Quizá sorprenda a alguno de mis escasos lectores habituales, saber que, personalmente, no creo en Dios. Es más: estoy convencido de que Dios, el Dios cristiano, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios del que Jesucristo se decía hijo, no existe.
Personalmente
Personalmente, fui católico sincero hasta mi mayoría de de edad. Después, ateo y furibundo anticlerical durante la Universidad y algunos años después. Progresivamente, con el tiempo, a base de muchas lecturas, he ido madurando mis opiniones al respecto. A día de hoy, sigo sin creer en Dios y siendo ateo convencido; pero el anticlericalismo se me curó estudiando Historia.
Hago esta reflexión personal, no por la importancia que pueda tener (que no la tiene, salvo para mí mismo), sino para aclarar mi posición de partida para lo que sigue. No creo que a nadie le interese, en realidad, la opinión de tal o cual columnista, si el tal o cual columnista no “desaparece” lo suficiente de su escrito. Es decir, si la columna en cuestión puede funcionar como un peldaño que nos acerque un poquito más a la verdad, y no simplemente como exposición de ideas y pensamientos personales.
El debate en España
Pero, por lo que parece, los españoles sufrimos alguna especie de defecto nacional, que, quién sabe por qué, nos impide tratar hasta de las cuestiones más abstractas sin llevarlas al terreno del ataque personal. Si uno defiende la Idea de España, se le tilda inmediatamente de franquista; si otro defiende a la Iglesia Católica, se busca de inmediato su conexión con el Opus Dei; si un tercero defiende la idea de mercado libre, se le tacha de fascista (Curiosidad: ¿por qué no de anarquista? El fascismo es, al fin y al cabo, una escisión del socialismo y, por tanto, contrario al mercado libre).
En fin, simplemente indicar que no tengo ninguna creencia religiosa y ningún tipo de relación laboral con la Iglesia Católica.
Visita de Benedicto XVI a España
En las circunstancias históricas, políticas y económicas de la España actual, aunque se podía contar con la indiferencia general, no puede dejar de sorprender el rechazo de cierto sector de la población a la visita del Papa Benedicto XVI, a partir del 18 de Agosto de 2011.
Rechazo del catolicismo en España
Vale que la mayor parte de los españoles aun crea a pies juntillas en la leyenda negra sobre la Iglesia Medieval (leyenda que inventaron conscientemente ingleses, franceses y holandeses, contra la España del siglo XVI). Vale que en España exista cierta tradición política anticlerical, de la que los sectores de la Memoria Histórica se sienten todavía orgullosos (ignorando que, en su tiempo, la tradición se convirtió en matanza).
Pasemos, también, de la constatación de que muchos medios de comunicación, hablados o escritos, manipulan por sistema todos los escritos y todas las tomas públicas de posición eclesiásticas (manipulación que se puede evitar fácilmente, acudiendo a los textos íntegros), hasta el punto de que, por ejemplo, la moral sexual católica es reducida a la prohibición del preservativo.
El deber de la hospitalidad hacia el Papa
Pasando por encima de todas estas consideraciones, que consisten, en resumen, en desconocimiento, prejuicio e ignorancia, en primer lugar, España, como país, debe hospitalidad a Benedicto XVI, como la debe a cualquier mandatario, y a cualquier persona en general, que visite nuestro país.
El Papa es gobernante de un país con el que España mantiene relaciones diplomáticas amistosas. Y, a su vez, además de ser uno de los filósofos más importantes de la actualidad, es el líder de una religión que profesa la mayoría del pueblo español y que ha organizado una Jornada Mundial de la Juventud, que reunirá, según las previsiones, a un millón de personas, en pleno acuerdo con el gobierno español.
La Iglesia Católica
Ciertamente, esto resulta obvio. Tanto en la cuestión de las relaciones diplomáticas como por la cuestión de la hospitalidad debida, esa virtud que estamos olvidando. Pero, ciertamente también, Benedicto XVI no viene a España solo en calidad de gobernante de otro país, sino como líder de una institución internacional de amplia, aunque decadente, influencia. El rechazo a la visita, por parte de ciertos sectores, se centra en esa cualidad de cabeza visible de una institución a la que se moteja de machista y antidemocrática.
Lo cierto es que los argumentos que se utilizan resultan a cada cual más endeble. Si hubiéramos de tener en cuenta la historia de cada país o de cada institución a la hora de recibir a sus mandatarios, no existirían las relaciones diplomáticas en absoluto. La inmensa mayoría de los Estados actuales, si no todos, tiene una historia mucho más sanguinaria que la de la Iglesia Católica (más allá de las leyendas sobre la Inquisición).
Jornada Mundial de la Juventud
Por otra parte, desde el momento en que la Jornada Mundial de la Juventud se planificó de común acuerdo con el gobierno español y respetando todos los trámites legales, sobraban todos los análisis coste/beneficio, que tanto y tan superficialmente han proliferado. El gobierno español, y mucho más el actual, disponía de una excusa fácil para rechazar la organización del evento, alegando los costes de seguridad. Y, si no lo hizo, es lícito sospechar que no fue movido por un irrefrenable ansia, de los gobernantes socialistas, por recibir a Benedicto XVI.
Lo mismo es válido para el “problema” de la ocupación del espacio público, por parte de lo fieles de una religión que, en un estado laico, se supone como cuestión privada. No deja de resultar gracioso que los indignados se hayan quejado de esto. La JMJ ocupará los espacios madrileños ateniéndose a la ley y en virtud de la libertad de expresión.
Sería un punto interesante a estudiar, el proceso histórico por el que se ha ido negando, sobre todo socialmente, pero también legalmente, el derecho de libertad de expresión de las creencias religiosas. Ya dijo Lessing, en su día: “No os atreváis a hablarme de vuestra libertad berlinesa de pensamiento e imprenta. Se limita a la mera libertad de endilgar a la religión cuantos sofismas se desee. Y un hombre honrado tendría que avergonzarse bien pronto de emplear esa libertad”.
La verdad se vota, otra vez
El hecho de que se intente relegar a la religión al ámbito privado y el hecho de que se tache a la Iglesia Católica de machista y antidemocrática, obedecen al mismo síntoma de decadencia de la cultura occidental, especialmente en España: a la idea de que no existe la verdad, sino que “cada uno tiene su verdad” o "lo que es verdad para uno puede no serlo para otro”.
A partir de ahí, la verdad se vota. Ya hablamos una vez de aquella ocasión en la que la existencia de Dios perdió por un solo voto en el Ateneo de Madrid. Se trata de la consecuencia lógica del relativismo: hay que llegar a un acuerdo político sobre las “verdades” en torno a las que nos movemos. De ahí que se pida, de modo absurdo, que la Iglesia se democratice. Como si la democracia fuera un valor en sí mismo: la democracia tiene valor en la medida en que protege la libertad. Y el valor es la libertad, no la democracia.
La Iglesia Católica custodia una verdad
En cualquiera de los casos, la Iglesia Católica, con todos los fieles que la forman, cree firmemente que posee una o varias verdades. Y lo cree del mismo modo que la comunidad científica cree poseer, también, algunas verdades. Solo que lo que los científicos han extraído de la experiencia, los cristianos creen haberlo obtenido a partir de una Revelación de Dios.
La Iglesia Católica, formada por todos los católicos (no solo la jerarquía), es, pues, una institución conformada en torno a una verdad absoluta, cuya misión es custodiar. Aquí no cabe una democracia mal entendida: la verdad no se vota, se descubre. No es lo mismo, nada tiene que ver, pensar que ninguna persona tiene la verdad, que pensar que la verdad no existe.
La democracia en la Iglesia
Tampoco hay democracia en la familia, en el ejército o en las comunidades científicas. No la hay cuando se trata, simplemente, de respetar una tradición. Hoy día, la mayor muestra de humildad de la Iglesia está en su negativa a admitir a la mujer en el misterio sacerdotal. Negativa basada, exclusivamente, en una confesada incapacidad para interpretar la Escritura en lo que respecta esta cuestión.
Soy consciente de que todo esto suena muy extraño y anticuado en unos oídos modernos, educados, acostumbrados y machacados con el relativismo de “la verdad de cada uno”. Pero, si son tan amables, les pido que hagan un esfuerzo conmigo.
La salvación y el ámbito privado
Imagínense, por un momento, que ustedes están convencidos, fuera de toda duda, de que el mundo (todas las personas que lo componen), está en peligro. E imagínense que ustedes, a su vez, conocen, fuera de toda duda, la manera de salvar la vida a todos. Y, por último, imagínense que se encuentran con otras personas que creen lo mismo que ustedes y organizan una institución para comunicar más eficazmente, a todo el mundo, la forma de salvarse.
En ese caso, ¿aceptarían tranquilamente que se les pidiera que mantuvieran sus creencias en privado, por “respeto” a los demás? ¿Qué clase de respeto es ésa? ¿No es más respetuoso, a la par que más noble, comunicar a todo el mundo que está en peligro y lo que tiene que hacer para salvarse? Aunque uno contemplase la posibilidad de estar equivocado, ¿no seguiría adelante, de todos modos? ¿No contaría lo que sabe a todo el que quisiera escucharle y aun al que no quisiera?
El cristianismo es público
Pues, exactamente, este es el caso del cristiano en el mundo de hoy. Cree conocer la verdad más importante de la existencia y, por eso, nos la quiere comunicar. Está en la naturaleza del cristianismo comunicar, dar testimonio de su fe. Y, por eso, el cristiano que vive su fe solo en el ámbito privado siempre me ha parecido innoble y, quizá, algo cobarde. Son las personas las que merecen respeto, no las ideas. Y el respeto a las personas, para un cristiano, exige el testimonio de su fe.
La voz de la Iglesia
No estoy de acuerdo con muchas de las posiciones doctrinales de la Iglesia Católica (aunque suelen tener, por lo general, mucho más fundamento de lo que sus críticos reconocen), ni en política, ni en filosofía, ni en moral. Pero, en un mundo que ya no cree en nada (y, por ello, está dispuesto a creer en todo lo que le cuenten), en un mundo que, cuando dejó de creer en Dios, empezó a creer en cosas mucho peores, en un mundo en el que ya no hay sentido, en el que ya no se acepta la ley, la autoridad o la tradición, en un mundo de manipulación de las mentes por los gobiernos, en el que nada tiene valor y todo vale lo mismo, en un mundo lleno de impotencia y sin miedo ni esperanza; en este mundo, la voz de la Iglesia, su mensaje de que existe la verdad, el bien y el mal y de que quizá hay esperanza, se ha tornado especialmente importante.
Jan Ross, periodista del periódico alemán Die Zeit, comentó (en relación a Juan Pablo II, pero válido en todo caso): “La voz del Papa ha dado ánimo a muchos hombres y a pueblos enteros; en los oídos de muchos ha sonado también dura y cortante, e incluso ha suscitado odio; pero, si enmudece, será un momento de silencio espantoso”.
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