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El autor fue galardonado con el Premio Edgar Allan Poe Award al Best Fact Crime por este libro que, recientemente, ha sido llevado al cine por Martin Scorsese

​‘Los asesinos de la luna. Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI’ de David Grann

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A comienzos de los años veinte del pasado siglo, en Oklahoma vivía la comunidad india de los osage. Antes habían permanecido durante mucho tiempo en un amplio espacio situado en Kansas. Pero alguien intuyó posibilidades lucrativas en el terreno kanseño y los osage fueron desplazados a un lugar mucho más pequeño, inhóspito y árido, donde llevar una existencia normal parecía una proeza cuando no un imposible. Pero hete aquí, como en los cuentos, que debajo de aquel desierto poco amigable apareció petróleo. Uno de los mayores yacimientos de los EE.UU. además. Los prospectores interesados en la extracción hubieron de pagar arriendos a los legítimos propietarios de la tierra, esto es, los osage. Esos arriendos, al igual que el volumen de las extracciones petrolíferas, fueron creciendo. Y en poco tiempo, los indios se convirtieron en las personas con mayor renta per cápita del mundo. Cada trimestre recibían un jugoso cheque de miles de dólares que les convirtió en millonarios. Como tales desarrollaron un tren de vida propio de su nueva condición, que despertó la codicia del hombre blanco, que no podía ver a un osage manejando el volante de los automóviles más caros del momento y habitando mansiones de ensueño. ¡Hasta ahí podíamos llegar!


Y el hombre blanco, como si de una epidemia de viruela se tratase, comenzó a acorralarlos. Se les asignaron tutores que administrasen y limitasen sus gastos, es decir, su propio dinero. Pero como esto no parecía suficiente, mentes maquiavélicas decidieron que lo mejor era apoderarse de sus posesiones de manera absoluta. El camino para lograr su propósito solo era uno: el exterminio. Las formas, muchas.


Y el primer paso, como leemos en la página quince del libro, se dio el 24 de mayo de 1921, cuando «Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida». A partir de ahí se sucedieron las desapariciones y los crímenes.


Como señala David Grann (Nueva York, 1967), autor de ‘Los asesinos de la luna’ (Random House), el territorio osage vivió sumido en el pánico, un auténtico Reino del Terror. Los indios temían perder sus vidas a causa de la codicia del hombre blanco, ante la incapacidad cómplice del sheriff local, que no siempre se empleaba a fondo en las investigaciones de los asesinatos. Los osage contrataron detectives privados, incluida la misma agencia Pinkerton, para esclarecer los hechos, aunque sin excesivo éxito. Alguno de los investigadores fue asesinado mientras desarrollaba sus pesquisas. Finalmente, un incipiente organismo estatal, el Federal Bureau of Investigation, FBI, ya dirigido por el mítico J. Edgar Hoover, decidió designar a un agente especial, Tom White, cuyo padre, Emmett, había sido sheriff, para esclarecer los hechos. La investigación resultó ardua y los federales tropezaron con múltiples dificultades, incluso llegaron a temer por sus propias vidas en algunos momentos. Fue el de los indios osage uno de los primeros grandes asuntos que investigó el FBI a lo largo de su historia, y en él aplicó las más novedosas técnicas de investigación criminalística de aquella época, como el bertillonaje, que poco después sería sustituido o complementado por el análisis de huellas dactilares, un sistema de identificación que Hoover se apresuró a incorporar a la metodología del Bureau.


‘Los asesinos de la luna’ no es una novela. Aunque sin duda pertenece, puestos a etiquetar, a eso que desde hace un tiempo denominamos true crime, género que goza de una gran aceptación, especialmente referido a series de televisión. Posee todos los elementos indispensables, codicia, asesinatos, extorsión, corrupción e investigación policial, para ser considerado como un texto de ficción. Pero no lo es. Precisamente, eso es lo que convierte este libro, narrado de manera secuencial, en una lectura apetecible, especialmente, pero no solo, para los aficionados a este creciente género policial. Estamos, sin duda, ante un preclaro ejercicio de periodismo de investigación, en el que Grann ha manejado un buen número de fuentes inéditas, sumergiéndose en archivos y desarrollando un intenso trabajo de campo que incluye algunas entrevistas fundamentales, como por ejemplo la realizada a Margie, nieta de Molley, que aporta datos sustanciosos sobre su abuela y el marido de ésta, Ernest Burkhart. Gracias a ello, el periodista neoyorquino ha podido comprobar que los osage se siguen reuniendo una vez al año para danzar sus bailes rituales y perpetuar su memoria como pueblo.


Acabo con algo que llama la atención y deja un regusto amargo, muy necesario, tras la lectura de ‘Los asesinos de la luna’. Cuenta Grann que, aunque la conspiración para exterminar a los osage fue urdida por gente poderosa, con una mente suficientemente inteligente y taimada para conseguir sus objetivos, se puede apreciar una innegable connivencia en los propios vecinos de los osage, tipos de clase media y de la calle, que veían como cosa natural que a los indios se les despojase de unas riquezas inmerecidas a su juicio, capaces incluso de encontrar un punto de romanticismo a todo lo sucedido, porque les recordaba los tiempos del Far West. Lamentable. Terrible. Cierto.


Portada asesinos luna

​‘Los asesinos de la luna. Petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI’ de David Grann

El autor fue galardonado con el Premio Edgar Allan Poe Award al Best Fact Crime por este libro que, recientemente, ha sido llevado al cine por Martin Scorsese
Herme Cerezo
lunes, 22 de enero de 2024, 12:39 h (CET)

A comienzos de los años veinte del pasado siglo, en Oklahoma vivía la comunidad india de los osage. Antes habían permanecido durante mucho tiempo en un amplio espacio situado en Kansas. Pero alguien intuyó posibilidades lucrativas en el terreno kanseño y los osage fueron desplazados a un lugar mucho más pequeño, inhóspito y árido, donde llevar una existencia normal parecía una proeza cuando no un imposible. Pero hete aquí, como en los cuentos, que debajo de aquel desierto poco amigable apareció petróleo. Uno de los mayores yacimientos de los EE.UU. además. Los prospectores interesados en la extracción hubieron de pagar arriendos a los legítimos propietarios de la tierra, esto es, los osage. Esos arriendos, al igual que el volumen de las extracciones petrolíferas, fueron creciendo. Y en poco tiempo, los indios se convirtieron en las personas con mayor renta per cápita del mundo. Cada trimestre recibían un jugoso cheque de miles de dólares que les convirtió en millonarios. Como tales desarrollaron un tren de vida propio de su nueva condición, que despertó la codicia del hombre blanco, que no podía ver a un osage manejando el volante de los automóviles más caros del momento y habitando mansiones de ensueño. ¡Hasta ahí podíamos llegar!


Y el hombre blanco, como si de una epidemia de viruela se tratase, comenzó a acorralarlos. Se les asignaron tutores que administrasen y limitasen sus gastos, es decir, su propio dinero. Pero como esto no parecía suficiente, mentes maquiavélicas decidieron que lo mejor era apoderarse de sus posesiones de manera absoluta. El camino para lograr su propósito solo era uno: el exterminio. Las formas, muchas.


Y el primer paso, como leemos en la página quince del libro, se dio el 24 de mayo de 1921, cuando «Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida». A partir de ahí se sucedieron las desapariciones y los crímenes.


Como señala David Grann (Nueva York, 1967), autor de ‘Los asesinos de la luna’ (Random House), el territorio osage vivió sumido en el pánico, un auténtico Reino del Terror. Los indios temían perder sus vidas a causa de la codicia del hombre blanco, ante la incapacidad cómplice del sheriff local, que no siempre se empleaba a fondo en las investigaciones de los asesinatos. Los osage contrataron detectives privados, incluida la misma agencia Pinkerton, para esclarecer los hechos, aunque sin excesivo éxito. Alguno de los investigadores fue asesinado mientras desarrollaba sus pesquisas. Finalmente, un incipiente organismo estatal, el Federal Bureau of Investigation, FBI, ya dirigido por el mítico J. Edgar Hoover, decidió designar a un agente especial, Tom White, cuyo padre, Emmett, había sido sheriff, para esclarecer los hechos. La investigación resultó ardua y los federales tropezaron con múltiples dificultades, incluso llegaron a temer por sus propias vidas en algunos momentos. Fue el de los indios osage uno de los primeros grandes asuntos que investigó el FBI a lo largo de su historia, y en él aplicó las más novedosas técnicas de investigación criminalística de aquella época, como el bertillonaje, que poco después sería sustituido o complementado por el análisis de huellas dactilares, un sistema de identificación que Hoover se apresuró a incorporar a la metodología del Bureau.


‘Los asesinos de la luna’ no es una novela. Aunque sin duda pertenece, puestos a etiquetar, a eso que desde hace un tiempo denominamos true crime, género que goza de una gran aceptación, especialmente referido a series de televisión. Posee todos los elementos indispensables, codicia, asesinatos, extorsión, corrupción e investigación policial, para ser considerado como un texto de ficción. Pero no lo es. Precisamente, eso es lo que convierte este libro, narrado de manera secuencial, en una lectura apetecible, especialmente, pero no solo, para los aficionados a este creciente género policial. Estamos, sin duda, ante un preclaro ejercicio de periodismo de investigación, en el que Grann ha manejado un buen número de fuentes inéditas, sumergiéndose en archivos y desarrollando un intenso trabajo de campo que incluye algunas entrevistas fundamentales, como por ejemplo la realizada a Margie, nieta de Molley, que aporta datos sustanciosos sobre su abuela y el marido de ésta, Ernest Burkhart. Gracias a ello, el periodista neoyorquino ha podido comprobar que los osage se siguen reuniendo una vez al año para danzar sus bailes rituales y perpetuar su memoria como pueblo.


Acabo con algo que llama la atención y deja un regusto amargo, muy necesario, tras la lectura de ‘Los asesinos de la luna’. Cuenta Grann que, aunque la conspiración para exterminar a los osage fue urdida por gente poderosa, con una mente suficientemente inteligente y taimada para conseguir sus objetivos, se puede apreciar una innegable connivencia en los propios vecinos de los osage, tipos de clase media y de la calle, que veían como cosa natural que a los indios se les despojase de unas riquezas inmerecidas a su juicio, capaces incluso de encontrar un punto de romanticismo a todo lo sucedido, porque les recordaba los tiempos del Far West. Lamentable. Terrible. Cierto.


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