discurso político de sus gobernantes. Aunque el poder maneja siempre la palabra, su presidente es incapaz de hilvanarlas y suman esa incertidumbre a la alienación producida por toda tiranía.
Esta semana el régimen argelino debió suspender a última hora una trascendente visita, nada más y nada menos que de Angela Merkel, jefa de uno de los estados más poderosos y ricos de Europa. El gobierno afirmó que “el señor presidente” se encontraba indispuesto “temporalmente” por una bronquitis aguda.
Desde Latinoamérica, región cuya historia y literatura se encuentran saturadas de dictadores longevos y dictaduras eternas, no es difícil imaginarse el actual escenario argelino. No lo soñamos sino que también lo vivimos.
Presidentes moribundos pero dueños del discurso oral, escrito y televisivo, cuyos incondicionales ordenan difundir que también eran dueños de una salud inquebrantable, y que cumplían con sus actividades de manera absolutamente normal. El único problema es que todo se trata de una ficción fabricada para que unos pocos puedan seguir libando las mieles del poder.
Recordando lo afirmado por Boudiaf, con respecto al escenario creado por el separatista Frente Polisario, poede decirse que este grupo inspirado y sufragado por Argelia hoy no solo carece de pista para aterrizar, además se encuentra volando a oscuras y en piloto automático.
Lejos de la tierra, de los árboles, de las ciudades, y sobre todo, lejos de la realidad.
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