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Festejos locales con sangre animal

Cuando la ley admite el crimen
Julio Ortega Fraile
jueves, 8 de septiembre de 2011, 06:26 h (CET)
Tal vez se deba a mi ateísmo, pero se me hace muy cuesta arriba creer que santas, santos y demás divinos patrones de miles de pueblos y ciudades en este País, demanden a sus devotos un constante maltrato y sacrificio de seres vivos. Unos 60.000 al año. Hablamos de multiplicar por doce en sólo trescientos sesenta y cinco días, el número de víctimas mortales que se calcula que produjo la Inquisición en España durante varios siglos: 5.000.

Como siempre, la empatía con el dolor ajeno, surge en función de especies y cercanía sin seguir un patrón fijo según el damnificado o la condición del acto que lo provoca, pues al fin depende de nuestra posición relativa con la tragedia. Así, duele más la agonía de un señor desconocido que viva a mil kilómetros que la de un perro, siempre y cuando ese can no sea el nuestro, claro. O turba en mayor medida un asalto con agresión en la esquina de la calle en la que vivimos, que el hundimiento de una patera con el ahogamiento de cuatro docenas de mujeres, niños y hombres que huían de la miseria o de la persecución.

Sesenta mil inocentes torturados y ejecutados, la mayoría toros, que arrancando adrenalina y risas a golpe de heridas, roturas, quemaduras, pedradas, atropellos, lanzadas y estertores, conforman el siniestro mapa festivo de nuestra geografía. Miles de criaturas pagando con su sufrimiento y con su vida la cobardía de políticos incapaces de poner freno a prácticas que, por su inmunda naturaleza, echan por tierra los cínicos alardes de progreso, justicia e igualdad de los que tanto hacen gala en sus mítines, declaraciones de intenciones que representan un canalla ejercicio de hipocresía.

Claro que la religión no es el motivo, sino una disculpa que no hace más que enfangar a aquellos que profesando una fe verdadera la traducen en actos solidarios. Y para quienes atienden a dogmas antes que al amparo de los más desprotegidos, la bula De Salutis Gregis Dominici, promulgada por el Papa Pío V y todavía en vigor, debería de constituir una justificación de peso para no exculpar, cuando no ejercer, tales prácticas.

Tampoco lo es la conservación de tradiciones. Quienes así lo afirman se convierten en adalides de la mendacidad, pues jamás serían partidarios de perpetuar el derecho de pernada para sus hijas o la esclavitud para sus hijos, costumbres seculares defendidas en su momento por otros que empleaban argumentos muy similares. Ni la diversión o la educación, porque ambas cuestiones no pueden ir legalmente ligadas a la exaltación de la violencia. ¿O si pueden hacerlo? Habrá que reconocer, a la vista de la realidad, que los supuestos legales no son más que hipótesis de trabajo. Se dice que la teoría no es una llegada, sino la posibilidad de una partida. En este caso, el camino hacia la erradicación absoluta de conductas violentas no parece una senda que los políticos se atrevan a acometer sin miedo ni rodeos, saltando como van de aberración en aberración por encima de unas víctimas que aparentar no ver.

Sesenta mil aldabonazos sangrientos e inocuos en nuestras conciencias impermeables a lamentos, lágrimas y hemorragias, a manifestaciones de angustia que apenas nada pueden esperar de unos seres, los humanos, con más miedo al policía que a su conciencia. El respeto por la libertad y la vida ajena no suele nacer de la reflexión y del saber ponerse en el lugar del que padece, sino que lamentablemente deviene de analizar las consecuencias que para uno mismo acarrearía violentarlas. Incluso para eso somos individuos egoístas y medimos la conveniencia o no de infligir daño a otros según el perjuicio que a nosotros nos cause el hacerlo.

Por supuesto, es lógico que la intensidad con la que nos golpea una tragedia dependa en parte de cómo nos afecte personalmente y que intervengamos dando prioridades por esa razón. En un accidente de tráfico yo trataría de sacar a mi hija atrapada en un coche en llamas - aunque sea su único ocupante – antes que asistir a otro vehículo en las mismas condiciones y con cinco personas en su interior. Aplicado a animales no humanos y sin tiempo para todo, salvaría primero a mi perro y no a los tres de mi vecino durante una riada. Pero estamos hablando de situaciones límite sobrevenidas, imprevisibles e inevitables, algo muy diferente a provocarlas porque en nuestra concepción moral no haya espacio para la compasión ante ciertas víctimas.

La experiencia demuestra que cuando la ley es cómplice o, excepcionalmente, no puede ser aplicada, el ser humano es capaz de perpetrar acciones lesivas para terceros punibles en otras circunstancias o lugares: las lapidaciones, las peleas de perros o los saqueos tras una catástrofe natural constituyen ejemplos de esta degradación moral reprimida por normas con sus correspondientes sanciones cuando existen y no por la ética de cada cual.

¿Cuántos devolverían con el dinero intacto en su interior una cartera que se encontrasen? Lavamos la conciencia entregando una documentación que para nada nos sirve pero nos quedamos con los billetes del mismo dueño. De igual modo, colmamos de atenciones a nuestro perro y echamos migas a los gorriones, pero callamos ante el alanceamiento de un toro en Tordesillas o la muerte de caballos reventados de cansancio y sed durante la Romería del Rocío.

Llegados a tal punto, antes que aguardar a los resultados de un cambio de sensibilidad en la sociedad a través de la educación que llevará muchas décadas – pues arrastramos siglos de cultura de la dominación – es imprescindible crear una legislación que impida, sin excepciones, abusos producto del individualismo y antropocentrismo que nos caracterizan.

Todos sabemos que el robo, la violación o el asesinato son conductas depravadas y extremadamente nocivas para la víctima. A pesar de esa certeza los gobernantes las prohíben sin esperar a que les pongan freno las conciencias particulares. El escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo: “El gran negocio del crimen y el miedo sacrifica la justicia”. Y de eso saben mucho gobiernos que, como el nuestro, se lucran de la venta de armas. Por lo mismo, más allá del origen personal del gusto por la violencia con animales en algunos ciudadanos: diversión, ignorancia, intereses, sadismo, etc., es una obligación de nuestros estadistas no continuar siendo cómplices de ella empleando la herramienta que los votos le han otorgado: la posibilidad de redactar leyes en las que debe primar el bien común antes que su popularidad.

Vivimos en este periodo del año días pródigos en fiestas locales en España. Cultura, entretenimiento y negocio son muy nobles aspiraciones, qué duda cabe, pero si para llevarlas a cabo se hace necesario que un toro, una vaquilla, un ganso, un pony, una ardilla o un burro experimenten un terrible tormento físico y psíquico que a menudo les conduce a la muerte, cualquier pretendida dignidad del esparcimiento o del lucro queda devorada por la perversión. Puede que sea utópico pedirle tal sensibilidad a un ciudadano, pero exigir a nuestros mandatarios su traducción al código penal es un derecho que nos asiste y al que no renunciaremos jamás.

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