Un entramado de cromatísimas morfologías señorea la muestra de Adriana Zapisek que ha tenido a bien alojar en este enrarecido octubre una Casa de Vacas circundada por los otoñales ocres que acostumbran en este tiempo a afincarse en el populoso parque del Retiro en cuyo seno habita el mentado recinto.
A tenor de lo observado, un sinestésico vórtice de esencias son aprehendidas sensorialmente y materializadas mediante plásticos ardides, los desplegados por quien se nos muestra como una develadora de entropías; como una expendedora de irredentas geometrías y de disciplinadas y glutinosas curvaturas, que, al fin, se tornan trampantojos de una hiperrealidad sublimada en la que lo punzante es mudado suntuario al emparentar con la sensualidad que todo lo gobierna. Parecieran dichas afiladuras los anzuelos con que atrapa nuestra más extemporánea atención la artista.
Nos deslumbra, abruma y adumbra Zapisek con una antología que contiene piezas producto de cuatro décadas de artístico desempeño, de ahí el compendio de técnicas y rudimentos, todos acreedores de un reconocible sello de autora, y es que parece dejar escorarse por los más inimaginados vericuetos a las irredentas criaturas brotadas de su plástica impronta si bien en el marco de una innegable coherencia. Nos permite el discriminado conjunto observar el variopinto epítome por el que Zapisek ha ido desplazándose caprichosamente a lo largo de los años, ahora bien, dentro de unos bien afianzados límites, los del inmenso territorio de su creatividad.
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