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Honor y guerra

Felipe Muñoz
martes, 14 de agosto de 2012, 07:51 h (CET)
A fuerza ya de escuchar y leer excusas absurdas, en España estamos terminando por perder el sentido de los hechos. Sin embargo, en realidad, los hechos son pocos y, en verdad, claros o, al menos, sencillos de constatar.

Veamos cuáles son esos hechos inmediatos de la situación española. En primer lugar, el 20 de noviembre de 2011, el gobierno más incompetente y desastroso desde la democracia dejó paso, en las urnas, a otro gobierno que obtenía la mayor parte de su credibilidad, por cierto, de la citada incompetencia, rayana en la maldad, de dicho gobierno.

Tan desastrosa había sido la administración socialista que, incluso, muchas personas que no les votamos esperábamos algo del nuevo equipo. Quizá, la menos, cierta competencia técnica en asuntos económicos, competencia de la que carecía el gabinete anterior; quizá cierto compromiso contra la corrupción, tal vez alguna credibilidad en su modelo territorial. Todo en vano.

El gobierno popular se marcó, según su propio programa, y según las palabras de nuestro actual presidente, la prioridad absoluta de reducir el déficit público. Y, como primer hecho, constatamos que, tras semanas de traspaso de poderes y meses de gobiernos autonómicos del PP, el nuevo gobierno desconocía la cifra de déficit público que le dejaba el antiguo, por lo que “se vio obligado” a realizar grandes recortes de gastos en la Administración central del Estado y a decretar una astronómica subida de impuestos.

Comoquiera que los populares no han llevado a los socialistas a los juzgados, nosotros “nos vemos obligados” a suponer que, en realidad, sí que conocían algo de la desviación de la cifra de déficit prevista de la que tanto se siguen quejando a día de hoy. Pero, sea como fuere, el hecho reside en que, ante un déficit público del 6,9 %, el nuevo gobierno tenía dos opciones: reducir los gastos o aumentar los ingresos. Opciones que se pueden formular, también, como: la espada o la pared, el deshonor o la guerra… Susto o muerte.

De todos es sabido que el gobierno, en uno de los alardes de determinación, de los que continúa haciendo gala desde entonces, se acogió a las dos: por un lado, la subida de impuestos y, por otro, la reducción de gastos de la Administración Central.

Sin embargo, en las dos ramas de la alternativa, en realidad, el gobierno tenía otra opción: frente a una subida de impuestos sin criterio (es decir, una subida de tipos en los tramos de las rentas del trabajo), existía la opción de un reforma en profundidad del Sistema Tributario español, reconocido internacionalmente como injusto, fraudulento y literalmente absurdo.

Por otro lado, frente a un recorte de gastos sociales, de aquí y de allá, recorte medido en porcentaje de reducción de los servicios que ele Estado ofrecía hasta ahora a los ciudadanos, existía y existe la opción de de una Reforma Territorial de la Administración.

No una de esas reformas que nos venden, consistente en reducir el sueldo de los funcionarios, o prescindir de unos pocos coches oficiales, asesores o concejales, sino en esa otra que consiste en repensar el modelo de Estado, que consiste en pagar más, y mejor, a los políticos y a los funcionarios, pero que existan la décima parte de políticos y muchos menos funcionarios, lo que resultaría más que suficiente para gobernar con eficacia este país.

En resumen, en términos presupuestarios, existían la opción funcional y la opción orgánica. Es decir, existía la opción de recortar en servicios, como Sanidad y Educación o Justicia, o bien la de reducir “centros gestores” de servicios (hasta 17 para el mismo), esto es, que los servicios se presten, o sean contratados, de forma centralizada, de modo que se necesiten menos municipios, diputaciones, parlamentos autonómicos y políticos en general.

Y por más que insista el gobierno en que “se ve obligado” a tomar estas medidas, por más que se obstine en que los mercados “son injustos” con España, por más que niegue la evidencia del rescate que se nos viene encima (como ha ido negando todas las evidencias, como Zapatero), resulta meridianamente claro que nuestro gobernantes tenían, y tienen, a sus disposición, la alternativa de la centralización de los servicios. Opción que nuestro presiente conoce, sin duda alguna, pero que, sin duda alguna, jamás se atreverá a seguir.

Como Chamberlain en Munich, salvando las siderales distancias, Don Mariano pudo elegir entre el deshonor y la guerra. Ha elegido el deshonor y, como el primer ministro inglés, también tendrá la guerra.

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