En primer lugar, uno corre el riesgo de ser reputado como un “malpensante”, lo que no es nada recomendable para obtener favores en el futuro, como por ejemplo, pedirle prestado dinero a un amigo o rogarle que no confiese sus más sucios secretos. Por otro lado, uno bordea los límites de la incomprensión: si algo caracteriza al “biempensante” es que se sabe tal, goza de su prestigio y, por lo tanto, está muy poco dispuesto a recibir objeciones.
La conformación categorial del pensamiento “progresista” es algo menos que irreductible: guarda ciertas categorías inviolables en función de las cuales desarrolla lógicamente su pensamiento. Se trata de conceptos estancos, preestablecidos, no sujetos a cuestionamiento alguno. Su “progresismo” es similar a un credo religioso, solo que en apariencia laico.
El privilegio de ser un “biempensante” consiste en no tener prácticamente que hacer nada: cada cosa que diga, estará bien evaluada, siempre y cuando uno conserve los principios básicos del género –es decir: este a favor de las “causas nobles” tal y como lo indican los buenos valores "progresistas"-. El “biempensante” no ostenta un pensamiento dinámico: su reflexión varía solo dentro de las invulnerables demarcaciones que su esquema valorativo le permite.
Es una suerte de aura celestial que a uno lo recubre y de la cual goza ante un extenso circulo de personas. No existen muchos temerarios que asuman las responsabilidades de exhibir sus disconformidades con “lo-que-se-espera-que-diga-alguien-que-tiene-buenas-intenciones”. Así, resulta medianamente sencillo saber qué piensa un “progresista” sobre determinados temas –incluso, dependiendo las épocas y los rigores del contexto, hasta es sencillo adivinar los modales con que éste expresa sus impresiones.
En la Argentina, a partir de una serie de medidas del Gobierno nacional –reconocibles y elogiables como preferibles dentro de un concierto de fuerzas de idéntico valor, pero no por ello santificables como la manifestación real de “la corrección”-, se generó una corriente que defiende a capa y espada las “causa nobles”: de esa forma, intentando combatir al rancio conservadurismo –que fundó su tradición en matanzas atroces y en una cultura cimentada en el elitismo desdeñoso-, se coloca en una posición de santidad y persigue todo aquella que –aunque sea mínima u oblicuamente- ponga en jaque su credo. Así, la paranoia es extrema: en cada rincón hay un gesto de racismo, xenofobia, homofobia, machismo o cualquier otra maldición del desarrollo social.
No se trata de negar la existencia de estos fenómenos indudables –consecuencias no de la maldad individual o grupal de los actores, sino del propio desarrollo simbólico-material de una formación social inmersa en el devenir histórico- y sí de quitarle las capas superficiales y mostrarlo como verdaderamente es: una pugna entre fuerzas idénticas, en donde la victoria de una u otra no se evalúa por “mejor” o “peor” en términos absolutos, sino desde una determinada perspectiva política –es decir: la condena al racismo no se hace desde un reparo ético, en cambio, se la erige desde una simple posición política: uno prefiere la inclusión sin miramiento de razas, lo que no lo hace mejor que quienes evalúan a una raza como superior a las restantes.
Esta postura de defensa a ultranza de las “causa nobles” alcanza extremos por momentos inverosímiles: cualquiera puede ser acusado de homofóbico con solo declarar que nunca le practicará sexo oral a un compañero de equipo; o ser juzgado de xenofobia por decir que no le cae simpático un vecino paraguayo que le orina todas las mañanas el jardín de entrada; o convertirse en antisemita porque asume que preferiría conocer las playas del caribe antes que los desiertos israelíes.
La expresión de las emociones humanas –que por lo general poco tienen que ver con la generosidad y el pluralismo- se encuentra asediada por centinelas éticos que apuntan a cada paso el error. Y encuentran tantas y tan continuadas fallas éticas, precisamente, porque estas no son más que arbitrariedades abstractas mediante las cuales se intenta modelar la conducta humana, regida por el cúmulo de pulsiones indescifrables que combaten por estallar en comportamientos de lo más disímiles.
Este ejército “progresista” impone la disciplina de la rectitud, cuyo fundamento prístino es, invariablemente, la hipocresía: uno, para ser aprobado, debe responder a los “buenos sentimientos” por más que sus vísceras se retuerzan e indiquen lo contrario.
No hay comprensión de lo contrario –llamémosle, por decir: la maldad-. De hecho, la dicotomía sacramental impide la reflexión sobre lo otro. El “bien” y el “mal” son términos antagónicos: la existencia de uno es la negación de la existencia del otro. Por lo tanto, el “bien” está incapacitado de pensar al “mal”: no puede concederle lógica alguna, su funcionamiento es, entonces, caótico e irracional.
El progresismo “biempensante” tiene, en su propia naturaleza, su limitación de desarrollo: no puede, en su planteo racional, traspasar las fronteras de sus valoraciones éticas. Lo ético, surgido de un cierto proceso lógico, se superpone a la propia lógica de la que surgió y la aplasta. El concepto –lo abstracto- se eleva por sobre el objeto –lo concreto- y lo domina. El pensamiento lógico –y la experiencia- quedan encerrados dentro de un cuadro ético que no puede ser sometido a cuestionamiento alguno.
De este modo, cualquier expresión que se oponga a esos principios fundamentales e imperturbables, cae en obsolescencia inmediata. No puede existir: no hay forma de que sea concebido dentro del esquema conceptual que el “progresismo” maneja.
Esto naturaliza las “buenas conductas” y, desde esa base, reprime los comportamientos disidentes.
La descripción de los fenómenos pierde su riqueza: ahora queda reducida al juicio ético. Aquel que quiera rendir cuenta de una situación determinada, debe estar precavido de no incurrir en alguna de las infracciones del código de eticidad. La exageración en la corrección corre el riesgo de caer en la conformación de formas preestablecidas de nombrar: intentando correrse de los estereotipos estigmatizantes, el “eticismo progre” cae en nuevas formas estereotipadas, esta vez de signo contrario –“biempensantes”, pongámosle-, que como aquellas, desconocen particularidades y carecen de rigor.
Lo “biempensante” confunde el relato sobre la consecuencia con la omisión de las causas. Por lo tanto, cualquier mención a las consecuencias –por más evidentes que fueran- implica una “estereotipación estigmatizante” -como si por nombrar las consecuencias uno se olvidara necesariamente de las causas-. Pero la no mención de esas consecuencias o la utilización de eufemismos digeribles, representa también una forma preestablecida y forzadamente generalizada.
De tal forma, la interrogación queda circunscripta al ámbito de lo “permisible”. Ahondar más allá acarrea la inmoralidad. Comprender “el mal”, analizar las “malas conductas”, buscar las capas lógicas de los “comentarios discriminadores”, evaluar las razones de los estereotipos sociales –lo que implica aceptarlos en cierta medida-, son acciones vedadas por el cerco ético que la propia condición impone.
Las posibilidades de interpretación de aquellos que utilizan categorías éticas para el análisis de experiencias materiales o los discursos inscriptos en la dinámica de la misma, son escasísimas y se reducen a una simple valoración. Resignar las categorías del “bien” y del “mal” –lo que lleva a terminar con las escalas de prestigio en las conductas y la evaluación de todas por igual: como manifestaciones empíricas de complejos procesos psicosociales- es imprescindibles para alcanzar medularmente las circunstancias. Esto es pararse en la verdad de enfrente del “progresismo biempensante”, hasta quizás ser, en ocasiones, un "malpensante".
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