El “trágico” final del Jefe Caminero Arzobispal Eduardo Petta, quien perdió finalmente su zoquete a través de una maniobra combinada de sindicalistas del Ministerio de Obras y los parlamentarios a los cuales humilló despojándolos de sus automotores con la prepotencia propia de un viejo amigo de correrías del cura presidente, fue el tema obligado de la dolida prensa amiga esta semana.
Aunque la prensa acostumbra presentar al personaje como un “implacable” y pundonoroso perseguidor de infractores, apenas caído en desgracia salió a la luz contratación irregular de ciertas amantes ordenadas por Petta. Perdiendo la pose, el cuestionado jefe caminero defendió los nombramientos y afirmó a la prensa que su novia no renunciará a su zoquete en el MOPC.
Al parecer, el caído zoquetero de las multas mediáticas ignoró los peligros del terreno que pisaba en un país donde despojar de automóvil a un poderoso ya costó un golpe de estado en agosto de 1937. La historia, maestra de la vida, nos señala una vez más que perder un cargo –aunque sea de presidente de la república- por confiscar automotores no es una novedad en la tormentosa historia política paraguaya.
Mi reino por un automóvil
Cuenta la historia que uno de los complotados contra el gobierno de la revolución de Febrero, el Teniente Coronel Dámaso Sosa Valdez, se incorporó a la conspiración por motivos bastante pintorescos y que nada tenían de políticos –sí mucho de chismes mujeriles-. Su señora esposa, que vivía en Asunción, tenía en su poder y utilizaba, un auto propiedad del Comando en Jefe del Ejército. Posiblemente por que lo necesitaban o sencillamente para poner las cosas en su lugar, el Jefe de dicha unidad el Teniente Coronel Rivas Ortellado ordenó retirar el vehículo de la citada señora.
Narra el historiador Arturo Rahi que esta información la recibió Sosa Valdez en el Chaco mediante carta de su señora esposa, condimentada vaya a saber con cuantos comentarios adicionales producto de la rabio o del despecho. Sus amigos recordaron luego que a partir de entonces se notó un cambio radical en el comportamiento del citado militar que evidentemente buscó y encontró a quienes seguirían el mismo camino de la traición que en su mente comenzó a germinar.
Algo que sí se conoce, es que Sosa Valdez culpó al coronel Rafael Franco de haber ordenado el retiro del vehículo. Sin embargo es bien conocido que no fue él sino el Teniente Coronel Rivas Ortellado quien en uso de sus facultades de Comandante en Jefe ordenó recupera algo que pertenecía a su comando. Nada malo existió en esto y la reacción de Sosa Valdez fue evidentemente originada por las expresiones que habría vertido su señora esposa en su carta, que nada extraño sería, tuviera indirectamente un negro trasfondo de premeditación y mala intención.
La caída de Petta recordaría a la de Franco si no tuviera en su haber amantes contratadas con jugosos zoquetes, y no existiera una evidente persecución política a opositores en sus mediáticas apariciones.
Drama Shakesperiano
Un célebre episodio de la historia británica, la muerte del último monarca de la casa Plantagenet y a la vez epílogo de la guerra entre terratenientes y señores feudales que enfrentó a las dos rosas (la blanca de York y la roja de Lancaster), fue popularizada en una famosa y aleccionadora tragedia de Shakespeare; Ricardo III.
Según la tradición, el soberano inglés estaba en medio del campo de batalla en Leicestershire (Bosworth), el 22 de agosto de 1485, cuando su caballo perdió una herradura, tropezó y rodó, cayendo el rey Ricardo al suelo. Antes que el jinete pudiera tomar las riendas, el asustado animal se levantó y echó a correr. Ricardo miró en derredor, viendo que sus soldados daban media vuelta y huían, y las tropas de su enemigo Enrique Tudor lo rodeaban.
Según la leyenda recogida por el celebrado dramaturgo, el último monarca de la casa de York agitó su espada en el aire y presa de la desesperación gritó: ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!
El episodio, histórico o no, da realismo y elocuencia a la desesperación humana ante un destino trágico, mostrando al hombre más soberbio y poderoso como capaz de renunciar incluso a lo más sacrosanto, por salvar algo tan insignificante al aferrarse a la propia vida.
Al final, Enrique Tudor recoge en el campo de batalla la ensangrentada corona y se convierte en Enrique VII.
La tragedia shakesperiana de quedar a pie se acerca bastante al episodio de Petta, quien luego de perder la silla con fabricada fama de “implacable”, acabó entre sollozos suplicando por el zoquete de su novia. Ya lo decía William Shakespeare en Ricardo III, refiriéndose a los hombre “duros” como éste: Aunque eran rufianes crueles, perros sanguinarios, se derretían de ternura y benigna compasión, llorando como dos niños al contar tristes historias de muerte.
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