Recuerdo que en una oportunidad dediqué a un compañero febrerista, en la introducción a una versión condensada de sus artículos, una famosa frase de Bertolt Brecht. Era aquella donde el dramaturgo alemán decía que aunque los hombres que luchan un tiempo son muy buenos, los que luchan toda la vida son los imprescindibles. Afortunadamente, hoy puedo decir orgulloso que no me equivoqué de destinatario con mi elogio, que alguno pudo considerar desmedido.
En estas fechas en que se acostumbra mirar hacia el pasado y realizar balances de los tiempos transcurridos, el Paraguay lamentó la pérdida de uno de sus más sabios y lúcidos pensadores, el doctor Juan G. Granada.
En innumerables oportunidades tuvimos el placer de intercambiar opiniones con este verdadero prócer de la democracia paraguaya, en su austera oficina de la calle Independencia Nacional, donde costaba redondear un debate y se podía permanecer con él por horas discutiendo los más recónditos secretos de la política paraguaya, hasta perder la noción del tiempo. Fue un verdadero honor poder editar bajo mi sello editorial sus opiniones, condensadas en penetrantes artículos, dignos de un agudo analista político como sin dudas lo fue.
Mucho tenía que recordar este prócer de la democracia, y nunca tuvo reparos en confiarme sus opiniones más sinceras ni sus anécdotas más sensibles. Como aquella cuando firmó en la prensa militante febrerista, bajo seudónimo, un urticante libelo acusatorio contra Edgar L. Ynsfrán, quien creyó reconocer al destacado escritor Humberto Pérez Cáceres oculto tras el nombre falso, y contra él dirigió sus dardos desde el diario “Patria”.
Es que Granada era un gran abogado, pero en el Paraguay eso puede serlo cualquiera. Lo que realmente escasea en este país es el escritor militante con clase y pluma certera, y el pensador comprometido con una causa.
Ambas cosas fue Juan G. Granada, y de manera descollante.
Ni Stroessner ni Lugo
A diferencia de muchos de sus compañeros que apenas tuvieron oportunidad de colgarse del saco o la sotana de algún mandón de turno, Granada jamás transigió con Stroessner y mucho menos lo haría con Lugo.
En una de sus últimas opiniones publicadas por la prensa, afirmó que los liberales eran unos inútiles por no animarse a echar al cura Fernando Lugo a través de un juicio político. Calificó a Lugo de incapaz y disoluto en esa última aparición en la prensa.
Es que ya en las postrimerías de su vida, Granada sufrió una de sus más profundas decepciones, al notar que la alternancia en el poder con la salida del Partido Colorado no había logrado ningún cambio, y que perduraban los vicios del pasado con el nuevo gobierno que tanto había prometido.
Él mismo lo había profetizado, cuando escribió en el libro que tuve el honor de editarle: “En el Paraguay, alcanzar el poder es algo así como convertirse en procónsul romano, dueño del destino nacional, ser Jefe del Ejército, declararse salvador de la patria, cambiar de fortuna, cambiar de domicilio, tener seguidores, consejeros, adulones, nuevos amigos, asistir a reuniones donde nadie tiene opinión diferente a la suya, saberse importante y comenzar a pontificar sobre la naturaleza, sobre Dios y sobre los hombres como si fuera un oráculo”.
Sin dudas fue muy triste para un tribuno de su fuste comprobar que Lugo apenas era uno más en una seguidilla interminable de incapaces y corruptos que al pobre Paraguay le han tocado en mala suerte. Pero nadie mejor preparado que él para sobrellevarlo, pues conocía a fondo y como ninguno las miserias de los politiqueros vernáculos.
Describía a un nuevo presidente, cualquiera fuera, como un individuo que “así transformado, se prepara para conducir el país. Lo primero que se le ocurre es nombrar como ministros a sus viejos compañeros de correrías, sin medir la competencia de cada uno, sino la contribución electoral para su elección. Así fueron secretarios de estado algunos desatinados, que después de los escándalos en que se vieron enredados, volvieron al anonimato de donde nunca debieron salir”. Con Lugo, tampoco erró.
Lo cierto es que Granada partió sin ver el cambio que Lugo prometió, pero lo había presentido en sus tantos artículos escépticos y por lo tanto se fue con la tranquilidad de ser uno de los pocos a quienes no le madrugaron con mentiras baratas.
Es que como dijera alguna vez De Gaulle, los políticos nunca creen en lo que dicen, y por lo tanto se sorprenden cuando alguien les toma la palabra. Entre esa clase de ingenuos, ya nunca podrá contarse al doctor Juan G.Granada.
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