El almirante Luis Carrero Blanco invirtió cuantiosos fondos para dotar a España de la tecnología nuclear de doble uso, civil y militar, al mismo tiempo que impidió las inspecciones del OIEA y se negó a firmar el Tratado de no Proliferación (TNP). Algo que, si afinamos un poco el oído, enseguida nos recordará al actual Irán de Ahmadineyad. España también fue considerada por Estados Unidos un “estado delincuente” hace poco más de tres décadas.
Carrero Blanco quería convertir a España en una potencia nuclear y la Armada, especialmente, apoyaba sin fisuras la idea de construir sumergibles propulsados por energía atómica.
Pero para ello había que dar luz verde al proyecto que, por otra parte, formaba parte de la doctrina militar del Ejército español: volver a ser una gran potencia militar. Sólo hacía falta poner el dinero para ello.
No era una idea descabellada. La existencia de la central nuclear de Vandellós posibilitaba la obtención de plutonio para fines militares. ¿Y el uranio? En Europa están localizados 1,2 millones de toneladas de uranio. España, con 4.650 toneladas, es el segundo país de la Unión Europea en reservas evaluadas, por detrás sólo de Francia, con 13.460.
Una bomba atómica es posible a partir de 17 kilos de uranio enriquecido. La obtención de plutonio es factible a través del proceso de fisión con el uranio, que se obtiene de los residuos de centrales como la de Vandellós, que, por su grafito, es altamente plutonífera. Es decir, apta para obtener plutonio de grado militar imprescindible para la obtención de la bomba atómica.
En 1973 España lo tiene todo para demostrar a Londres y Rabat su musculatura nuclear. Gibraltar, Ceuta y Melilla componen el triángulo sensible de la política exterior española. Vigón, Carrero y Navascués comprendieron al día siguiente de Hiroshima el poder devastador de la bomba atómica. ¿Por qué España no debía tenerla?
La CIA redactó un informe el 17 de mayo de 1974 que, desclasificado en 2008 a petición del Archivo Nacional de Seguridad de la Universidad George Washington, indicaba que el Gobierno de Franco proyectó el desarrollo de un pequeño arsenal nuclear para reforzar su posición internacional con ánimos de exhibir su poderío militar ante Gran Bretaña por la cuestión de Gibraltar; al soberano de Marruecos, Hassan II, por Ceuta, Melilla y el Sáhara, y a un nuevo enemigo impredecible: la nueva y descolonizada Argelia, de la que se temía que pactase con Rabat.
Ya que el almirante Carrero Blanco sentía especial predilección por el general De Gaulle, y en vista de que Francia estaba dispuesta a vender a España una central de grafito-gas, según cuenta en sus memorias el entonces embajador en París, José María de Areilza, el Gobierno de Franco podrá disponer de una planta que no necesitará enriquecer el uranio para su funcionamiento. Basta con reutilizar sus residuos para obtener plutonio, de altísimo valor militar y estratégico.
Asimismo, la Francia del general De Gaulle no está sometida a la estructura militar de la OTAN y se niega a que los inspectores del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) curioseen en sus instalaciones nucleares. Carrero Blanco, al mismo tiempo, se resiste a entrar en la OTAN y, lo que molesta más a los norteamericanos; se niega a firmar el Tratado de no Proliferación Nuclear (TNP). Según el informe de la CIA citado más arriba: “España es uno de los países de Europa merecedores de atención por su posible proliferación de armas nucleares en los próximos años. Tiene reservas propias de uranio de moderado tamaño, un extenso programa de desarrollo nuclear (tres reactores operativos, siete en construcción y otros diecisiete más en proyecto) y una planta piloto de enriquecimiento de uranio”.
El resto de las 50 páginas del documento ya son consideraciones de orden político. La CIA incorpora a España al grupo de países peligrosos junto con Brasil, Irán, Corea del Norte, Paquistán y Egipto, que, al menos, necesitarían “diez años más que España para desarrollar su programa nuclear”. El peligro de estos países delincuentes, según la CIA, radica en que “alguno de ellos podría detonar un ingenio experimental antes de ese tiempo, quizás considerablemente antes adquiriendo material u obteniendo ayuda extranjera”.
“España mantiene un acuerdo militar bilateral con EEUU que los dirigentes españoles ven como una oferta de mayor seguridad que su independiente capacidad nuclear (...) Sólo una improbable combinación de circunstancias derivadas de la localización de España respecto a Gibraltar y el Norte de África, junto con la pérdida de confianza en EEUU y la OTAN, y quizás un Gobierno posterior a Franco inseguro de sí mismo, pudieran convertirse en una razón para que España desarrolle una capacidad nuclear propia”.
Uno de los militares acogidos a la Ley Azaña, regresa de Buenos Aires para ponerse a las órdenes de Franco tras el alzamiento del 18 de julio de 1936. Juan Vigón Suerodíaz, ministro del Aire y presidente de la Junta de Energía Nuclear, es el primer general que pone manos a la obra tan pronto comprende el poder devastador de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. A su lado estarán Luis Carrero Blanco y un ingeniero de la Armada, José María Otero Navascués, científico de gran prestigio.
Navascués pone en marcha la Junta de Energía Nuclear y, en 1958, el primer reactor de investigación que funciona con uranio enriquecido de doble uso: civil y militar. El gradual desarrollo de la tecnología nuclear hace viables los proyectos de Zorita y de Garoña. Carrero Blanco saca dinero de debajo de las piedras para financiar el sueño impronunciable de la bomba atómica. ¿De dónde sale la financiación?
El dinero de Carrero Blanco para financiar la bomba sale del tráfico de divisas y algunas cuentas secretas en Suiza, por dos razones: el OIEA puede sospechar y, para comprar tecnología en el extranjero, hace falta blanquear dólares. La peseta no es moneda convertible entonces.
El avance nuclear de doble uso preocupa a las grandes potencias, pero más el ilustrativo plan de experimentar los resultados de la primera bomba en el Sáhara español. Para los primeros ensayos atómicos, De Gaulle había elegido el escenario del Sáhara argelino.
Las sospechas sobre el creciente potencial nuclear español se disparan aún más cuando se conoce en 1977 el calado del proyecto del Centro de Investigación Nuclear de Soria (CINSO), en la localidad de Cuba de la Solana, proyecto aprobado el 4 de enero de 1976 por el Consejo de Ministros que preside Arias Navarro, todavía caliente el cadáver de Franco.
¿Por qué tanta premura si los artífices de la bomba atómica española, Franco y Carrero, ya no están en este mundo?
Es una decisión forzada en respuesta a las presiones (amenazas) que Henry Kissinger, instigador del asesinato de Carrero Blanco, ejerció sobre el almirante 24 horas antes del atentado de la calle de Claudio Coello que le costó la vida.
Luis Miguel González Mata, jefe de estancia de la CIA en España, en su libro “Les vrais maîtres du monde” (Editorial Grasset & Fasquelle, 1979) asegura que los servicios secretos norteamericanos (CIA) facilitaron los planes a ETA para eliminar al presidente del Gobierno español en diciembre de 1973.
Del centro piloto de Cuba de la Solana se pueden obtener 140 kilos de plutonio al año, y eso enciende las alarmas. Las memorias de José María de Areilza no dejan lugar a dudas: “No queríamos ser los últimos de la lista. Estaríamos en condiciones de fabricar la bomba atómica en seis o siete años”.
Las cosas empiezan a torcerse cuando EEUU exige al OIEA el chequeo de Vandellós I, del reactor rápido Coral, de la planta de la Junta de Energía Nuclear y de los reactores de investigación de Barcelona y Bilbao. Otra medida que trata de asfixiar a España es la prohibición del procesado de residuos radiactivos, a partir de la cual ya no será posible obtener plutonio y uranio enriquecidos.
La agencia soviética TASS acusó abiertamente a la CIA de haber asesinado a Carrero Blanco, un “político franquista de tendencia nacionalista que se niega a entrar en la OTAN y a cumplir ciegamente las órdenes de Washington”. Es lo más parecido a un velado elogio. De hecho, Carrero Blanco y Gregorio López-Bravo (que moriría en 1985 en un extraño accidente aéreo) fueron los grandes impulsores de la normalización de relaciones con la Unión Soviética.
De eso sabe bastante Joaquín Díaz Moreno, que escala puestos en la Administración franquista, desde la Secretaría del Gobierno Civil de Pontevedra a la Subdirección General de la Policía. Conoce de primera mano el asunto de Palomares y, como jefe de la Policía del Campo de Gibraltar, los primeros escarceos de Vladimir Putin, a la sazón “agregado comercial” que actúa como espía del KGB en la colonia británica. No en vano es autor del libro “Consideraciones en torno a Gibraltar, Ceuta y Melilla”.
España también fue considerada un “país delincuente” y Estados Unidos sigue sin tenernos por un país aliado.
Finalizado el vacilante período de los primeros diez años de posguerra fría (1991-2001), con la crisis resultante de la brusca desaparición del enemigo soviético y la búsqueda desesperada de otras amenazas de recambio, Estados Unidos ha recuperado el discurso militarista de antaño cimentado en la percepción de la “amenaza” exterior.
Evidentemente, esta maniquea “percepción de la amenaza” se vio reforzada por los dramáticos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, pero diez años antes, la administración Bush [padre] ya había perfilado los términos claves de su visión militarista y binaria del mundo. Así, durante su campaña electoral en la primavera del año 2000, el futuro presidente George W. Bush había puesto un singular empeño en recuperar las viejas coordenadas absolutas del Bien y el Mal, con el fin de justificar el programa de rearme que proponía: “Este es un mundo mucho más incierto que en el pasado... Pero, aunque es un mundo incierto, estamos seguros de algunas cosas. Estamos seguros de que, a pesar de que haya muerto el imperio del mal, el mal sigue existiendo. Estamos seguros de que hay gente que no puede soportar lo que representa América... Estamos seguros de que hay locos en el mundo, y terror, y misiles…”
El Mal, en abstracto, seguía existiendo, aunque sin un imperio como el de la Unión soviética de la Guerra Fría. Por aquel entonces estaba representado de una manera especialmente concreta por un rosario de países calificados como “Rogue States” (estados delincuentes) que poseedores de una maldad innata y de unas supuestas armas de destrucción masiva amenazaban, no sólo a los Estados Unidos, sino a todo Occidente.
La herida del 11 de septiembre de 2001, se ha convertido en el gran argumento justificador del rebrote de una política militarista y mistificadora de rancia tradición en los Estados Unidos, cuyas consecuencias trascienden y desbordan ampliamente el agravio inicial, utilizándolo al mismo tiempo como pretexto y, de paso, involucran a otros países en su particular venganza.
Pocas horas después de los atentados, el presidente Bush declaró el estado de guerra. Pero ¿contra quién? El enemigo aparecía todavía rodeado de una nebulosa de incertidumbre, pero la famosa frase del presidente “con nosotros o contra nosotros” instaló al país en una lógica binaria, totalitaria y militarista en su estado más puro. Al calor de la venganza, la ofensiva militar de octubre de 2001 contra Afganistán –tras la evanescente pista de la organización terrorista Al Qaeda– que provocaría más muertos civiles que los propios atentados, demostró que el ‘estado de guerra’ no era una metáfora, sino una realidad. El Gobierno de Estados Unidos hablaba de “una guerra larga y dura”: un estado de lucha constante, con pequeños episodios calientes, como el afgano. La imagen del derrumbamiento de las Torres Gemelas del World Trade Center se convirtió en el icono imprescindible en el frontispicio de la nueva Guerra Fría: la guerra contra el Terrorismo que marcaba un antes y un después, un umbral entre dos eras, como el ataque japonés contra Pearl Harbor, recurrentemente utilizado como término de comparación.
Pero si el estado de guerra quedaba nítidamente perfilado con los trágicos sucesos del Once de Septiembre, no podía decirse lo mismo de la amenaza invisible destinada a sustituir al antiguo enemigo soviético. Durante los diez primeros años de posguerra fría se habían apuntado una serie de “amenazas” tan terribles y delicuescentes como variadas, frecuentemente ligadas a países islámicos, o pertenecientes al Tercer Mundo.
A esta voluntad de definición respondería el polémico concepto de Eje del Mal estrenado en el discurso del presidente sobre el estado de la Unión en enero de 2002. Por aquellas fechas, y una vez cerrada con relativo éxito la campaña militar contra los talibanes afganos, los halcones republicanos –Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, todos ellos antiguos colaboradores de Ronald Reagan y de George H. Bush [padre] durante la última etapa de la Guerra Fría–, parecían singularmente decididos a apoderarse de Iraq al objeto de articular un nuevo mapa político en Oriente Medio y el golfo Pérsico, supeditado a los particulares intereses geoestratégicos de Estados Unidos, de su gran aliado en zona, Israel, y de las compañías petroleras norteamericanas y británicas.
La idea original no era otra que la de asociar de manera oportunista al régimen iraquí con Al Qaeda, acusándolo de patrocinar el terrorismo internacional, aludiendo el mismo tiempo a las potencias del Eje Berlín-Roma-Tokio de la Segunda Guerra Mundial, de infausto recuerdo. La consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, propuso incluir también al régimen iraní, ignorando el proceso democratizador abanderado por los líderes moderados que allí se estaba llevando a cabo. No por casualidad Irán constituía otra pieza maestra en el mapa geoestratégico del Golfo, a la vez que permitía la distorsionada evocación del islam antes apuntada. El papel de “tercer enemigo” le fue finalmente adjudicado a la paupérrima Corea del Norte, otro de los “estados delincuentes” que habían justificado la colosal inversión económica en el programa del Escudo Antimisiles.
La expresión “Eje del Mal” acuñada por Bush, permitía de este modo individualizar a una serie de enemigos concretos a batir, como presuntos patrocinadores de un multiforme submundo terrorista que operaba en remotas junglas y desiertos, y que se ocultaba en el corazón de las grandes ciudades según la gráfica e imaginativa descripción desplegada por Bush en sus peroratas. Era, sin embargo, el concepto de terrorismo internacional inevitablemente asociado al islam y representado por el icono de Ben Laden, el que aglutinaba a tan rica colección de amenazas. Aquellos que durante los diez primeros años de la posguerra fría habían buscado con mayor o menor éxito un recambio eficaz para el antiguo enemigo soviético de otras épocas, podían respirar aliviados. La lógica militarista volvía finalmente a medrar, como durante la Guerra Fría, en un escenario conceptual presidido por la más grosera simplicidad: un mundo peligroso, un enemigo universal e invisible, el Bien contra el Mal, o conmigo o contra mí. Las siguientes palabras de la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, reflejan cabalmente esta complacencia en un discurso simple, binario, ajeno a cualquier matiz razonable y de una complejidad perversa y diabólica.
“Para mí, la caída de la Unión Soviética y el 11-S son como dos sujetalibros, por decirlo de alguna manera. Delimitan una época específica en la que los hombres nos hemos preguntado qué peligros podían surgir tras el final de la Guerra Fría. Mucha gente se preguntaba: ¿se hará más poderosa otra potencia? (...) Otros se preguntaban si los pequeños conflictos étnicos afectarían a la convivencia de los pueblos. ¿Habrá crisis humanitarias? ¿Hambrunas? Y de repente todo se aclaró con el 11-S: lo que nos amenaza es el terrorismo internacional y también, posiblemente, las armas de destrucción masiva en manos de Estados que apoyan al terrorismo si es necesario”.
Los argumentos de Rice no podían ser más absurdos. Dos guerras separadas por dos sujetalibros. En medio, un espacio ocupado por gentes que a buen seguro disentirían de este planteamiento, como las víctimas de la hambruna que asoló Somalia en 1992, o las que sufrieron las guerras que desangraron la antigua Yugoslavia durante toda una década, y que nadie sabe aún por qué se iniciaron. Rice hacía estas declaraciones en septiembre de 2002, en plena campaña para conseguir que los aliados europeos apoyaran una ofensiva militar contra Iraq que se adivinaba inminente.
Más o menos por esas fechas, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld volvía a subrayar las similitudes entre la “larga y dura guerra contra el terrorismo” y la Guerra Fría. Y se mostraba optimista respecto a la reacción de los estadounidenses ante las exigencias de un sustancial aumento del gasto militar:
“Si se mira lo que hicimos durante la Guerra Fría, veremos que, generación tras generación desde 1950, se invirtió dinero en Defensa y en enviar tropas al extranjero. Un dinero que la gente hubiera preferido gastar en otras cosas. Pero en Estados Unidos los ciudadanos han demostrado que son capaces de apoyar grandes inversiones en Defensa, incluso en tiempos de paz, para luchar contra amenazas serias, persistentes y expansionistas, pero invisibles. Los estadounidenses lo han apoyado antes y lo apoyarán también esta vez”.
Lo que estaba exigiendo Rumsfeld a sus conciudadanos era un acto de fe: creer sin ver. La amenaza es siempre invisible, como la “mano invisible” que mueve el mercado, enriqueciendo a unos y arruinando a otros.
Pero para conseguir el clima de adhesión necesaria a esta nueva política belicista, no bastaba con la apelación a la venganza o al espíritu patriótico: se precisaba también el miedo. Fiel a la lógica binaria del militarismo, Donald Rumsfeld ofrecía únicamente dos opciones a los estadounidenses: o apoyar el gasto militar incondicionalmente, o ser atacados periódicamente con nuevos atentados como los del Once de Septiembre.
Desde entonces, el ciudadano de Estados Unidos ha vivido instalado en el miedo: bien a la amenaza, bien a la estigmatización como “antipatriota” por sus conciudadanos. En vísperas de la última ofensiva contra Iraq, en febrero de 2003, el llamado Sistema Asesor de la Seguridad Nacional (Homeland Security System, aprobado en marzo del año anterior) anunciaba un riesgo alto (high risk) de amenaza de ataque químico o bacteriológico, simbolizado por el color naranja. Los diversos niveles eran cinco, desde el verde hasta el rojo, correspondiéndose cada uno con diversas recomendaciones para que cada ciudadano pudiera protegerse en su hogar de un ataque terrorista, lo cual a la postre desató una verdadera psicosis colectiva. A ese clima de temor generalizado contribuyeron otras medidas de emergencia como las masivas campañas de vacunación contra la viruela –desde los soldados hasta los empleados, médicos y funcionarios, hasta llegar al último vecino– lo que supuso en la práctica una auténtica militarización psicológica de todo el cuerpo social.
No obstante, a las pocas semanas de haber empezado a administrarlas, se produjeron las primeras restricciones a la campaña de vacunación masiva en pacientes con factores de riesgo debido al rechazo experimentado en decenas de casos, con muertes incluidas. ¿Eran realmente necesarias esas vacunas que quizás aún no habían sido debidamente experimentadas?
A la vez que cerraban filas en torno a sus soldados destacados en Iraq, cientos de miles de ciudadanos estadounidenses se atrincheraban en sus casas después de haber agotado las provisiones de agua mineral o de cinta aislante en los supermercados, para protegerse de un hilarante, por descabellado, ataque químico en su territorio. Emboscado para justificar la agresión, siempre el pánico.
Según el lenguaje de la administración Bush, se había abierto un “frente de guerra doméstico” en el que los ciudadanos debían movilizarse tanto denunciando a vecinos sospechosos como participando en las asociaciones de ayuda a los soldados y a sus familias, o colaborando en los cuerpos militarizados de ayuda civil. La nación entera, y no sólo el cuerpo expedicionario de soldados profesionales y reservistas destacados en Afganistán e Iraq, estaba en pie de guerra. De esta forma, y con el referente de la época de la Guerra Fría como espejo, la nación estadounidense adoptaba la imagen de un combatiente: un cuerpo social en armas. El sistema fundamentado sobre la guerra, cobraba nuevo vigor al asumir una figura aún más cruda y descarnada. El antiguo discurso de Paul Nitze sobre el Plan Maligno se reencarnaba en el resurgido Eje del Mal. Un molde exacto pero con distinto contenido: el enemigo cambiaba de rostro. El miedo, sin embargo, como denominador común del discurso militarista, era el mismo.
No obstante, este discurso falaz y alambicado, no debe confundir a los españoles. Los enemigos de España no están en remotos desiertos ni en lejanas montañas. Llevamos muchos años durmiendo con nuestro enemigo.
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