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Nunca he sido adepto de Wilde

"Thomas Wainewright, envenenador", de Oscar Wilde
Gabriel Ruiz Ortega
domingo, 8 de marzo de 2015, 11:39 h (CET)
En realidad, Wilde jamás figurará en la galaxia de escritores que frecuento. Ahora, esto no quiere decir que estemos hablando de un mal autor. No te confundas: si no te gusta un autor, no quiere decir que este sea malo. Y si en caso eres presa de esta confusión, tan cara en lectores poseros, aún estás a tiempo de enderezar el concepto.

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No me gusta Wilde debido a que nunca he sintonizado con su estilo literario. He leído todos sus libros y por más que lo he intentado, muchas veces con el ánimo y consejo de otros grandes lectores, he fracasado en la empresa.

Pero lo que me gusta de este escritor, impresión que me viene del día de ayer, es su pensamiento, su envidiable capacidad de argumentación y su ironía latente entre líneas.

Más de una vez he hablado de la tradición de los retazos, aquella que forja el escritor en paralelo a la concentración de las obras mayores. Este paralelo no es otra cosa que los textos que le piden a manera de reseñas, artículos, ensayos y conferencias. Por este motivo, presté especial atención a Thomas Wainewright, envenenador y otros textos fulminantes (Ediciones UDP, 2014), que tuvo a Juan Manuel Vial como el encargado de la traducción, prólogo y selección.

Sin duda, este pequeño libro es una genuina delicia, un orgasmo de la finura del pensamiento. Es que tratándose de Wilde, solo podemos esperar buen gusto en su mirada. Encontramos pues un Wilde distinto de sus libros de ficción y en las antípodas de su faceta de poeta, en donde también constatamos un espíritu crítico, pero no mesurado, sino sensual, provocador y envolvente.

Wilde no juzga lo que aborda, sino que intenta entender, y es precisamente en ese sendero que nos topamos con el ensayo-perfil de Thomas Wainewright en “Lapicera, lápiz y veneno”. En todo momento, el hacedor de De Profundis se muestra interesado por la estética de la propuesta de este escritor al que le faltó poco para convertirse en un asesino en serie. Wilde baraja, y muy bien, la idea de que las incoherencias humanas no tienen por qué ser determinantes al momento de catalogar al artista y su obra. Para tal fin, Wilde inserta párrafos que nos grafican no solo el talento literario del asesino, sino también su cultura no menos que oceánica. Wilde se vale de estos párrafos para dejar constancia de que el hombre es muy distinto del artista, dos sensibilidades que habitan el mismo cuerpo, la misma mente y el mismo espíritu. Ergo: el arte como tal sobrepasa las miserias humanas.

Y sobre asuntos más cotidianos, se enfoca en los relieves de los detalles, el autor nos habla de modas, de las pequeñas grandes diferencias entre Estados Unidos y Londres, de las maneras del vestir como idóneo método para saber de una cultura, hasta de los modelos contratados por pintores. En cada uno de estos textos tenemos a un autor que cree y muere en el buen gusto. Seguramente, más de uno de estos temas, en otras manos, hubieran quedado en el olvido, lo más probable escanciados de lugares comunes y, de remate, con un ensordecedor llamado a la moral y las buenas costumbres.

Imagino que la presente publicación podría interesar a los filowildes, ya que algunos de estos textos nunca antes habían sido traducidos y, muy en especial, por el hecho de estar ante un Wilde muy distinto, que no guarda relación con aquel que justificadamente muchísimos idolatran.

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