Liliana Bellone nació el 10 de febrero de 1954 en Salta, ciudad en la que reside, capital de la provincia homónima, la Argentina. Desde 1977 es Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Salta, en cuya carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y en el Consejo de Investigaciones se ha desempeñado entre 1980 y 1990. También ha ejercido la docencia en otras instituciones. Además de primeros premios en los géneros cuento, poesía y dramaturgia, obtuvo en 1993 el Premio Casa de las Américas de Novela (La Habana, Cuba). Participó en numerosos congresos y encuentros de escritores en varias provincias de su país así como en Bolivia, Cuba e Italia. Entre otras antologías ha sido incluída en “Cuatro siglos de literatura salteña” (selección de Walter Adet, 1981), “Poesía de la mujer argentina” (selección de María del Carmen Suárez, 1986), “Premio Casa de las Américas. Memoria” (selección de Inés Casañas y Jorge Fornet, 1999), “Leer la Argentina (NOA)” (selección de Graciela Bialet y Mempo Giardinelli, 2005), “Antología Federal de Poesía. Región Noroeste” (Consejo Federal de Inversiones, 2017). Libros publicados: dramaturgia, “…y sonaba el minué” (Premio de la Provincia de Salta, 2010); cuentos, “El rey de los pájaros” (1992), “De amores y venenos” (1998), “De la remota Persia y otros cuentos” (2004),“Estas que fueron pompas y alegría” (2007),“En busca de Elena” (2017); novelas, “Augustus” (Primer Premio Casa de las Américas, Cuba, 1993, con segunda edición en 1994 y tercera edición en 1995), “Fragmentos de siglo” (1999), “Las viñas del amor” (2008), “Eva Perón, alumna de Nervo” (Edición del Congreso de la Nación Argentina, Colección Bicentenario, 2010; 2ª edición en 2012); poesía (entre 1979 y 2006), “Retorno” (Premio Provincial de Poesía 1977), “Convergencia”, “Elegía en primavera”, “El cazador”, “La travesía del cuerpo”, “Voluntad y otros poemas”, “Febrero”. En italiano, con traducción de Saúl Forte y prólogo de Rosa María Grillo se publicó en 2014 “Eva Perón, allieva di Nervo” y con traducción de Rossella Carbone en 2016, “Frammenti di un secolo”, ambas novelas a través del sello Oedipus, de Salerno-Milán, Italia.
¿Siempre residiste en tu ciudad?
No. Mis padres se trasladaron al interior de la provincia cuando yo tenía poco más de un año. Residimos en el Ingenio San Isidro y en General Güemes, lugares que remiten inmediatamente a la caña de azúcar y a los ferrocarriles. Papá era docente, Profesor Normal Nacional, un título que lo habilitaba para enseñar casi todas las materias de la enseñanza primera y media. Él recitaba de memoria a José Martí, Rubén Darío, Carlos Guido y Spano, Marcos Rafael Blanco Belmonte, Amado Nervo, Francisco Villaespesa; contaba infinitos cuentos, fábulas y anécdotas; hablaba de historia y literatura todo el tiempo. Escribió también: relatos y poemas. Se preocupaba por la rima y por la medida de los versos. De él heredé el “Resumen de versificación española” de Martín Riquer. Y también los libros de su modesta biblioteca de docente: “Hamlet”, “Otelo”, “Las alegres comadres de Windsor” de Shakespeare, “Petronio y su tiempo”, “Diálogos de orador” de Cicerón, la “Poética” de Aristóteles, en las ediciones económicas de Editorial Claridad y en la colección de Literatura Universal de Editorial Emecé, “Mi vida” de Domingo Faustino Sarmiento, “El gran dictador” de H. G. Wells, “La perfecta casada” de Fray Luis de León y el “Martín Fierro” de José Hernández, además de los volúmenes de lectura, formación y difusión que editaba el Ministerio de Educación para las escuelas nacionales de aquellos años, como “La razón de mi vida” de Eva Perón y “San Martín en la historia y en el bronce”. De esas lecturas salieron algunas de mis novelas. Mamá recitaba los poemas de Darío, Nervo y Gustavo Adolfo Bécquer que había aprendido en la escuela. Me instaba a memorizar a Rubén Darío: “Éste era un gran rey que tenía…” Yo no sabía todavía leer y repetía esos versos mágicos en el patio mágico rodeado por las hojas de las parras y las higueras. Esa primera infancia fue de luz y hallazgos, junto a mi único hermano, Juan Carlos (como mi padre). Nos criamos escuchando hablar a los abuelos inmigrantes. El abuelo paterno se llamaba Giovanni Bellone, era de Piamonte, había llegado a la Argentina en 1911. Falleció joven, a los cuarenta y dos años. El abuelo materno, Víctor Centeno, era español, de Zamora, Castilla, y a los veinticinco años se embarcó a nuestro país en busca de mejor suerte. Vino solo y luego trajo a su madre, hermanos, sobrinos y tíos. Los dos abuelos se casaron con mujeres argentinas: Giovanni con Lía Palomo Escobar y Víctor con Rosario Torres Hoyos. El abuelo Víctor falleció cuando yo cumplí quince años. Era muy delgado y pequeño y tenía unos ojos celestes transparentes y risueños. Las dos familias residieron en la capital de Salta y en Campo Santo, un pueblo casi legendario, de gauchos e inmigrantes españoles, italianos y árabes. Mis padres siempre narraban historias de familiares y amigos acontecidas en ese lugar. Y de esas historias surgió “Augustus”, bellamente editada por Casa de las Américas y en cuya tapa luce un cuadro de Julio Le Parc. Umberto Eco privilegia al destinatario, que forma parte de la cooperación lectora e interpretativa, por eso siempre pienso que en Cuba encontré a los lectores ideales para mis ficciones. Cuba fue un descubrimiento y un redescubrimiento para mí.
País que habrás visitado más de una vez.
Tanto como puedo (cuando podemos, pues voy con Antonio Gutiérrez, mi marido, escritor y psicoanalista). Dimos cursos y conferencias en el Centro Dulce María Loynaz, en el Centro de Estudios Martianos y en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana; participamos en recitales poéticos y conversatorios, y siempre nos llegamos a la Casa de las Américas, en 3ª y G, del barrio El Vedado, a la Tertulia Sol Adentro, coordinada por la poeta Juanita Conejero, al Hotel Nacional, al Habana Libre, al cine Yara, por la Rambla, bajamos por el Malecón hasta el “Gato Tuerto”, evocado por Julio Cortázar. Fui invitada a publicar poemas y artículos no sólo en la Revista “Casa de las Américas” sino en otras también: por ejemplo, “Amnios”, que coordina el poeta Roberto Manzano. Uno de los cursos que dicté en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, fue sobre hegemonías y olvidos en la literatura argentina. Que es el caso de Leonor Picchetti, excelente novelista, quien murió en Maimará, provincia de Jujuy, en 2015. En “Los pájaros del bosque” (1964), su primera novela, Picchetti cuenta el mito de la infancia y la inocencia, el descubrimiento del sexo y la adolescencia rebelde. También quise rendir homenaje, a través de un artículo que publicó la Revista “Casa…” en su número 286 (octubre-noviembre 2016), a nuestra primera novelista sudamericana y argentina, Juana Manuela Gorriti, en el Bicentenario de su nacimiento (1816). Juana Manuela, desde la retórica romántica visibiliza a sujetos marginados como las mujeres, indios y negros, tal como procediera la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda en la misma época. En Cuba, además de encontrarnos con Roberto Manzano, nos reunimos con los escritores y escritoras Mirta Yáñez, Luis Toledo Sande, Jesús David Curbelo, Susana Haug, Jorge Fornet, Laidi Fernández Retamar, Juanita Conejero, Nancy Alonso, Ernesto Sierra, Ibrahim Hidalgo Paz, Guiomar Venegas y muchos otros amigos.
Retornemos a “Augustus”.
En el título está la reminiscencia de Roma e Italia. También la figura del Padre. Además, la lectura de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, me había conmocionado: de allí extraje eso que concierne al alma de los libros. Los personajes protagónicos y las voces de la narración son femeninos, dos hermanas, Isabel Clara Eugenia (como la hija de Felipe II) y Elena (como la reina de Italia, la esposa de Víctor Manuel). Hijas de inmigrantes, estas mujeres viven en Campo Santo en la década del treinta y luego en la ciudad de Salta durante las décadas de los cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta. Envejecen en total soledad y aislamiento. El libro lleva un epígrafe de “Eugenia Grandet” de Honoré de Balzac, que hace referencia a la asfixiante vida provinciana. La crítica cubana Mirta Yáñez señala que en “Augustus” puede leerse lo que ella denomina “horror a la aldea”.
Las hermanas Campassi (el apellido materno de mi abuelo Bellone) de la ficción son casi gemelas; una es el espejo de la otra, a tal punto que entre ellas hay una confusión imaginaria, de identidades, una es la otra y viceversa. De alguna manera, en estos personajes están presentes las dos hermanas de mi vida real, María del Huerto, mi madre, y Carmela, mi tía, o tal vez los fantasmas duales de mí misma.
¿Algo que añadir de tu infancia?
De mi infancia y adolescencia: me gustaba recitar y dibujar. Tengo presentes a mis primeras maestras, en la Escuela Nacional Nº 339 de General Güemes. En mi memoria, esa ciudad aparece como si fuera un paraíso: su plaza, sus confiterías, el cine de los domingos. Iba mucho al cine con mis padres y mi hermano. Los propietarios eran inmigrantes españoles. También lo eran los dueños de la tienda más importante, de la zapatería, del hotel. Había un almacén de ramos generales de una familia siria y una tintorería de japoneses. La mayoría de los habitantes eran empleados de los ingenios y del ferrocarril. Había, por cierto, también políticos y caudillos, unos radicales, otros peronistas. Papá era profesor y mamá enseñaba dactilografía, taquigrafía y redacción en su academia que funcionaba en nuestra casa.
Cuando cumplí doce años nos vinimos a mi ciudad natal. Fue un cambio. Me inscribieron en un colegio de monjas, el Santa Rosa de Viterbo. Fue una extraña transición. Yo venía de la libertad, del campo, de los pueblos de sol y viento y, de pronto, el colegio sombrío y la disciplina de las monjas... Pero por entonces encontré la literatura, primero en forma de teatro que representaba con mis compañeras, luego de poemas y finalmente de novela, pues comencé a escribir una en secreto, junto a un diario que conservé hasta cuando ingresé en la universidad. A la novela la destruí, al diario también.
Ingresar en la Facultad de Humanidades fue para mí una revelación. Corrían los años ‘70. Había asambleas y marchas, escuché los nombres de la revolución y la juventud. Llegaron a mí Jean-Paul Sartre, especialmente el de “El existencialismo es un humanismo”; Albert Camus, el de “El hombre rebelde”; Julio Cortázar, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez. Todos hablaban de “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa, de “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano. Además encontré a los clásicos y modernos, a Balzac y a Gustave Flaubert, a León Tolstói, a quien había leído por gusto cuando iba a la secundaria (“Ana Karenina” había sido una iluminación). Nos adentramos en el Siglo de Oro: Miguel de Cervantes, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca y, también, en la poesía medieval. En la materia Hispanoamericana fuimos hallando a Octavio Paz, Jorge Luis Borges y César Vallejo a través de un excelente profesor, Octavio Corvalán, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán.
¿Tuviste otros profesores que valoraras tanto?
Sí: nuestro profesor de literatura italiana, latín y lengua italiana: Francesco Pagliaro, vicecónsul de Italia, un intelectual del Vaticano, graduado en Estudios Humanísticos en Roma y en la Universidad de Lovaina, quien había llegado a nuestro país luego de la segunda guerra mundial, en los cincuenta. Pagliaro nos guió por el camino de la cultura grecolatina, del mito, de la poesía, de la leyenda, de las claves de los estilos y las formas. Fue nuestro maestro. Nos acercó al mundo de Homero, Horacio y Virgilio en literatura clásica grecolatina, y a Petrarca, Dante Alighieri, Ugo Foscolo, Giacomo Leopardi, Giosuè Carducci, Luigi Pirandello, Eugenio Montale, Cesare Pavese, Giuseppe Ungaretti en literatura italiana. Esas lecturas siempre afloran en mi poesía, en especial en “Voluntad y otros poemas”, “El cazador” o “La travesía del cuerpo”. También reaparecen en la prosa, por ejemplo, en una novela que publiqué en 2008, “Las viñas del amor”, hipertexto de la novela pastoril, y que, ahora, me parece bastante artificial.
En la universidad conocí a otro gran maestro, el profesor Carlos Giordano, de la Universidad Nacional de Córdoba, un crítico ya de extensa trayectoria que nos formó en literatura argentina y teoría literaria. Giordano había escrito en la “Historia de la literatura argentina” del Centro Editor de América Latina, los capítulos referentes al Grupo de Boedo y a la poesía social después de ese grupo. Él nos inició en la lectura y la crítica de la literatura argentina, desde Leopoldo Lugones, Evaristo Carriego, Borges, Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Héctor A. Murena, Roberto Arlt, Cortázar, Ernesto Sábato, Manuel Mujica Láinez, David Viñas, Marco Denevi, pasando por Boedo y Florida, la poesía del cuarenta y del cincuenta… En teoría literaria estudiamos la línea marxista, Georg Lukács, Theodor Adorno, Arnold Hauser, Walter Benjamin y a los estructuralistas y post-estructuralistas, Umberto Eco, Roland Barthes y Tzvetan Todorov. Considerado un intelectual de izquierda, Giordano debió exiliarse en Italia en 1975 a causa de la persecución de la Triple A [Alianza Anticomunista Argentina]. Allá dio clases en la Universidad de Calabria, hasta su muerte, en 2005. Precisamente, mi novela “Fragmentos de siglo” es la ficcionalización de la figura de Giordano y sus alumnos. Se llama así porque la narración polifónica es fragmentaria, a través de recuerdos, diarios y papeles que van conformando un corpus. En esos años emprendí la bella y ardua tarea de leer a Marcel Proust, siempre mentado por Carlos Giordano. Mi madre fue quien me regaló varios de los tomos de “En busca del tiempo perdido”. Estos tomos, dedicados por su letra, son mi tesoro. La profesora Rosa María Grillo, de la Universidad de Salerno, leyó mi novela y consideró que podía publicarse en Italia. Y allá se difundió con el título de “Frammenti di un sécolo”, como homenaje al profesor Giordano, ampliamente reconocido en el ámbito académico italiano y europeo. En 2016 viajé a Calabria para el homenaje que se le brindara en el marco de IV Congreso de la Asociación Italiana de Estudios Iberoamericanos y la Universidad de Calabria, donde se presentó mi novela traducida por Rossella Carbone, bajo el cuidado de Rosa María Grillo. También fue presentada en el Instituto Italo-Latino Americano de Roma, en la Embajada Argentina en Italia y en la Festa della Letteratura di Salerno. La respuesta del público en general fue importante, y también la de los lectores del ámbito académico a través de reseñas, comentarios y tesis de grado.
Ya otra novela tuya se había publicado en Italia.
En 2014: “Eva Perón, alumna de Nervo”, que había sido editada por la Biblioteca del Congreso de la Nación en 2010, en su Colección Bicentenario, y que apareció en Europa con el título de “Eva Perón, allieva di Nervo”. Fue traducida por Saúl Forte y salió también por Oedipus, que la distribuye por Feltrinelli y Mondadori. Las dos novelas llegaron a Europa de la mano de la crítica académica, que fue realmente muy generosa con mi obra. Debo recordar los abordajes de Fernanda Elisa Bravo Herrera, Liliana Massara, Nilda Flawiá, Karen Douglas de Alexander, Zulma Palermo, Rafael Gutiérrez, Alicia Poderti, Lucila Lastero, María Esther Gómez, Bertha Bilbao Richter y Santiago Hernández Aparicio; en Italia, de Rosa María Grillo, Carla Perugini y Rossella Carbone; en Francia, Claude Cymerman; en Cuba, de Mirta Yáñez y Juanita Conejero. La novela se presentó en varias universidades: Roma Tre, Milán, Venecia, Salerno, Nápoles, Viterbo y Centros Culturales de Capri y Avellino. Ir a Italia gracias a lo que escribí sobre esa gran mujer, fue cumplir con un mandato misterioso. Mi padre (que no era peronista) me había dejado, como dije, “La razón de mi vida” en su biblioteca, quizás para que allí descubriera a la extraordinaria Evita. Pero también conocí la patria de mis antepasados. Castelferro, en la provincia de Alessandria, donde nació Umberto Eco, la Isla de las Sirenas de Odiseo, o sea Capri, que acogiera a Marguerite Yourcenar y a Pablo Neruda, la ciudad de Viterbo, donde reposa la santa que dio nombre al colegio de monjas franciscanas de Salta donde cursé la secundaria, Pompeya, la de Leopardi y su estoica y bella retama, como las que perfumaron mis días infantiles en General Güemes.
En Capri frecuenté a un grupo de escritores, arqueólogos, antropólogos e historiadores que me hablaron de Elena Hosmann, una fotógrafa argentina muy conocida por su libro de fotografías del Perú y Bolivia, “Ámbito de altiplano”, editado por el sello Peuser en 1945 y que representa una mirada artística, antropológica y étnica de la cultura andina. Elena Hosmann, nacida en tu ciudad, se había casado con Edwin Cerio, el escritor e ingeniero caprense, mecenas y anfitrión de Neruda en 1952. Esta pareja tuvo una sola hija, la célebre Letizia Cerio de Álvarez de Toledo, amiga de Borges, quien le dedica el poema “La noche que en el sur lo velaron” (“Cuaderno San Martín”) y la nota aclaratoria final de “La biblioteca de Babel” (“Ficciones”). Lo cual me permitió investigar sobre Elena Hosmann y concebir el volumen de cuentos y relatos “En busca de Elena”, en el que reúno también otros cuentos que había escrito desde 2010 y que publicó este año en tu ciudad Editorial Nueva Generación.
¿Alternaste siempre la escritura de poesía y narrativa?
Así es. E incursioné en el ensayo y la dramaturgia. La poesía se nos otorga, también la escritura de la narrativa, pero hay un espacio, un retorno en la narrativa que exige un programa, una disposición lógica que ordena lo que ofrece la idea germinal (llamémosle “inspiración”). Una vez que la idea se desarrolla en la mente, el cuentista o el novelista, escribe. Me ocurre que cuando escribo cuentos no tengo casi el final, la escritura “me lleva”, como decía Cortázar; en cambio, cuando escribo una novela, el comienzo (empezar) y el final (terminar), como señala Italo Calvino, se me imponen claramente. Entonces escribo.
Escribí poemas en las servilletas de los cafés, en cuadernos de apuntes, agendas, cualquier papel a mano, donde pude. Pero volvía sobre los poemas (como aconseja Horacio Quiroga en el caso de los cuentos) y los reescribí. A veces no pude frenar el dictado de “la voz” poética y escribí y escribí. Me pasó con algunos poemas, que son instantes y desarrollo de esos instantes, como es el caso de “Febrero”, que constituye un libro concebido en un par de horas durante una mañana de lluvia, mientras esperaba en un café para entrar en el Colegio Nacional a dar clases. Descubrí que podía escribir poesía del instante, de las cosas y lo estrictamente circunstancial, testimonio inmediato, mirada minuciosa de la existencia y la realidad. Podía escribir de todo: del agua que corre en las aceras y que arrastra tapas de plástico, restos de cartón, objetos desechados e inútiles, del rostro de una estatua cubierta por el verdín, de una rama seca, del café que bebía. Pero también advertí que la narrativa, la novela y el drama cabían en el poema, o mejor dicho, el poema les brindaba su soporte. A la inversa, descubrí que mis novelas provenían de la poesía y que la poesía me permitía contar. O sea, pude transitar de la poesía a la narrativa y viceversa.
En una respuesta anterior te referiste un tanto a cuando “corrían los años ‘70”. ¿Qué más pasó, te pasó o “recorría” en aquella década?
Fueron tiempos de aprendizaje y desgarro. Numerosos amigos míos desaparecidos, algunos fueron torturados, otros asesinados, varios se exiliaron. Soñábamos con un mundo mejor. Cierro los ojos y recuerdo las clases y las asambleas, las manifestaciones y los estribillos contra el imperialismo y la injusticia social. De por entonces, como ya dije, surgió mi segunda novela: “Fragmentos de siglo”.
Casi estaba recibida de profesora en Letras cuando conocí a quien es mi marido, compañero y camarada de causas comunes en el camino de las letras y la vida, Antonio Gutiérrez. Él es de una ciudad del sur de la provincia de Córdoba, una ciudad de llanura, Bell Ville. Me gusta mucho Bell Ville, su río Tercero (Carcarañá), sus avenidas, sus amplias aceras, su gente. Fue tierra de gauchos y de inmigrantes, en especial italianos, y parece (como muchas otras ciudades de la llanura) una ciudad europea. Entonces llegué al corazón de mi existencia pues nació nuestra única hija, María Verónica del Carmen, una hija que pronto abrazó nuestra causa, la literatura, y cursó la carrera de Letras.
En esa época, ya en los ‘80, compartíamos las experiencias literarias con un grupo de poetas. Nos reuníamos semanalmente en nuestra casa. Publicamos el volumen colectivo “Manifiesto poético” en 1986. Luego formamos el Grupo Retorno (Nancy García, Luis Ferrario, Antonio Gutiérrez y yo). Con el nombre “Retorno”, que alude a mi primer poemario, editado en 1979, publicamos plaquetas, cartillas y libros. Nos interesaba el libro como objeto, por lo que pedimos la colaboración de artistas plásticos: Rosa Gallardo, Guillermo Pucci, Telma Palacios, Adriana Acosta, Mario Vidal Lozano, Anny Cuevas y otros pintores que ilustraron poemas y las cubiertas de nuestras ediciones. Fueron años intensos, de lectura y compromiso. Buena acogida nos concedieron poetas mayores, no solamente por edad, sino por su calidad poética, como Raúl Aráoz Anzoátegui y el crítico académico Guillermo Ara. El grupo no sólo se denominaba “Retorno” en alusión a mi libro: también por la intención explícita de volver a una poesía más clásica, que se alejara del vanguardismo y el hermetismo. Cada integrante fue perfilando su camino. Antonio y yo proseguimos en la escritura de poesía y narrativa, aunque él alternó más con el ensayo y el estudio psicoanalítico.
Nuestras lecturas de poesía eran amplias y variadas, desde los españoles del ‘98 y del ‘27, a los norteamericanos del siglo XX, pasando por el simbolismo y el surrealismo, hasta Borges, los latinoamericanos como Vicente Huidobro, Vallejo, Roque Dalton y Ernesto Cardenal, y argentinos como Oliverio Girondo, Edgar Bayley, Alejandra Pizarnik, Enrique Molina, Alberto Girri, Raúl Gustavo Aguirre, Olga Orozco, Roberto Juarroz, y Joaquín Giannuzzi, además amigo, pues siempre veraneaba en Campo Quijano junto a su mujer, la novelista Libertad Demitrópulos.
¿Y en los ‘90? ¿Y aun después?
Formé un taller de escritura e incursioné en la crítica literaria. Publiqué reseñas y comentarios en diarios y revistas. También elaboré varios ensayos, algunos inéditos como “Azahares y cólera”, “La poesía despojada”, “La Divina Comedia, una teoría actual de la poesía”, lo que me dio pie para el trabajo que presenté con Antonio Gutiérrez en el Congreso de Dante Alighieri en América Latina en 2004, y que fue socializado por la Univesità degli Studi di Cassino, Italia, y por último “Las negaciones de Borges: amor, ideología y novela”. Del que acabo de citar, la revista “Casa de las Américas” en su número 266 (enero-marzo, 2012), incluyó uno de los capítulos en forma de artículo: “El peronismo o el espejo monstruoso de Borges”.
El taller literario fue otra revelación. La trasmisión de la poesía y la narrativa se dio en ese ámbito de lectura y conversación, de modo casi misterioso. Más tarde, desde 2001, el taller se convirtió en seminarios y cursos. Opino que la tarea del escritor también es la de difundir la literatura a través de la docencia.
La literatura me llevó a los orígenes, a Italia, la patria de mi abuelo. A donde residen los héroes que mis maestros me nombraron: Dante, Giovanni Boccaccio y Leopardi, el de “La retama” del Vesubio. Pero los fantasmas siempre asaltan: me seguirán asaltando. Italo Calvino habla de “visibilizaciones”. Llegan otros fantasmas. Finalicé una novela sobre Michele Puccini, hermano de Giacomo Puccini, que vivió en la provincia de Jujuy a fines del siglo XIX; un personaje romántico, digno de las óperas de su hermano. Es una novela fantasmática que surgió no solamente por mi admiración a la ópera, sino porque encontré casualmente (causalmente) un gran parecido físico entre Michele Puccini y mi abuelo Giovanni Bellone.
Publicaste ensayos y crítica literaria en numerosos medios pero no los reuniste en algún volumen. ¿Sucederá?... ¿Cuáles serían tus libros concluidos y aún no editados? ¿Planeás alguna otra novela? ¿No volviste a incursionar en la dramaturgia?
Permanece, sí, inédito el ensayo sobre Borges y sus negaciones: o sea, el amor, las mujeres, la novela y la ideología. Ya sabemos que la cuestión del “otro” es determinante en Borges, el semejante, el “otro” del espejo, el de la relación dual e imaginaria de amor y odio: que es a partir de lo que abordo su narrativa y su poesía.
Es posible que en algún momento reúna los ensayos y crítica literaria en un volumen; es una gran idea y un gran desafío, Rolando.
Además de “Michele. La ópera no escrita de Giacomo Puccini”, a la que ya me referí, tengo inéditos cuatro poemarios: “El viaje y la palmera”, “El infierno de los amantes crueles”, “El pez” y “La costura de Hortensia” (Diploma de Honor “Carlos Alberto Débole”, 2013). Algunos textos de esos libros aparecieron, entre otros medios, en la revista “El Hipogrifo” de Roma, en el suplemento literario del Diario “Pregón”, de San Salvador de Jujuy, que dirigió durante años el poeta Néstor Groppa y luego la escritora Susana Quiroga, en los suplementos literarios de “El Tribuno”, “Punto Uno”, y en el “Intransigente” de mi provincia, que dirige el escritor Ricardo Federico Mena.
Estoy recopilando material para una novela histórica sobre José de San Martín, centrada en la etapa de su estadía en Lima, antes del desenlace de Guayaquil. Quizá éste sea el secreto para poder seguir escribiendo, los fantasmas o los sueños diurnos, como señala Freud, esos sueños con los ojos abiertos, lugar de cruzamientos, velo último que recubre lo que los poetas descubren: al que no se accede, que apenas se puede vislumbrar y del que retorna mortalmente herido, ya sin ser el mismo, ese lugar que es el lugar de lo real, la no palabra, el agujero, lo que nos precede y lo que nos sucederá, como en la naturaleza, como en el universo.
En cuanto a textos teatrales, si bien es cierto que incursioné en ellos en mi juventud, no es un género al que regresé. Salvo en “…y sonaba el minué”, una pieza dramática bastante crítica y mordaz sobre los prejuicios provincianos. De todos modos, en algunas de mis novelas, intercalo secuencias teatrales, como en “Eva Perón, alumna de Nervo”, donde hay un diálogo entre Eva Perón, la Primera Dama y Evita, la militante. La dramaturgia ofrece una concentración temporal inherente a su finalidad, que es la puesta en escena; hay que escribir para una o dos horas de representación. Lope de Vega concebía en una noche una pieza teatral. Esa temporalidad condensada, cercana a la poesía, una especie de presente constante, es lo más atractivo de la escritura dramática.
¿Así que “después de escribir la novela “Augustus” me reconcilié con mi entorno familiar y con la sociedad salteña”?...
En un comienzo sentí esa reconciliación pero, con el tiempo, me di cuenta de que era transitoria. Tal vez, por ser la primera novela, hay una especie de exorcismo de fantasmas familiares y sociales. Esos fantasmas se van desplazando a otros espacios y otras historias; así surgieron los relatos sobre los años ‘70, sobre la vida de Evita, etc. Escribí “Augustus” en 1984. La presenté en varios concursos de la provincia, entre ellos el de una Fundación de un conocido Banco; era un Premio Regional, y el jurado optó por las escrituras más tradicionales y las temáticas aceptadas por el imaginario lugareño. También procuré publicarla a través del apoyo oficial, pero sin éxito. “Augustus” era (y es) una obra demasiado crítica sobre el ámbito provinciano. Marzena Gregorcyk, profesora y crítica norteamericana, me sugirió presentar el libro en la Casa de las Américas. Cuando me enteré que había sido premiado por la Casa, te imaginarás cuán sorprendida quedé. En Cuba —ya lo dije— había encontrado a mis lectores.
Destacan en tu historial de reconocimientos aquellos que te fueron concedidos (Huésped de Honor, Diplomas de Honor, homenajes, ediciones y premios) no sólo por entidades privadas sino también municipales, provinciales y nacionales.
Son gratificaciones que, de alguna manera, actúan como incentivos para proseguir la tarea de escribir, una tarea solitaria. También implican una devolución de lectura y recepción de parte de la sociedad, la destinataria, en última instancia, de lo que se escribe.
¿Tuviste ocasión de conversar con el presidente de la Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar? ¿Qué diálogos han quedado en vos como atesorables?
Conocí a Fernández Retamar en la Feria del Libro de Buenos Aires en 1993, cuando me entregó el Premio Casa de las Américas. Ese mismo año, él publicó “Fervor de la Argentina” en la Editorial Colihue, donde se reúnen las voces que se anticiparon en su “Calibán” (de 1971), o sea Borges, Sarmiento, Martí, con el advenimiento de Ezequiel Martínez Estrada, César Fernández Moreno, Julio Cortázar y Leopoldo Marechal.
Luego volví a encontrarlo varias veces en La Habana, y de sus conversaciones recuerdo de nuevo las alusiones a Borges, a quien reverencia, a pesar de haber sido muy crítico de su literatura en “Calibán”, ya que lo consideraba “patéticamente fiel a su clase”. Sin duda que la calidad de la escritura borgeana se impone por sobre ideologías y Fernández Retamar valora en este punto al maestro.
En muchas ocasiones también charlé con Joaquín Giannuzzi, quien, como algo ya anticipé, solía veranear en Campo Quijano, llamado el Portal de los Andes, pues se ubica al inicio de la ruta que lleva a Socompa, un paso andino que une la ciudad de Antofagasta, en Chile, con la provincia de Salta. Él nos transmitió su manera peculiar de ver la vida y la poesía, y sobre todo su ética con la escritura. El personaje Joaquín De Gennaro, uno de los narradores de “Eva Perón, alumna de Nervo”, está inspirado en Giannuzzi.
¿Por qué escribir una novela sobre Eva Perón?...
Estás apuntando al título de la conferencia que ofrecí en el Centro de Estudios Martianos de Cuba en 2013. Sobre Eva Perón ya se ha escrito mucho; por lo que pensé en mostrar los aspectos desconocidos de su historia. Indagué su infancia, su juventud, sus lecturas, los poetas a quienes recitaba, su relación con la madre y los hermanos, los años difíciles en Los Toldos y en Junín, y traté de rescatar a un ser de carne y hueso. El hilo de Ariadna fue Amado Nervo y su poesía mesiánica, modernista y estoica, poesía de la que Evita era asidua lectora. Desde pequeña, en la escuela, ella recitaba los poemas de Nervo, casi siempre cargados de un tánatos y un espíritu sacrificial que luego se concretó en su vida. Por eso, se puede arriesgar la siguiente afirmación, que sería el sustento de la novela: la existencia de Eva Perón está escrita en la poesía de Amado Nervo.
Al comenzar a concebirla se me planteó la cuestión del ritmo narrativo. Ya en “Augustus” sentía la cadencia entrecortada de “Pedro Páramo” de Juan Rulfo y el sonido continuo de “Las olas” de Virginia Woolf. En “Eva Perón, alumna de Nervo” se impuso el ritmo poético. Con el devenir de la escritura me di cuenta de que predominaba la musicalidad del soneto. La novela está estructurada en cuatro partes concatenadas que se entrelazan y repiten como en esa composición métrica. Seguramente en Italia, esa cadencia se hizo audible por las oraciones cercanas al endecasílabo. Por eso opino que la versión italiana es más rica desde el punto de vista sonoro.
De un narrador a otro en la novela “Leviatán” de Paul Auster: “—He llegado a un punto en el que ya no sé qué estoy haciendo —dijo—. No sé si es bueno o malo. No sé si es lo mejor que he hecho nunca o si es un montón de basura.” ¿Alguna vez estuviste cerca de sentir algo así?
Una suele dudar a veces de lo que escribe, pero siento que mis libros son creaturas engendradas por mis deseos y fantasías, por lo que los amo a pesar de percibir por ellos cierto sentimiento de extrañeza. Las creaciones de un escritor son producto de él mismo y de quienes lo han precedido en la vida y en la literatura, por lo tanto no podría considerar todo eso como basura aunque nuestro ser pueda transmutar y transmutarse en desecho. El receptor, siguiendo a Umberto Eco, que es quien pondrá sentido a las producciones literarias y artísticas en cooperación con el escritor, es el que decidirá el lugar de vanguardia, museo o historia a donde se dirige la escritura y, por qué no, también el lugar del olvido, del residuo, del borramiento y del desecho. Si bien a veces una piensa que lo escrito no reviste mayor valor y a pesar de que en un momento de mi vida destruí algún manuscrito, ahora siento una especie de compasión por esas producciones: tal vez sea autocompasión.
¿Creés en el azar? (Y me hago cargo de que pudieran vos u otras personas llegar a opinar que preguntar esto a un escritor es estúpido.)
Causalidad y azar parecieran ser los dos fundamentos de la realidad, opuestos y excluyentes entre sí, pero que se combinan en el entretejido de la literatura de manera asombrosa y, diríamos, misteriosa. Lecturas, interpretaciones, escrituras y reescrituras se rigen por las leyes de la causalidad, de modo tal que los encuentros casuales no son tales. Escribimos movidos por esas causalidades que aparecen vestidas de azar, pero en realidad escriben en nosotros la literatura y la historia que nos hablan. Lectura-escritura en una banda de Moebius infinita, interceptada por la vida misma. Borges me llevó a Dante, Dante a Leopardi y su retama, encontré esa retama en Pompeya, que es —salvando los siglos de distancia y otras cuestiones— como nuestra perdida Esteco, hundida por los sismos de 1692, cuando la ciudad de Salta casi se hunde también. Por ese camino fui a Capri, encontré a Elena Hosmann, personaje de “En busca de Elena”, relato con el que titulo mi último libro y que en abril presenté en La Habana. Elena Hosmann era la esposa del escritor e ingeniero caprense Edwin Cerio, el anfitrión de Neruda en 1952 (recordar la película “El cartero”, dirigida por Michael Radford, filmada en las islas del Tirreno, donde bogara Odiseo, basada en la novela “Ardiente paciencia” de Antonio Skármeta, nacido por estas latitudes cercanas a los Andes, en Antofagasta, donde el mar azul y la arena blanca se parecen al mar de Grecia). Elena ya estaba en “Augustus”: Elena Campassi (por la reina de Italia, la esposa de Víctor Manuel) y por Santa Elena, cuya fiesta es el 18 de agosto. Elena Campassi, nacida un 18 de agosto, igual a Elena Hosmann, igual a Malva Marina Reyes, la pequeña hija de Neruda, ahogada en su hidrocefalia. 18 de agosto, día en que murió Balzac, leído por los personajes de “Augustus” (Augustus-Agosto, mes del Emperador, Augustus-Augurio, mes de viento y tierra en Campo Santo-Comala, mes del estío en Europa, de terremotos y lava como el 24 de agosto del año 79 d. J. C., en que explotó el Vesubio —en 2016 el terrible terremoto que asoló gran parte de Italia fue también un 24 de agosto—). Los personajes de la novela evocan a “Eugenia Grandet” de Honoré de Balzac, que representa a una triste provinciana, encerrada en su aldea. Balzac murió el 18 de agosto de 1850, un día después que José de San Martín, en Francia. San Martín, que leía en francés, casi su segunda lengua, debe de haber leído a Balzac. En agosto nació Borges (24 de agosto, fecha que rememora la “Noche triste de San Bartolomé” en Francia). Fechas y nombres: Elena o Helena de Surgère, que promoviera “Los sonetos para Helena” (1574), de Pierre de Ronsard, que es epígrafe de “El cuaderno de tapas azules” (en homenaje a Leopoldo Marechal y a “Zibaldone de pensamientos” de Giacomo Leopardi) de mi novela “Fragmentos de siglo”, es también la de Pablo Neruda, en “Nuevo soneto a Helena”. Fantasmas, reconstrucción de fantasmas (“El escritor y sus fantasmas”, “Los fantasmas de Flaubert” de Ernesto Sábato, “El poeta y los sueños diurnos” —fantasmas o fantasías— de Sigmund Freud), fantasmas dentro de fantasmas, trabajo del escritor. Como dice Borges, nuestras nadas poco difieren, pues somos fantasmas atravesando la eternidad.
¿“Restituir a su legítimo dueño”, “Sopesar los pros y los contras”, “No abusar de la confianza”, “Desplegar la creatividad” o “Derivar a quien corresponda”?...
Sabemos que el signo lingüístico se completa con lo que llamamos entorno y contexto, o sea las circunstancias particulares y concretas (materiales y lingüísticas) que rodean y constituyen un acto de habla, en el que se ubican emisor y receptor. Ésta, creo, es la razón por la cual muchas expresiones toman su verdadero sentido según el momento en que se dicen, quien las dice y a quién las dice. “Restituir a su legítimo dueño”, es “per se”, bastante elocuente, como lo indican las cargas semánticas de las palabras “restituir”, “legítimo” y “dueño”. Como en la poesía, hay palabras más fuertes, “palabras-cosas” que viven y tienen espesor por sí mismas. Necesariamente, se significa y resignifica desde el contexto y el campo semántico desde donde se articula el mensaje.
En poesía, como en otros campos, hay quienes —vos misma, Liliana, antes, en esta conversación— consagran como “maestros” a determinados exponentes. ¿Designarías de este modo a los siguientes poetas?: el chileno Pablo de Rokha (1895-1968), el brasileño Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), la peruana Blanca Varela (1926-2009), el argentino Mario Trejo (1926-2012), el paraguayo Elvio Romero (1926-2004).
Sin duda, los cuatro poetas que nombrás, figuras luminosas en el mapa de la poesía latinoamericana, inmersos y productos de la primera parte del siglo XX, y que han vivido intensamente su época, que han “peleado” con la palabra y con su tiempo, son dignos de ser considerados “maestros”. Por cercanía de concepciones y de temas, por ser tan evocados por otros colegas míos, tendría que nombrar a Mario Trejo, y a Elvio Romero, amigo de mi comprovinciano Raúl Aráoz Anzoátegui. Elvio Romero, con su voz que es el eco de Rubén Darío, de Amado Nervo (el poeta mexicano continental y que todos leían en revistas y en ediciones económicas), de Federico García Lorca y de Walt Whitman. Elvio Romero era modesto y de modos sencillos, era un hombre de la poesía...
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