El Presidente Recep Tayyip Erdogan, que ha convertido Turquía de aspirante a una democracia en la cárcel de periodistas más grande del mundo, cementerio de mujeres e incubadora del terrorismo, ha decidido llevar a nuevas cotas su culto al personaje inaugurando un enorme palacio nuevo que deja pequeña a la Casa Blanca (visite la comparativa de fotografías v’a satélite que publica el Washington Post para hacerse una idea de la escala). En la descripción del New York Times:
Sobre 20 hectáreas de bosque propiedad en tiempos del padre fundador de Turquía, Mustafá Kemal Atatyrk, el nuevo complejo presidencial tiene casi un millar de habitaciones, una red de tœneles subterráneos y lo œltimo en tecnología de contraespionaje. Es mayor que la Casa Blanca, el Kremlin y el Palacio de Buckingham. El precio divulgado: casi 350 millones de dólares. Luego está el nuevo avión presidencial puntero (en torno a los 200 millones de dólares, se calcula), por no hablar de las nuevas dependencias presidenciales de una mansión de la era otomana con vistas al fósforo, comprado todo para satisfacer las desproporcionadas ambiciones de un caballero: el Presidente Recep Tayyip Erdogan.
No hay duda de que Erdogan es tan ideólogo como autócrata, y de que se considera por encima de la ley. Carga contra quienes voten en su contra, se postulen en su contra o le critiquen. En la mente de Erdogan, los ecologistas que protestan contra la tala de árboles de los últimos espacios verdes del centro de Estambul son "terroristas", pero los que colocan artefactos explosivos en autobuses o decapitan a periodistas y cooperantes presentes en Siria no.
El New York Times pasa a comparar a Erdogan con el regidor ruso Vladimir Putin, comparativa que yo hice hace años en el Wall Street Journal. En aquel entonces, parecía que era lo que quería Erdogan, pero el líder turco en realidad podría desear más. Mucho más. A pesar de una política exterior que ha hecho a Erdogan persona non grata en gran parte de Oriente Próximo (Israel, Egipto, Siria, Irak, el territorio palestino no controlado por Hamás y puede que también Arabia Saud’ y los Emiratos çrabes Unidos), el líder turco sigue consider‡ndose un líder islámico y referente regional Es un sunní sectario hasta el tuétano. Ha anunciado sus intenciones de reformar Turquía segœn directrices religiosas, y ha prometido "alumbrar una generación religiosa". Es muy inteligente con respecto a los símbolos.
Allá por 2005, durante su intervención televisiva mensual, Erdogan sustituyó el fondo tradicional de la bandera turca y el retrato de Mustafá Kemal Atatyrk por una fotografía del mausoleo de Atatyrk y una mezquita. Los turcos entendieron el simbolismo: Atatyrk está muerto, pero el islam es el futuro.
Al construir su Versalles sobre el suelo de Atatyrk, hace lo propio. Atatyrk era el símbolo del laicismo, y Erdogan pretende enterrar el secularismo. Si Erdogan no estaba satisfecho siendo sencillamente primer ministro, y no está contento siendo simplemente el presidente de Turquía, entonces ¿a qué más puede aspirar? Aunque otrora pudiera parecer inverosímil que alguien aspirara a reanimar el sultanato otomano y el califato al que Atatyrk puso punto y final, Erdogan pretende hacer exactamente esto. No se diferencia tanto de Abœ Bakr al-Bagdadi en ideología como en t‡cticas y ambiciones. A pesar de todos sus discursos de restauración del califato panislámico, al-Bagdadi se concentra en el mundo árabe; las metas de Erdogan son m‡s amplias. El líder turco puede o no triunfar, pero probablemente piense que Dios está de su parte: Después de todo, de qué otra forma se puede explicar el meteórico ascenso de un antiguo tendero sin educación superior (en términos seculares por lo menos) a la cima del poder político.
Estados Unidos y Occidente niegan, igual que hasta hace poco negaban muchos turcos de izquierdas. Erdo?‡n puede descansar tranquilo, no obstante. Puede jugar sus bazas de forma deliberada, porque los diplom‡ticos y los periodistas occidentales siempre pasar‡n por alto su jugada hasta que sea demasiado tarde.
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