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Contra la socialdemocracia, pero también contra el liberalismo | |||
Desde la óptica del revolucionario es mejor ser liberal que socialdemócrata | |||
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No hay, pues, contradicción entre proclamarse comunista y ejercer de radical “anti-socialdemócrata”. O, en otras palabras, no hay contradicción entre la tesis de que una política económica liberal (en el estricto sentido de la palabra), de mercado libre en todos los sectores, donde el Estado carezca de poder para conceder licencias o subvenciones siempre fraudulentas, o para restringir amplios sectores del mercado a favor de unas pocas grandes empresas privilegiadas (para que, entre otros privilegios, estas puedan explotar a los trabajadores, como trabajadores y como consumidores), donde existan muy pocos políticos, pero muy bien preparados y muy bien pagados, dedicados a administrar las cosas, más que a gobernar a las personas, donde a cada gran empresa le “surgiera” una competencia limpia de cientos de pequeñas empresas; esta política “ultraliberal” (o “neoliberal” o no sé que-liberal), sin llegar a ser, de ningún modo, lo mejor para todo el mundo (ni, por tanto, para los trabajadores), es preferible a un política socialdemócrata, de izquierdas o de derechas, de subidas de impuestos indiscriminadas y tasas distorsionadoras de los mercados, distorsiones que, siempre y sin remedio, recaen sobre los hombros del trabajador.
En fin, puede afirmarse, desde la óptica del revolucionario, que, en cuanto a doctrina económica, es mejor ser liberal que socialdemócrata, del mismo modo que un ateo podría defender que es preferible creer en Dios a no creer en nada. Que es mejor reconocer que hay una verdad, aunque nos equivoquemos de verdad, y que hay teorías mejores que otras, en lo que respecta a la vida y la dignidad de las personas. No obstante, en cualquiera de los casos, un sistema de mercado libre, de competencia perfecta, en el que la información está disponible para todos los agentes y en el que todos los ajustes producidos por las variaciones de la oferta y la demanda se producen de forma instantánea, resultaría, tal vez, un sistema beneficioso para todos (burgueses y proletarios) y, por lo demás, sería un sistema apenas distinguible del anarquismo libertario (de hecho, el liberalismo más radical se ha acercado al anarquismo, hasta confundirse con él). Pero, es obvio y siempre lo ha sido, este sistema solo funciona en cuanto a las ecuaciones matemáticas y sobre el papel. Ni todo el mundo tiene acceso a la información relevante para el mercado (ni, en muchos casos, la mínima imprescindible) ni los ajustes se producen de forma instantánea, como ya indicó John Maynard Keynes, pero ya sabía Adam Smith. Todo ello, aparte del hecho de que nadie ha observado nunca el “orden espontáneo” del que hablan algunos economistas, salvo en experimentos con niños o adultos encerrados en una habitación. El mercado, como tal, solo puede existir, como la propiedad privada misma, si existe un Estado con fuerza para obligar al cumplimiento de los contratos. Desde el instante en que se constata este hecho, apenas resta ya escapatoria posible a una progresiva hipertrofia del Estado, en forma de una economía de guerra en tiempos de paz, a la que siempre acaban por conducirnos. La cuestión fundamental es esta: si, en el contexto de un sistema de libre mercado con competencia perfecta, el ajuste del sistema, es decir, su retorno al equilibrio entre oferta y demanda tras una variación pasajera, aunque se produzca con seguridad, tarda diez, veinte o cien años en llegar, se trata de un sistema completamente inútil en lo que respecta a la economía política y a la política económica. Porque la política económica, además de funcionar sobre el papel y en las ecuaciones matemáticas, tiene que ocuparse irremediablemente de esos millones de desempleados que se producen mientras la economía se “reajusta” desde un sector en el que la demanda ha decaído a otro sector que, quizá, aun no ha surgido. Y, por más que traten de vendérnoslo así nuestros gobernantes, apenas ganamos nada implementando medidas que “aceleren” el ajuste (como, por ejemplo, reformas laborales para abaratar el despido), medidas que, en el mejor de los casos, conseguirán que, en lugar de tardar veinte años, el ajuste se realice en, digamos, dieciocho. Desde luego, esta ganancia no justifica que se pida a los ciudadanos sacrificios que empiezan a recordar a aquellos sacrificios generacionales que las ideologías totalitarias suelen pedir a sus ciudadanos, por el bien de las “generaciones venideras”. Sin embargo, resulta igualmente obvio a poco que se medite, tampoco beneficia en nada al trabajador la política basada en la idea de que, ya que no podemos acelerar los ajustes de la economía (no podemos de una forma que sea realmente importante para las personas), vamos a subvencionar los desajustes, aun a costa de que los desequilibrios se hagan eternos y haya que subvencionarlos cada vez más. Y, desde luego, no ha resultado beneficiosa para nadie (ni trabajador ni empresario), la política radicalmente socialdemócrata (si es que hay algo radical en la socialdemocracia), de asignar a los Bancos Centrales el poder de manipular los tipos de interés, al alza o a la baja, con el fin de “controlar la inflación” o “estimular la economía” respectivamente. Aquí, por cierto, llama la atención una curiosa corrupción del lenguaje (o de las ideas), que consiste en atribuir al Banco Central Europeo o, más habitualmente a la Reserva Federal norteamericana, políticas liberales, neoliberales o no sé qué liberales. Esto equivaldría, por ejemplo a acusar a la Iglesia Católica de anticristiana o al rey de republicano. Un Banco Central es una institución incompatible, por naturaleza, con el liberalismo económico, del mismo modo que la monarquía es una institución incompatible con la república. La cuestión radica en que aquellos mismos que los utilizaron como herramienta de intervención en la economía, acusan de neoliberales a los Bancos Centrales cuando, ahora que han adquirido cierta independencia de acción, no se avienen a las políticas a las que algunos suponen que deberían avenirse. Así, el Banco Central Europeo sería una institución neoliberal, o se comportaría como tal, controlado por la líder neoliberal Angela Merkel (¿de dónde habrá sacado alguien la idea de que Angela Merkel es liberal? Porque la verdad es que la canciller alemana es tan liberal como Mariano Rajoy, es decir, estrictamente socialdemócrata, como toda la democracia cristiana europea), se comportaría como tal cuando se negaba a comprar deuda española sin límite. [Por mi parte, estoy en condiciones de jurar ante el polígrafo que he escuchado, de labios de Cayo Lara, coordinador general de Izquierda Unida, que la Reserva Federal norteamericana es un modelo de cómo debería actuar el Banco Central Europeo. “Cosas veredes, Sancho…”.] 3. La naturaleza y las consecuencias de la crisis En fin, manipular los tipos de interés a la baja o “inyectar” dinero circulante en la economía, crea un entorno en el que los Bancos se ven obligados a competir a muerte por los clientes, o bien a salir del mercado financiero. En un entorno con estas condiciones, el acceso al crédito barato produce necesariamente en el ciudadano la ilusión de que puede pagar lo que, en realidad y a todas luces, no puede pagar. De cualquier modo, esta tendencia hacia la intervención del Estado en la economía, sea de izquierdas o de derechas (es irrelevante), va creando progresivamente, como se ha dicho, una cuerpo cada vez más nutrido de funcionarios o de políticos encargados de esa intervención. Una intervención lleva a la otra, porque hay que establecer controles sobre los que se encargan directamente de la administración del erario público. Y estos controles se establecen, claro está, a través de otros funcionarios o políticos, a los que, a su vez, es necesario controlar. Y así sucesivamente, sin contar con el hecho de que hay que pagar a todos estos “controladores” y, por tanto, establecer controles sobre la renta (y controles sobre los técnicos de hacienda, y controles sobre los inspectores, etc.). Esta intervención en la economía, en este caso manipulando el tipo de interés a la baja por diversos medios, es, propiamente, la causa primera de la crisis económica a la que nos enfrentamos actualmente. Sin embargo, las “soluciones” que se están ensayando solo tienen como objetivo el mantenimiento de un sistema que, a todas luces, se está mostrando cadáver, a base de seguir “inyectando” dinero (en forma de deuda) y de recortar servicios y prestaciones que había asumido el Estado, financiado por los impuestos. Comoquiera que, en ningún caso, están cuestionando las estructuras de poder de los Estados, estas soluciones nos conducen directamente a más explotación, a más corrupción (política, económica y moral) y, en definitiva, hacia la próxima crisis. Nos encontramos, así, ante la crisis de un sistema que, estrictamente, ni siquiera puede ser llamado “capitalista”, crisis a la que la clase política de todos los países (constituida ya en la Clase Universal de Hegel, es decir, en Burocracia) ha reaccionado, en primer lugar y por encima de todo, defendiendo sus intereses corporativos, Una crisis que, quizá, está poniendo de manifiesto que, a lo largo del siglo XX, se había ido “concediendo” tiempo libre y sueldo digno al trabajador solamente para que este pudiera consumir más productos y servicios. Productos y servicios de “ocio”, porque ahora la vida del trabajador consiste en “divertirse hasta la muerte”, sea cual sea su condición laboral. Porque, hoy, al parecer, solo merecen la pena los momentos de la vida en que alguien nos puede vender algo, los eventos de la vida que se pueden subcontratar o, incluso, “externalizar”: el nacimiento, con el convite correspondiente, el colegio, con su material de correspondiente, la boda, con un gran convite asociado, el viaje aquel tan maravilloso, en general, los eventos que nos han vendido como claves de la vida. Ahora hay que salir a divertirse, cuanto más mejor; hay que divertir a los alumnos para mantener su atención; hay que divertir a los votantes; hay que tratar de que el trabajo sea divertido, que sean divertidos la misa y los sacramentos eclesiásticos; en fin, hay que conseguir que solo los “grandes momentos”, divertidos por lo demás, valgan la pena. Y que, por tanto, en el tiempo gris que transcurre en el intervalo de esos “momento inolvidables” que todos perseguimos sin tregua (y por los que todos pagamos sin tregua), en ese tiempo nada pueda ocurrir. Nada que merezca la pena. Sin embargo, ahora que el trabajador ya no puede pagar esos momentos de su vida, esos productos y servicios que acompañan inevitablemente a cada “momento feliz” de nuestra vida, a cada salida de vacaciones, por agencia o con vehículo propio, a cada momento en familia, en tu propia casa (con hipoteca), ahora se trata de volver a arrebatarle ese tiempo libre, en el que, ya de todos modos, no puede consumir, alargando la jornada laboral y encareciendo el acceso a eso “momentos vitales”. Es decir, “flexibilizando” las condiciones laborales, para que el trabajador ya no se pueda comprometer a nada a largo plazo, salvo con su jornada laboral. Ni siquiera con su empresa, solo con su jornada laboral, día a día y sin planes de futuro. No es extraño, pues, que la imposibilidad laboral de compromiso a largo plazo se haya convertido, de alguna manera, en imposibilidad moral de compromiso y que las relaciones laborales se reflejen de tal modo en las relaciones personales. En definitiva, esta crisis invita de nuevo a pensar si este sistema político y económico en el que vivimos es, en verdad, reformable, si es posible eliminar a una clase de políticos necesariamente corrupta, si es posible acabar con la utilización del Estado para beneficio de unos pocos, si es posible, sobre todo, una política económica que no perjudique, siempre e inevitablemente a los más débiles. O si, por el contrario, sería necesario destruirlo por completo para construir algo más justo. “<< El número de proletarios y su miseria se acrecientan sin cesar. >> Esto, afirmado de forma tan absoluta, no es exacto. Es posible que la organización de los trabajadores, su resistencia siempre en aumento, oponga un dique al acrecentamiento de la miseria. Pero lo que aumenta, ciertamente, es la incertidumbre de la existencia”. (F. Engels, 1891) Primera parte Segunda parte Tercera parte Cuarta parte Quinta parte |
Políticos. Demócratas por más señas. Antes de la riada, existían. Ahora aparecen sobre el barro. Chapoteando. Como personajes podrían evocar la novela ‘Cañas y barro’ del valenciano Blasco Ibáñez en la Albufera. Y merecerían afecto. Pero son personas, en democracia y ante la riada, responsables. No son unas personas extraordinarias, ni siquiera las mejores.
El envejecimiento de la población en nuestro país es una realidad. Según los últimos informes del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), para 2050 las personas mayores de 60 años representarán más de un tercio de la población total del país. Este escenario nos plantea importantes desafíos como sociedad, especialmente en lo que respecta a garantizar una buena calidad de vida para nuestros adultos mayores.
El triunfo de Donald Trump colocó al Viejo Continente en un tenso compás de espera silencioso e incierto. Resuenan las palabras que escribiera Friedrich Nietzsche cuando nos hablara del nihilismo: “un fantasma recorre Europa…”, y este “nihilismo” entendido como una “transvaloración de todos los valores” puede que tenga efectos globales.
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