Poco importa que un ciudadano crea lo que le dé la gana, porque su influencia en los demás es tan limitada que su orden de creencias es irrelevante; sin embargo, la influencia crece y se multiplica exponencialmente a medida que quien la ejerce está situado más cerca de la cima de la pirámide de población, convirtiendo las creencias de quienes se instalan en el poder, en los referentes de la sociedad. Éstos, los poderosos, son quienes promueven sistemas de orden social y legislaciones, los que tienen la capacidad de ensalzar como bueno o noble una cosa… o su contraria, y quienes pueden convertir a las sociedades que gobiernan en justas o injustas, morales o amorales, o de aspiraciones divinas o satánicas. Para lograrlo, además de sus leyes y acciones de gobierno, cuentan con poderosas herramientas, y, pues que no hay mejor esclavo que aquél que se somete por propia voluntad a un destino de sometimiento y cadenas, tratan de fidelizar a los ciudadanos haciéndolos creer que esto o aquello es lo correcto, lavándoles el cerebro con la dosificación de la información conveniente, con la publicidad y con el manejo perverso de lo que entendemos como arte, ya sea la literatura, el cine, la pintura, la escultura o la arquitectura. El control de los medios es su más poderosa herramienta, porque les faculta para domesticar a las masas de tal manera que ya no necesiten carceleros.
No hace falta ser muy avispado para apreciar que la mayoría de los poderosos son creyentes y que la mayoría de los ciudadanos no creen en nada, o, al menos, no practican ninguna fe –las ideologías hace tiempo que murieron asesinadas por la modernidad-. Los poderosos, sin embargo, creen a pie firme y suelen pertenecer a credos de práctica constante con obligaciones de pertenencia, y, como no puede ser de otro modo, sus actos y legislaciones se corresponden con ese orden de creencias en el militan. Ningún pedófilo, por ejemplo, haría leyes contra la pedofilia; ningún corrupto haría movimientos que limitaran o castigaran la corrupción; ningún satánico beneficiaría la creencia en Dios; y ningún creyente dejaría de empujar a las masas a que creyeran… en lo suyo.
Por todas partes, en la sociedad, hay miles de símbolos que pasan por ser simples anagramas o logotipos, pero que, sin embargo, obedecen a ciertas simbologías arquetíicas que aspiran al control del mismo mundo: estrellas flamígeras (cinco puntas), ajedrezados o taqueados jaqués, monolitos fálicos, triángulos, estrellas de seis puntas, estructuras piramidales, discos solares, ojos que todo lo ven, etc. A cada uno le corresponde averiguar o interpretar sus significados y por qué “casualmente”, dominan casi los ámbitos sociales, desde muchas enseñas patrias a los distintivos de las más importantes ciudades y multinacionales, frecuentemente éstas últimas asociadas a cierto tipo de organizaciones internacionales y think-tanks, como la Trilateral, el Club Bilderberg y tantas otras agrupaciones de “creyentes”.
Es importante para esta elite que controla los destinos de la humanidad o de los pueblos que no se les pueda seguir la pista de sus propósitos, y para ello necesitan cegar los ojos de los ciudadanos. Así, nada ciega más que la inmediatez, la miopía intelectual y moral. No se trata sólo de favorecer que lo efímero no deje espacio para lo necesario, sino de intoxicar todos los ámbitos con miles de propuestas orientadas de tal forma, que quien no ponga el cuello en un lazo lo haga en otro. Para una mayoría, basta con el fútbol, los toros, el sexo y sus perversiones o con debates o enfrentamientos primarios que no conducen a ninguna parte y sólo consiguen que los participantes se desgasten en asuntos tan baladíes que les reste tiempo para comprender lo importante; para los más formados, adempero, es preciso complicarles el laberinto de sus creencias, ofreciéndolos una infinita caterva de posibilidades con ciertos visos de credibilidad que les hagan perderse por mil teorías a cuál más disparatadas: alienígenas, gurús, teorías multidimensionales, filosofías que propugnan que cada cual materializa “su” propia realidad, santones del cosmos, etc.
Sabemos que la creación misma está sustentada en unos cuantos números infinitos, como Phi, la Proporción Áurea, la cual es a su vez el estándar de la belleza por el número de repeticiones de la misma que está inclusa en un objeto, en una persona o aún en la naturaleza. Más repeticiones, más armonía y belleza. Sin embargo, el arte moderno y todas sus tendencias lo aborrecen, derivando en obras espantosas que sólo pueden consideradas como arte si es que se atiende a los criterios insostenibles de ciertos críticos que ensalzan esas abominaciones. Y, tal que pasa con esto, sucede con todo lo demás. La literatura contemporánea, al menos la que está en manos de los supersellos editoriales, sólo promocionan y propenden a la nada más desoladora; el cine, sólo busca pervertir las creencias u orientarlas hacia otra nada igual o más vacua que la anterior; la música, ha sido recudida a un vulgar tatachunda que para promocionarse lo mismo irrumpe en una basílica que defeca en un escenario o se encarna en un lindo dondiego, e incluso fue variada por los nazis (Joseph Goebbels) la frecuencia de resonancia de 432 hz -que es la de la armonía, exultación de la conciencia y resonancia de Phi- a la de 440 hz, que produce justamente los efectos contrarios; la arquitectura, derivó hacia lo tenebroso o lo hortera desvistiéndola de toda aspiración genométrica con sentido equilibrador o de resonancia mórfica; y así con todo.
Las luces cosmopolitas nos impiden ya ver el cielo estrellado, cercándonos en la mentira de creernos grandes sólo porque no podemos apreciar que no somos nada comparados con la infinitud del universo. Pero el universo no sólo existe, sino que existe un más allá de la carne, una sublime belleza más allá del arte contemporáneo, una excelsa armonía más allá de los tatachundas y una verdad, probablemente más fea o incomprensible pero más aleccionadora, más allá de la literatura o el cine. Todo eso es lo que nos están sisando para cosificarnos y manejarnos con mayor facilidad por ser más estúpidos. A los otros, los que se rebelan y quieren ver o ir más allá, los confunden con mil teorías atrayentes, dispersándolos en un laberinto intrincado e irresoluble de medias verdades y gigantescas mentiras. Incluso la misma ciencia, ciega y miope, es incapaz de comprender nada no por imposibilidad o falta de talento, sino por estar cegada por la prepotencia o por estar conducida por las subvenciones ciegas de quienes los sostienen y para quienes trabajan, alejándose y alejándonos de la Verdad en base a teorías descabelladas o justificando lo injustificable al convertir en derecho lo que es una trasgresión que va mucho más allá del delito moral.
Ya es sobradamente conocida mi aseveración de que para conocer una enfermedad no siempre son necesarios rigurosos análisis que nos enfrenten al virus o la bacteria que la produce, sino que frecuentemente bastan con los síntomas. Nuestra andadura camina renqueando porque seguimos sin comprender, y no comprendemos porque permitimos que los perversos nos cieguen con sus juegos de prestidigitación: cojeamos, porque el progreso y la moral no tienen la misma longitud de miembros; vemos la realidad distorsionada, porque nos deforma la verdad lo efímero; somos infelices a pesar del progreso, porque no hay en él ninguna armonía; sufrimos, porque no aspiramos a ninguna belleza sublime; y nos hastiamos, porque nuestros esfuerzos terminan develándose como incompletos o insatisfactorios. Y, sin embargo, la verdad, toda la verdad, ya la tenemos dentro de nosotros mismos y no hay que irse a ningún extremo del universo para encontrarse con ella cara a cara. Sólo por los síntomas, las sociedades –no hay más que mirar al mundo- por más que progresan siguen encadenadas a las mismas servidumbres e infelicidades, la tierra es mismo campo en el que llevan muriendo incontables generaciones de hombres y las mismas soledades y pánicos siguen acompañándonos desde siempre: ¿dónde, pues, está el progreso?... Lo de ayer, hoy; y lo de hoy, mañana. Pero no se ha comprendido. Se habla de libertad y de derechos, pero cada día hay en realidad menos libertad y sólo existen derechos consagrados para lo perverso. Una prueba: sigue siendo el mejor negocio del mundo facilitar que los demás puedan destruirse. En todos y cada uno de los sentidos. La armonía entre pueblos o entre personas sigue tan distante e inalcanzable como siempre... o peor porque ya nos amenazamos colectivamente. El odio progresa; la concordia, no.
No soy más que un simple escritor que figura en mil listas negras que le impiden el acceso a cualquier editorial, pero no por ello soy menos escritor que cualquier otro que escriba. De la misma manera, aunque mis pensamientos, escritos o creencias no alcancen a la gigantesca masa humana a la que me dirijo, no por ello tienen menos valor, sino que posiblemente sean proscritos porque no les interesan a quienes desean que el orden discurra por otros derroteros. No quieren oposiciones ni opositores. Y, pese a todo, creo que nunca fue más cierto aquello de que “Dios eligió a lo que el mundo tiene por necio para confundir a los sabios; lo que tiene por débil, para confundir a los fuertes; y lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale.”
Cuando uno quiere evitar una gotera no debe poner baldes que recojan el agua, sino reparar el tejado; cuando uno quiere encontrar lo que perdió en la oscuridad no debe irse a búscalo donde hay luz; y cuando uno quiere salir del pozo en que se encuentra, lo único que tiene que hacer es no seguir cavando. Para comprender el sufrimiento en que nos encontramos, pues, lo primero que hay que hacer es renunciar al miedo, porque esa es la cadena que nos retiene. Luego, una vez libres, mirar alrededor y tratar de comprender: enseguida se le dará un sentido profundo a la frase con que abrí este artículo, por más que sea una verdad filtrada en una película. “el mejor truco que inventó el diablo, fue convencer al mundo de que no existe. Miren a su alrededor y vean: lo comprenderán enseguida.
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