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Pepa Crespo, ejemplo de vida y vocación

La gran travesía

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Hay ecos marineros en muchas de las historias que la madre (o hermana; nunca he sabido exactamente cómo referirme a las monjas) Pepa Crespo Juncosa me contó a lo largo de los años en los que nos tratamos. La conocí de niño, pero no comencé a visitarla con regularidad hasta mucho tiempo después, siendo ella ya una luminosa anciana de ojillos vivarachos verde mar (otra alusión a lo marinero)… Nadie la llamaba Josefa o Josefina, sino simplemente Pepa. Andaba retirada de la docencia desde hacía tiempo y vivía, en compañía de otras esforzadas compañeras, en la residencia que el Sagrado Corazón tiene junto al colegio del mismo nombre, en Pinar de Chamartín, no muy lejos del Palacio de los Duques de Pastrana, aquel viejo caserón que inspiró el título de uno de los Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín. El edificio que, como digo, se halla pegado al colegio, tiene un gran jardín con árboles de una cierta frondosidad, parterres  y flores, muchas flores, que en primavera dotan al aire de un aroma que recuerda a la lavanda. Y cuando hacía buen tiempo nos poníamos bajo una higuera que nos daba sombra y “escuchaba” nuestras conversaciones. He dicho “nuestras conversaciones”, pero en realidad era yo quien escuchaba más, ávido de aprehender todas aquellas vivencias, experiencias y reflexiones sobre la vida que ella expresaba con una manera de hablar rápida, a veces casi atropellada, como si temiera no tener tiempo para acabar el relato de las numerosas historias vividas hacía muchos años; de cuando era una monja joven y algo rebelde, con ideas propias que no pocas veces la hicieron tener algún que otro encontronazo con “la jerarquía”.

Me recordaba, en cierto modo, a la “hermana María”, de la película Sonrisas y Lágrimas, pero a diferencia del personaje interpretado por Julie Andrews, la hermana (madre) Pepa nunca abandonó la vocación que, desde recién terminada la adolescencia, había sentido: lo que la llevó a ingresar como novicia, para más adelante profesar y convertirse en la “monja Pepa”; es decir, “de pe a pa”, como decía ella bromeando. Recordaba con especial cariño aquella etapa y los meses que pasó en Roma, cerca del Vaticano, poco después de acabada la II Guerra Mundial y la impresión que le produjo la figura majestuosa y hierática de Pío XII, cuando recibió a la Congregación en audiencia privada.


A los pocos años comenzaron los primeros destinos: Madrid, Granada y, sobre todo, Placeres, la pequeña localidad costera de Pontevedra, en la que transcurrieron algunos de sus años más fecundos e inolvidables. A la sombra de aquella frondosa higuera de Chamartín, Pepa nos contaba a mí y a Bettina, mi mujer, la emoción que le producía comprobar el afecto que por ella sentían  aquellas mujeres que muchos años atrás habían sido sus alumnas en Placeres. Con apenas dinero, la entonces todavía joven monja se había empeñado en dar a esas niñas una formación que fuera a la par académica y práctica; es decir, de prepararlas para una vida mejor que la que habían tenido sus abuelas y sus madres. Y para ello no dudó en remangarse el hábito e ir en busca de berberechos a la cercana playa, organizando grupos de “niñas mariscadoras”, con algún voluntario de añadidura, que recogían los moluscos en capazos, para ser luego vendidos en las pescaderías y mercados locales de Lourizán. Todo ello, claro está, lo hacían fuera de las horas lectivas. Y es que Pepa tenía una extraordinaria capacidad para organizar, estimular conciencias y negociar; lo que no está reñido, es evidente, con otra parte más contemplativa del “oficio”. Con el dinero recaudado compraron varias enciclopedias y mejoraron el taller de costura, que era la “parte práctica” de la formación a la que antes me referí. “Todas salieron con su diploma”, nos comentaba orgullosa.


La vida religiosa es una vida de servicio: de servicio a Dios y de servicio a los Hombres. Y ella lo encarnó con una humildad no exenta de independencia de criterio. No había lugar para sentimentalismos ni razones para echar raíces. Cumplida su misión en Placeres, regresó a la Castilla interior y a la ciudad que dicen goza de “nueve meses de invierno y tres de infierno”: Madrid. Y en su ciudad natal inicia una nueva etapa para desarrollar una iniciativa propia en la que, como ya venía siendo habitual, intervendrá su inteligencia aliada con sus dotes de persuasión.


“Los niños; siempre los niños. Son como un papel en blanco que puede llenarse de borrones o de cosas bonitas. Según lo que los adultos hagamos con ellos”.


Ese pensamiento fue el que animó a la hermana (o madre, más bien) a iniciar su nueva tarea: una guardería que acogiera a niños y niñas de lo que ahora se llama “familias desestructuradas”. Y a ello se puso con toda la energía y el entusiasmo que la caracterizaban. Convencer a sus superiores, conseguir los permisos, encontrar un local adecuado, lograr las ayudas y, en fin, organizar un negocio cuya única finalidad era lograr el bienestar de tantas criaturas inocentes, recién llegadas al mundo y sin hogar, representó una tarea ardua, muy difícil, llena de contratiempos e incomprensiones, aunque también lograra despertar entusiasmos. Y finalmente se logró. Durante más de un cuarto de siglo, aquella guardería acogió a centenares de niños que fueron posteriormente dados en adopción a familias buenas que los cuidaron y educaron. La “guardería de la hermana Pepa” fue un referente sin que ella, como buena monja, hiciera alarde de ello. Fue, simplemente, una cosa que ocurrió, que fue hermosa y positiva.


Como muchos espíritus fuertes y libres, el de Pepa habitaba en un cuerpo menudo. Su salud fue muy buena; tenía una fortaleza innata, sólo mermada por unos problemas de espalda que la acompañaron desde su juventud. Los únicos momentos de descanso los pasaba en un pequeño chalet de Las Navas del Marqués, en la provincia de Ávila, donde su familia había tenido una casa de campo. Le gustaba cuidar del jardín y pasear y meditar por aquellos grandes pinares.


Los años pasaban, y, aunque las fuerzas no flaqueaban aún, era preciso iniciar la etapa final, cerrando otras que exigían una dedicación casi febril. Llegó la hora de la jubilación y con ella la vuelta al convento; el de sus inicios: Chamartín. Allí transcurriría la última y larga etapa de su vida. Más de veinte años, durante la primera parte de los cuales siguió ayudando en el Colegio del Sagrado Corazón y estableció un vínculo de cooperación con dos misiones españolas presentes en África, para las que consiguió una financiación que les permitió construir pozos de agua potable destinados a las comunidades, mejoras en las escuelas e incluso becas. ¡La cuestión era no parar ni perder el tiempo!


Al comienzo de este artículo hablé de los “ecos marineros” y, en efecto, ellos se hallan presentes también en el libro sobre su vida que muchos de sus amigos, antiguos alumnos y familiares le animaron a escribir. Lo título “Mi gran travesía”. Me regaló un ejemplar que conservo con cariño y releo de vez en cuando. En su prosa sencilla, nada alambicada, como su autora, siempre descubro algo nuevo que me inspira.


Hace pocos días, Pepa, a los ciento un años, inició su más grande y definitiva travesía. Aquella que la llevará a sus padres, a sus hermanos y hermana, a su amiga y lectora (cuando ya la vista le fallaba) Maruja Parrella... y a la Luz.


El segundo domingo de febrero celebramos su funeral en la pequeña capilla de la residencia conventual. El oficiante, padre  Montero, había sido alumno suyo en Marín y recordaba muchas cosas de esa relación; en especial aquella que se refería a un temor infantil en el que aparecían unas amenazantes culebras por la playa. “No hay que temerlas, Moncho. Esas culebras no existen; si abres bien los ojos, desaparecerán” Otro eco marinero.


“Soli Deo honor et gloria”, consigna de una larga vida.

La gran travesía

Pepa Crespo, ejemplo de vida y vocación
Luis del Palacio
martes, 20 de febrero de 2024, 10:27 h (CET)

Hay ecos marineros en muchas de las historias que la madre (o hermana; nunca he sabido exactamente cómo referirme a las monjas) Pepa Crespo Juncosa me contó a lo largo de los años en los que nos tratamos. La conocí de niño, pero no comencé a visitarla con regularidad hasta mucho tiempo después, siendo ella ya una luminosa anciana de ojillos vivarachos verde mar (otra alusión a lo marinero)… Nadie la llamaba Josefa o Josefina, sino simplemente Pepa. Andaba retirada de la docencia desde hacía tiempo y vivía, en compañía de otras esforzadas compañeras, en la residencia que el Sagrado Corazón tiene junto al colegio del mismo nombre, en Pinar de Chamartín, no muy lejos del Palacio de los Duques de Pastrana, aquel viejo caserón que inspiró el título de uno de los Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín. El edificio que, como digo, se halla pegado al colegio, tiene un gran jardín con árboles de una cierta frondosidad, parterres  y flores, muchas flores, que en primavera dotan al aire de un aroma que recuerda a la lavanda. Y cuando hacía buen tiempo nos poníamos bajo una higuera que nos daba sombra y “escuchaba” nuestras conversaciones. He dicho “nuestras conversaciones”, pero en realidad era yo quien escuchaba más, ávido de aprehender todas aquellas vivencias, experiencias y reflexiones sobre la vida que ella expresaba con una manera de hablar rápida, a veces casi atropellada, como si temiera no tener tiempo para acabar el relato de las numerosas historias vividas hacía muchos años; de cuando era una monja joven y algo rebelde, con ideas propias que no pocas veces la hicieron tener algún que otro encontronazo con “la jerarquía”.

Me recordaba, en cierto modo, a la “hermana María”, de la película Sonrisas y Lágrimas, pero a diferencia del personaje interpretado por Julie Andrews, la hermana (madre) Pepa nunca abandonó la vocación que, desde recién terminada la adolescencia, había sentido: lo que la llevó a ingresar como novicia, para más adelante profesar y convertirse en la “monja Pepa”; es decir, “de pe a pa”, como decía ella bromeando. Recordaba con especial cariño aquella etapa y los meses que pasó en Roma, cerca del Vaticano, poco después de acabada la II Guerra Mundial y la impresión que le produjo la figura majestuosa y hierática de Pío XII, cuando recibió a la Congregación en audiencia privada.


A los pocos años comenzaron los primeros destinos: Madrid, Granada y, sobre todo, Placeres, la pequeña localidad costera de Pontevedra, en la que transcurrieron algunos de sus años más fecundos e inolvidables. A la sombra de aquella frondosa higuera de Chamartín, Pepa nos contaba a mí y a Bettina, mi mujer, la emoción que le producía comprobar el afecto que por ella sentían  aquellas mujeres que muchos años atrás habían sido sus alumnas en Placeres. Con apenas dinero, la entonces todavía joven monja se había empeñado en dar a esas niñas una formación que fuera a la par académica y práctica; es decir, de prepararlas para una vida mejor que la que habían tenido sus abuelas y sus madres. Y para ello no dudó en remangarse el hábito e ir en busca de berberechos a la cercana playa, organizando grupos de “niñas mariscadoras”, con algún voluntario de añadidura, que recogían los moluscos en capazos, para ser luego vendidos en las pescaderías y mercados locales de Lourizán. Todo ello, claro está, lo hacían fuera de las horas lectivas. Y es que Pepa tenía una extraordinaria capacidad para organizar, estimular conciencias y negociar; lo que no está reñido, es evidente, con otra parte más contemplativa del “oficio”. Con el dinero recaudado compraron varias enciclopedias y mejoraron el taller de costura, que era la “parte práctica” de la formación a la que antes me referí. “Todas salieron con su diploma”, nos comentaba orgullosa.


La vida religiosa es una vida de servicio: de servicio a Dios y de servicio a los Hombres. Y ella lo encarnó con una humildad no exenta de independencia de criterio. No había lugar para sentimentalismos ni razones para echar raíces. Cumplida su misión en Placeres, regresó a la Castilla interior y a la ciudad que dicen goza de “nueve meses de invierno y tres de infierno”: Madrid. Y en su ciudad natal inicia una nueva etapa para desarrollar una iniciativa propia en la que, como ya venía siendo habitual, intervendrá su inteligencia aliada con sus dotes de persuasión.


“Los niños; siempre los niños. Son como un papel en blanco que puede llenarse de borrones o de cosas bonitas. Según lo que los adultos hagamos con ellos”.


Ese pensamiento fue el que animó a la hermana (o madre, más bien) a iniciar su nueva tarea: una guardería que acogiera a niños y niñas de lo que ahora se llama “familias desestructuradas”. Y a ello se puso con toda la energía y el entusiasmo que la caracterizaban. Convencer a sus superiores, conseguir los permisos, encontrar un local adecuado, lograr las ayudas y, en fin, organizar un negocio cuya única finalidad era lograr el bienestar de tantas criaturas inocentes, recién llegadas al mundo y sin hogar, representó una tarea ardua, muy difícil, llena de contratiempos e incomprensiones, aunque también lograra despertar entusiasmos. Y finalmente se logró. Durante más de un cuarto de siglo, aquella guardería acogió a centenares de niños que fueron posteriormente dados en adopción a familias buenas que los cuidaron y educaron. La “guardería de la hermana Pepa” fue un referente sin que ella, como buena monja, hiciera alarde de ello. Fue, simplemente, una cosa que ocurrió, que fue hermosa y positiva.


Como muchos espíritus fuertes y libres, el de Pepa habitaba en un cuerpo menudo. Su salud fue muy buena; tenía una fortaleza innata, sólo mermada por unos problemas de espalda que la acompañaron desde su juventud. Los únicos momentos de descanso los pasaba en un pequeño chalet de Las Navas del Marqués, en la provincia de Ávila, donde su familia había tenido una casa de campo. Le gustaba cuidar del jardín y pasear y meditar por aquellos grandes pinares.


Los años pasaban, y, aunque las fuerzas no flaqueaban aún, era preciso iniciar la etapa final, cerrando otras que exigían una dedicación casi febril. Llegó la hora de la jubilación y con ella la vuelta al convento; el de sus inicios: Chamartín. Allí transcurriría la última y larga etapa de su vida. Más de veinte años, durante la primera parte de los cuales siguió ayudando en el Colegio del Sagrado Corazón y estableció un vínculo de cooperación con dos misiones españolas presentes en África, para las que consiguió una financiación que les permitió construir pozos de agua potable destinados a las comunidades, mejoras en las escuelas e incluso becas. ¡La cuestión era no parar ni perder el tiempo!


Al comienzo de este artículo hablé de los “ecos marineros” y, en efecto, ellos se hallan presentes también en el libro sobre su vida que muchos de sus amigos, antiguos alumnos y familiares le animaron a escribir. Lo título “Mi gran travesía”. Me regaló un ejemplar que conservo con cariño y releo de vez en cuando. En su prosa sencilla, nada alambicada, como su autora, siempre descubro algo nuevo que me inspira.


Hace pocos días, Pepa, a los ciento un años, inició su más grande y definitiva travesía. Aquella que la llevará a sus padres, a sus hermanos y hermana, a su amiga y lectora (cuando ya la vista le fallaba) Maruja Parrella... y a la Luz.


El segundo domingo de febrero celebramos su funeral en la pequeña capilla de la residencia conventual. El oficiante, padre  Montero, había sido alumno suyo en Marín y recordaba muchas cosas de esa relación; en especial aquella que se refería a un temor infantil en el que aparecían unas amenazantes culebras por la playa. “No hay que temerlas, Moncho. Esas culebras no existen; si abres bien los ojos, desaparecerán” Otro eco marinero.


“Soli Deo honor et gloria”, consigna de una larga vida.

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