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El suicidio de los amigos de la ley antitabaco

Almudena Negro
Almudena Negro
viernes, 18 de febrero de 2011, 07:56 h (CET)
No me gusta el alcohol y por eso no lo consumo. Sin embargo, y pese a los miles de muertos que la combinación de alcohol, irresponsabilidad y carretera producen cada año; pese a que día podría ser yo, como desgraciadamente sucede demasiadas veces, la víctima de un malnacido que decidiera ponerse al volante después de excederse tomando copas, jamás apoyaría la Ley Seca. Lo cual no quiere decir que no piense que aquél que comete una irresponsabilidad al volante con resultado de muerte no deba ser durísimamente castigado. A buen seguro que muchos de ustedes están de acuerdo conmigo.

Pero hete tú aquí que resulta que tampoco fumo. Y pese a la muerte lenta que los agoreros me prometen si entro en un espacio con humos reconozco que sigo metiéndome en Madrid en pleno pico de contaminación de esa que trae por la calle de la amargura al manirroto y políticamente correcto alcalde y su oposición. También, lo confieso entro en casas de amigos fumadores sin tratar de imponerles la prohibición del humo. Es cuestión de tolerancia. También de sopesar intereses. Sí, es que resulta que me interesa más mantener mi amistad con los fumadores que regodearme en su desdicha o tratar de imponer un mundo feliz al resto. Que es lo que le pasaba a la mayoría de no fumadores como yo hasta hace unos meses. Voluntariamente y sin que nadie nos obligase a ello entrábamos en espacios cerrados, a veces con poca ventilación, tan llenos como los autobuses interurbanos en hora punta y en donde fumadores y no fumadores convivían casi siempre en armonía entre humos. De forma voluntaria, subrayo. Al menos así era hasta que los intolerantes que creen que la sociedad se puede cambiar a golpe de decreto decidieron legislar, una vez más, contra los ciudadanos.

Sí, estoy en contra de la ley antifumadores, otra más del consenso, de PP y PSOE. Una ley frentista que divide a los españoles y que está causando graves daños económicos al sector de la hostelería, que cifra las pérdidas en un 20% en el primer mes. Terrible. Aunque a mí lo más grave de esta ley no me parece que sean los efectos económicos. Lo más dañino en mi opinión es la involución de las libertades y derechos civiles, el trágala autoritario al que los fumadores Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy han decidido someter a la ciudadanía. Y estoy en contra por más que los intolerantes se empeñen en que existe algo así como el derecho a entrar en un bar de copas o discoteca que estaría por encima del derecho a la propiedad privada y la libertad de empresa. La “propiedad privada” de Cuba, China o Corea del Norte debe ser la que les mola.

El colmo del despropósito, amparado por esa legión de bobos que anteponen lo que les molesta a la libertad, se acaba de conocer: el que tenga empleada del hogar, que es un buen porcentaje de la clase media por eso de que ambos trabajan, no podrá fumar… ¡en su propia casa!

El ejemplo de la asistenta me parece lo suficientemente gráfico como para que muchos que apoyaban el liberticidio porque “me molesta el humo” o porque “daña mi salud” o, este argumento ya es para nota, para preservar la salud pública… se den cuenta de la aberración que supone el despojo legal del que estamos hablando.

Dentro de nada algunos pretenderán meternos inspectores en casa que garanticen que comamos verduras y no catemos el pernicioso chuletón. “Por nuestro bien”. Totalitarismo en estado puro. Muchos de los que hoy justifican la ley antifumadores lo jalearán. Como las ovejas camino del matadero. Habrá cierta coherencia en su suicidio.

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Censura. No la juzgo como una práctica muy denostada en estos días. Por el contrario, se me antoja que tiene más adeptos de los que, a priori, pudiéramos presumir. Como muestra de ello, hay un sector de usuarios que están abandonando cierta red social para migrar a otra más homogénea, y no con el fin de huir de la censura, sino por la ausencia o supresión de la misma en la primera de ellas.

Vivimos agazapados sobre los detalles mínimos a nuestro alcance y llegamos a convencernos de que esa es la auténtica realidad. Convencidos o resignados, estamos instalados en esta polémica de manera permanente; no aparece el tono resolutivo por ninguna parte. Aunque miremos las mismas cosas, cada quien ve cosas con matices diferentes y la disyuntiva permanece abierta.

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