Pasan el tiempo, años, décadas, siglos, milenios, y el mundo sigue siendo un lugar de placer para unos pocos y de sufrimiento extremo para otros, la gran mayoría; se suceden las formas de Estado, el feudalismo, la dictadura, la democracia, y las sociedades siguen siendo injustas en su esencia y desequilibradas en su forma; se suceden los credos, taoísmo, zoroastrismo, budismo, cristianismo, islamismo, y los hombres no terminan de encontrar a un Dios que les responda o les dé la clave para vivir en paz con sus semejantes; se suceden las ideologías, fascismo, marxismo, leninismo, liberalismo, y los hombres no son capaces de organizarse de una forma armónica y justa, estableciendo la Justicia Social; y se suceden los gobiernos, y, como en con el cuento del palo y la zanahoria, siempre el pueblo llano debe esforzarse en tiempos de crisis y dificultades para volver al tiempo de estabilidad en que el pueblo llano es ignorado, ninguneado y despreciado para que los pocos ricos y una escasa elite de poderosos viva a sus anchas.
Seguramente usted o yo no somos buenos padres, pero estamos junto a nuestros hijos y nos sentamos a su lado y, a su forma para que lo entiendan, con mayor o menor acierto les decimos cuáles son las reglas, cuáles los límites del bien y del mal y qué consecuencias acarrea lo uno y lo otro, y los protegemos de los daños del mundo; pero usted y yo y sus hijos y los de todos, no tenemos un Padre celestial que nos indique el camino de salida de este laberinto, que se siente con nosotros y nos cuente a nuestra forma de entender cuáles son las reglas, cuáles los límites del bien y del mal y qué consecuencias acarrea lo uno y lo otro, y nos proteja de los daños de los perversos; ni siquiera tenemos un padre mundano, un Gobierno, que vele por nosotros y nos diga cuáles son las reglas, cuáles los límites del bien y del mal y qué consecuencias acarrea lo uno y lo otro, y nos proteja de los perversos. Bueno, sí que lo tenemos, pero sabemos que siempre ha sido y es mentira, y que la ley –los límites- no es para todos, que la justicia no es para todos, que los bienes no son para todos, que nada es para todos, porque siempre mienten y los poderosos tienen la boca ancha y los pueblos la boca estrecha del embudo, y nos abandona a nuestra suerte ante ellos mismos y los perversos.
Miro a mi alrededor y veo. Y contemplo injusticias a manos llenas, hombres y mujeres sin trabajo, niños desnutridos, muertos de hambre, necesidades por doquier, soledad y dolor, mucho dolor, muchísimo dolor. Dios calla y consiente, y no lo entendemos, porque quizás seres tan limitados no puedan comprender a un ser ilimitado; pero también callan los padres humanos, nuestros gobiernos, y si hablan es para decirnos que son cosas de la crisis, que si uno tiene más que otro es porque se lo ha ganado, que si uno tiene menos que otro es porque no se ha esforzado, y, si nos mantenemos en la protesta, nuestro padre humano, el gobierno, nos echa a sus perros feroces con cascos y porras y nos muerden y devoran, porque ellos sí pueden saltarse la ley, que son las normas y los límites, para que nosotros cumplamos las leyes, que son las normas y los límites, que les convienen.
Y, sin embargo, miro y veo. Y contemplo y comprendo que no todo el que tiene más se lo ha ganado, al menos honradamente, y contemplo y comprendo que los grandes criminales fundan corporaciones, y contemplo y comprendo y que muchos poderosos trafican con el dolor, con la vida y la muerte, con la carne y el dolo. No; no son los mejores los que están más altos ni peores los que están más bajo. Mienten, y lo saben. Hay criminales que viven bien porque son mafiosos, y habitan palacios y tienen siervos y juegan con la vida y la muerte de sus semejantes; pero también hay criminales que no usan armas ni bandas, que igual o más cobardemente que aquéllos roban y matan desde despachos con dulces palabras, que decretan con una firma la supervivencia o la miseria de otros hombres, otras familias u otras naciones, y éstos también viven en palacios y tienen siervos y juegan con la vida y la muerte de sus semejantes. Al ciudadano, clase media o baja, siempre le toca la boca estrecha, porque así son las reglas, así los límites del bien y del mal y las consecuencias de lo uno o de lo otro es nada más que sobrevivir o ser perseguido. Lo han hecho así los mismos pocos de siempre para que los mismos muchos de siempre trabajen por ellos, les sirvan, mueran por ellos en sus guerras y les procuren una existencia de lujo y regalo próxima a la de los dioses.
Pero no tiene por qué ser así. Se puede cambiar, se puede lograr una sociedad justa y equilibrada y armónica. Se puede. Se puede conseguir que toda criatura nazca sin necesidades y viva sin necesidades, con el alimento y la casa y el vestido y el afecto asegurados. En realidad sobra de todo para todo el mundo, sólo que está en manos de unos pocos, poquísimos, una elite. Se puede cambiar. Se puede conseguir una sociedad sin empleo y, por ello mismo, sin desempleo, sin criminales, sin bandas, sin dolores más que los propios emocionales de la existencia, sin soledades, sin rivalidades ni enemigos. Sólo hay que quererlo. Se puede. Se puede conseguir que el dolor de uno sea el de todos y lo de todos sea verdaderamente de todos, respetando a los demás, al medio y al futuro, porque el hoy es un préstamo que nos ha hecho un porvenir que no es nuestro, sino de las futuras generaciones que aún no han nacido.
Ahora, nuevamente, nos piden que nos esforcemos, que trabajemos más, que suframos más, que paguemos más impuestos para salir de la crisis que encenaga nuestro presente y nuestro futuro; pero nuevamente nos mienten, como nos mintieron cuando no había crisis y se olvidaron de nosotros o nos pagaron poco y mal para que los que tenían mucho tuvieran más. Quieren volver a lo mismo, que repongamos lo que robaron, lo que usurparon, lo que se guardaron a paletadas en sus cajas fuertes particulares, y quieren que lo hagamos con nuestra miseria, con nuestro dolor, con nuestra sangre. Mienten de nuevo, y de nuevo es posible que se salgan con su encanto.
Pero puede haber otra forma de organizarnos distinta, mejor, más luminosa. Puede haber deontocracia, y no es ninguna utopía, sino algo que está ahí, que sólo hay que ponerla en práctica y vigilar porque se cumpla. No sé si Dios existe y nos ama, y sí, por el contrario, que exista nuestro padre humano, el gobierno, pero que él no nos ama en absoluto. Somos, de una u otra forma, huérfanos de lo divino y lo humano, y por ello mismo estamos obligados a crecer y madurar, y es mejor que lo hagamos juntos, con la fuerza del colectivo, si es que queremos tener futuro. Ya hemos tenido mil dioses, mil ideologías, mil credos, mil fórmulas de Estado o de gobierno, y todas han fracasado, trayendo a los pueblos dolor y desequilibrio e injusticia, y a la naturaleza destrucción y caos. Tal vez sea llegada la hora de hollar otro camino: todos los demás sabemos de fijo que conducen al infierno. Se puede, se debe.
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