WASHINGTON -- Nosotros los estadounidenses nos engañamos si ignoramos los paralelismos entre los problemas de Europa y los nuestros. Es tranquilizador considerarlos independientes, y la fijación con el euro -- la moneda única europea -- sustenta esa forma de pensar. Pero el desconcierto europeo es más que una crisis de cambio y era inevitable, en alguna forma, hasta de no haberse creado el euro. Se trata en última instancia de una crisis del estado del bienestar, que ha crecido paulatinamente demasiado para ser financiado económicamente con facilidad. La gente no puede vivir con él -- y no sabe vivir sin él. La tesitura norteamericana es algo distinta. La ampliación del estado fue una de las grandes transformaciones del siglo XX. Los países ricos adoptaban programas de educación, salud pública, protección por desempleo, pensiones, vivienda de protección social y redistribución de la riqueza. "El gasto público destinado a estas actividades venía siendo prácticamente nulo a principios del siglo XX", escribe el economista Vito Tanzi en su libro "El estado contra el mercado". Las cifras -- para los que no las conozcan -- resultan difíciles de creer. En 1870, todo el gasto público era el 7,3% de la renta nacional en Estados Unidos, el 9,4% en Gran Bretaña, el 10% en Alemania y el 12,6% en Francia. Hacia el año 2007, las cifras eran del 36,6% en el caso de Estados Unidos, el 44,6% en el de Gran Bretaña, el 43,9% en Alemania y el 52,6% en el de Francia. El gasto militar dominó en tiempos los presupuestos; hoy domina el gasto social. "La supervivencia del más apto" ha dejado de bastar. A los europeos nunca les gustaron los mercados tanto como a los estadounidenses. Durante la década de los 80 en el siglo XIX, el Canciller alemán Bismarck inventó la protección sanitaria, las pensiones y el seguro por accidente: hitos calificados de origen del estado del bienestar. La Gran Depresión desacreditó al capitalismo, y tras la Segunda Guerra Mundial, comunistas y socialistas disfrutaban de firme apoyo en parte gracias a "haber constituido el grueso de los movimientos de resistencia en tiempo de guerra", escribe Barry Eichengreen en "La economía europea desde 1945". Para florecer, el estado del bienestar exige de condiciones económicas y demográficas favorables: fulminante crecimiento económico que financie las prestaciones sociales; y poblaciones jóvenes que financien a la tercera edad. Las condiciones económicas y demográficas han cambiado de forma adversa en la misma medida. La enorme ampliación de los estados del bienestar de Europa comenzó durante la década de los 50 y los 60, cuando el crecimiento económico anual de sus economías ricas alcanzaba de media el 4,5% en comparación con un ritmo histórico desde 1820 del 2,1%, observa Eichengreen. Este ritmo de crecimiento, se daba por sentado, iba a continuar de forma indefinida. No fue así. De 1973 al año 2000, el crecimiento se estancó de nuevo en torno al 2,1%. Más recientemente, ha sido inferior. También las condiciones demográficas cambiaron. En el año 2000, la población italiana de más de 65 años ya representaba el 18% del total; en el año 2010 era del 21%, y el cálculo para el año 2050 es del 34%. Las cifras en el caso de los 27 socios de la Unión Europea son del 16 por ciento, el 18 por ciento y el 29 por ciento. Hasta la crisis económica, el estado del bienestar guardaba un cierto equilibrio con un ritmo de crecimiento económico indolente. La crisis destruyó ese equilibrio espontáneo. El crecimiento económico se desaceleró. La deuda -- ya elevada -- se disparó. Bonos de deuda pública considerados en tiempos ultraseguros eran ahora de riesgo. Pasamos a Estados Unidos. En líneas generales, el argumento es parecido. La gran ampliación del estado de bienestar de América (aunque nosotros evitemos ese término) se produjo durante la década de los 60 y los 70 con la creación de los programas Medicare de los ancianos, Medicaid de los pobres y los talonarios de vales de los comedores sociales. En el año 1960, el 26% del gasto federal se lo llevaban los cheques destinados a particulares; en el año 2010, la cifra fue del 66%. El crecimiento económico durante la década de los 50 y los 60 alcanzó de media el 4%; de 2000 a 2007, la cifra fue del 2,4%. Nuestra tercera edad era el 13% en 2010; el cálculo del año 2050 es del 20%. Lo que diferencia a Estados Unidos de Europa es que (hasta la fecha) nosotros no hemos sufrido el azote de los mercados de deuda. A pesar de la elevada y creciente deuda pública norteamericana, los títulos del Tesoro todavía se pagan a tipos de interés bajos, en torno al 2% en los bonos a 10 años. ¿Durará eso? Es cierto que recortar el gasto público de forma demasiado rápida amenazaría una recuperación económica frágil. Pero no se puede acusar de este error al Congreso o al Presidente Obama. Ellos hacen muy poco y destacan echándose el muerto. El estado del bienestar moderno ha llegado al histórico momento de ajustar cuentas. Como institución política, no se ha adaptado al cambio. Política y economía están enfrascadas en una disputa. Las enormes poblaciones de Europa y América esperan las pensiones prometidas y, comprensiblemente, acusan cualquier indicio de que van a ser recortadas. Los políticos elegidos de forma democrática reaccionan en consecuencia. Pero la inercia resultante plantea una amenaza económica, amenaza hecha realidad ya en Europa. A medida que déficit o impuestos suben, el riesgo reside en que la inestabilidad económica crezca, el crecimiento descienda, o las dos cosas. Financiar las prestaciones prometidas se vuelve más difícil. O la austeridad se vuelve inevitable. La paradoja es que el estado del bienestar, diseñado para mejorar la estabilidad y frustrar el conflicto social, se perfila ya como motor de la inseguridad, los conflictos y las decepciones. Frente a la difícil cuestión de encontrar un equilibrio sostenible entre protección de los derechos individuales y mejor crecimiento económico, los europeos han pasado años mareando la perdiz. El paralelismo con nuestra tesitura es completamente evidente por sí mismo.
|