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Dos sencillos productos de la Tierra,
como el buen vino y la harina de trigo,
se convierten en celestial Amigo
que en el Sagrario, por Amor se encierra.
Y desde allí con caridad se aferra,
a mostrarse como el mejor amigo,
para librarnos de nuestro enemigo
que no busca la paz, si no la guerra.
Gran sustento para almas generosas,
que frecuentan tan celestial manjar
para alcanzar el prometido Cielo.
Y apoyo fiel a las que están dudosas,
para enseñarles cómo caminar
en busca de la Luz y del Consuelo.
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.
Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.
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