Italia celebra su 150 cumpleaños como estado moderno y aún en los medios de comunicación resuenan los ecos manchados y marchitos de las correrías sexuales de Berlusconi. Y yo no puedo evitar pensar en Silvio e imaginarme su modo de gobierno como una suerte de remake del Amarcord de Fellini, y a Berlusconi convertido en un niño grande de pueblo perdido entre los enormes pechos de una estanquera-patria-madre italiana. Y tampoco puedo evitarlo –créanme que lo intento-, ver cierta lógica entre los hábitos sexuales y los gastronómicos, entre los hábitos sexuales, repito, y la forma de conducir un país. Y cuanto más lo pienso, más me acerco; y de repente, llega Nigel Cawthorne con su Sex Lives on the Great Dictators y las preguntas absurdas se suceden con una lógica aplastante.
¿Estamos tan a merced de locos desnaturalizados como lo estamos de los desvaríos de la naturaleza? ¿En qué grado somos víctimas de las infantiles frustraciones de quienes nos gobiernan, de sus pataleos, de sus disfunciones eréctiles, del poder y el sexo jugando a hacer pulsos en los que pierde el que nunca juega, que somos nosotros? Adolf Hitler perdió un testículo durante la Primera Guerra Mundial y se obsesionó con engendrar una raza perfecta de albinos musculados y rubias valkirias. La idea de sometimiento, de anexión, de creación, en suma, de una enorme nación aria allá donde su escroto perdido no daba más de sí. Decía mi amigo, el antropólogo, que el sexo es siempre una guerra, una lucha de poderes. De la misma forma, lo que no se pueda arreglar en la cama, habrá que bombardearlo, que anexionarlo, que tomarlo por la fuerza y coronarlo con la “erección” de monumentos, de grandes mausoleos.
Para muestra, una bragueta: Mussolini presumía de tener 14 amantes y sexo violento con cada una de ellas ¿Habrá todavía alguna italiana casi centenaria con sus dientes marcados en las nalgas? O al menos eso insinuaba su amante Claretta Petacci en sus diarios. Stalin prefería el culo de una botella al trasero de una mujer, y Mao descubrió a los sesenta años que no todo el mundo tenía un testículo encogido y que era, como él mismo le dijo a su médico, un eunuco. La esposa del dictador rumano Nicolae Ceausescu se quejaba de ser mucho más ardiente que su marido; y el rey Fahd de Arabia Saudí utilizó toda su vida el sexo y la fertilidad como instrumento político, acordando matrimonios para unificar las treinta tribus – claro que viniendo de una familia de treinta y seis hijos, quizás fuera lo más natural - ¿Y quién no recuerda al caudillo de la República Dominicana, el general Trujillo, de quien explica Vargas Llosa que lo llamaban el Chivo porque era “un gran fornicador”? Y que en el virulento final de su ‘gobierno’ hubo de verse con problemas de próstata a los que se le sumó la rebelión de su pueblo; y una ya no sabe qué es lo que más le dolió, si la próstata o el pueblo, o eran para él ambos la misma cosa.
Hay situaciones que se no pueden evitar, como que un buen día los chuzos caigan de punta y a nosotros nos pille en la calle y sin paraguas, como que la tierra se resquebraje una mañana bajo nuestros pies. Pero en lo que concierne a nuestros derechos, al tipo de país en que queremos vivir y a quienes escogemos para que enarbolen la bandera, son nuestro propio deseo y nuestra propia voluntad los que deciden cuándo abrirnos de piernas, que en la vida no basta con apretar gatillos y de los ‘gatillazos’, mejor no hablemos.
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