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‘Aguirre, el magnífico’ de Manuel Vicent: Encargo cumplido con sobresaliente

Herme Cerezo
Herme Cerezo
lunes, 7 de febrero de 2011, 08:27 h (CET)
La verdad es que nunca me hubiera imaginado capaz de acercarme a la figura de Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate (Madrid, 1934-2001), XVIII duque de Alba, un sujeto al que veía aparecer con asiduidad y atuendos impecables en la revista ¡Hola!, que había por mi casa y que era devorada, en épocas distintas, por mi esposa y por mi madre. Por puro prejuicio, supongo, rechazaba interesarme por casi ninguno de los protagonistas de aquella especie de catálogo de seres humanos de lujo o, al menos, presentados como tales.




La portada.


Sin embargo, cuando supe que Manuel Vicent (Villavieja, Castellón, 1936) acababa de publicar en Alfaguara un libro titulado ‘Aguirre, el magnífico’ se me encendió una lucecita, tal vez una alarma, tal vez una recriminación, tal vez un aviso, de que allí iba a encontrar cosas interesantes e insospechadas de un ser humano de aquel catálogo de lujo. Algo tiene el agua cuando la bendicen, pensé, y, con innegable apresuramiento, me afané en leer estas poco más de doscientas cincuenta páginas dedicadas a Jesús Aguirre, XVIII duque de Alba, como ya escribí antes.

A la hora de afrontar ‘Aguirre, el magnífico’, Vicent se utiliza a sí mismo como hilo conductor para reconstruir la historia del duque, cumpliendo el encargo que éste le formuló en una recepción real allá por el año 1985. “Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado”, respondió el monarca cuando el duque de Alba le refirió sus propósitos. De este modo, el retrato de Aguirre adquiere otro carácter, no menos riguroso, pero sí un tanto más informal y, sobre todo, libre. Y es que el objetivo del escritor castellonense no es sino enlazar una serie de episodios y momentos de la vida de Jesús Aguirre, a través de los que consigue esbozar un retablo – término con el que el propio Vicent define su relato – poliédrico, mental y sinuoso, con atisbos caricaturescos, mucho más efectivo que una biografía al uso. Para ello no duda en recurrir a los saltos temporales, a sus recuerdos y a los testimonios de los amigos del duque, principalmente Juan García Hortelano, cuyo trato también frecuentó el propio escritor. Dentro de su función de hilo conductor, Manuel Vicent se comporta como un notario de la realidad que vivió el de Alba, eso sí con una carga humorística poco común en los notarios cuando desempeñan su oficio, armados con su Mont Blanc negra de plumín dorado, encorbatados, traje recién planchado y rictus serio y oficial.

Jesús Aguirre resultó ser un individuo muy complejo (pasó de la sotana al título nobiliario, atravesando estadios culturales, religiosos y profesionales de primer nivel), una auténtica esponja que, tal vez, al final de sus días acabó sin saber muy bien donde estaba o, si lo sabía, traicionándose a sí mismo, lo que probablemente debió desencadenar en su seno una tremenda lucha interior entre lo que realmente era y el personaje que interpretó cada uno de los días de su existencia. Porque Aguirre ejerció el sacerdocio en la iglesia de la Universitaria, gobernó la editorial Taurus, fue nombrado Director General de Música y, mediante los anillos nupciales barnizados por los sones de ‘La marcha nupcial’ de Mendelssohn, alcanzó el derecho a vivir en palacios repletos de artesonados, tapices centenarios, tazas de té y rancias pastas. Y a todo se aplicó con oficio, como si cada etapa de su vida precisara distintas liturgias y él las dominase todas. Semejante trayectoria, le permitió recorrer desde los ambientes más refinados de la época a los más cultos, pasando también por algunos rincones sórdidos.

Manuel Vicent es un autor que te puede mentar a la madre provocándote una sonrisa y, sobre todo, evitando que te sientas ofendido. Tal es su sutileza a la hora de escribir. Y como no podía ser de otro modo, el humor preside la lectura de casi todas las páginas de ‘Aguirre, el magnífico’, esta biografía novelada o esta novela biografiada. Resulta difícil establecer el linde que separa estos términos, entre otras cosas porque Jesús Aguirre parece un personaje real y ficticio a la vez, de esos que nacen diez en un siglo. De los múltiples ejemplos que de esto podemos encontrar en el texto, del propio duque, de su entorno o de sus amigos, el que suscribe se queda con el episodio del hallazgo de un copón sagrado, que contenía más de trescientas obleas, y dos candelabros antiguos en el domicilio de Gonzalo Torrente Ballester, donde se había reunido un grupo de autores de la llamada generación literaria del 36 que, deslumbrados, no sabían qué hacer con tan insólito descubrimiento. Para salir del trance recurrieron al amigo Aguirre, entonces ya no presbítero, ni aún noble, que solucionó el apuro repartiendo la comunión entre todos los asistentes. La escena está construida de tal modo que resulta inevitable distinguir en ella huellas, vestigios o semejanzas con una Santa Cena. “Corpus domini Iesu Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam”. E ignoro si resulta sacrílega o no pero, desde luego, sí es desternillante.

Sé que el titulo, ‘Aguirre, el magnífico’, en un principio, fue provisional, pero por su sonoridad y rotundidez devino en definitivo. Y, leído el libro, innegable es que queda muy apropiado. Al que suscribe, sin embargo, la hubiera gustado más este otro: ‘Retrato de noble, culto y clérigo, con dálmata’. Claro que yo no escribí el texto. Ni el título. Que lo disfruten, mis improbables.

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