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Crítica teatral. Solitudes, de Kulunka Teatro

El espacio del silencio

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El instante previo a una función teatral tiene algo de ritual, de acceso a la magia; el mundo real se oscurece y se ilumina otro que no lo es, pero que cobra vida ante nosotros. La puerta por la que el espectador atraviesa el umbral de la ficción, abandona su mundo cotidiano y entra en otro –más duro o más amable, pero siempre más coherente- es clave para el resto funcione. Así, los primeros quince minutos de Solitudes crean el ambiente necesario para que el espectador se acomode a la propuesta que se le ofrece: el uso de máscaras, la ausencia de palabras, el valor que adquiere el trabajo gestual de los actores. Se nos presenta a un matrimonio de ancianos hecho a su cotidianeidad, conforme con su vida a golpe de reloj y rutina. Por medio del humor, se nos cuenta cómo el marido se queda solo. Y hasta aquí el primer acto. Para entonces, el espectador ya se ha olvidado de los recursos a los que no está habituado y solo le interesa la historia; en otras palabras, se deja de ver la máscara y solo está el personaje, la “persona”. Aparecen el hijo y la nieta del protagonista, ella móvil en mano. Los tres acuden, en una escena magnífica que recuerda a El gran Lewosky, a arrojar las cenizas de la esposa fallecida al mar. Desde ese momento, distintos personajes (unos diez) entrecruzan sus soledades como pompas de jabón que se atraen y estallan al tocarse.

                

La trama se desenvuelve con soltura y buen ritmo, con una dosificación del humor sumamente acertada, de modo que, como sucede cuando se sabe hacer bien, la risa es la antesala de la emoción. Pero Solitudes no se transforma en tragedia ni se queda en comedia; digamos que es un drama de personajes que comparten un mundo en el que no conviven, de la búsqueda desesperada de compañía y de las fortalezas de incomprensión en que nos recluimos. De este modo, la historia se tensa desde los extremos: la incomunicación y la huida de la soledad. Aunque en algún momento la trama central parece empantanarse con otras secundarias que le aportan poco (magnífico personaje el de la segunda prostituta, pero tal vez prescindible la primera) la obra llega al tercer acto con todas las redes preparadas para la caída final.

                

El montaje, con dirección acertadísima de Iñaki Rikarte, acude a buen número de recursos perfectamente equilibrados. La recreación de lo cotidiano convive con la imagen poética y onírica, como la brillante escena del protagonista desdoblado; o el final, que no podemos destripar, pero que está resuelto con una elegancia y una sencillez tan ingeniosas como conmovedoras. La iluminación apoya el transcurrir de la acción y señala los puentes entre el exterior y el interior del protagonista. La música subraya acciones y emociones, pero no se adueña del terreno al actor. El vestuario es eficaz y caracteriza de manera rápida. Pero lo más importante es que todos estos elementos no son sino recursos al servicio de la narración, pues es claro que el afán primero y último de la compañía es contarnos una historia de hoy. De todos los recursos, los más valiosos son los propios actores y sus máscaras. Con hábiles y apenas perceptibles transiciones aparece en escena una decena de personajes a los que los tres actores dan vida con su lenguaje corporal y con las susodichas máscaras. En todo el conjunto se aprecia talento, pero también mucha artesanía teatral; un trabajo con soluciones ingeniosas y propuestas arriesgadas que nunca dejan de supeditarse a las peripecias de los personajes. Al final, descubrimos que las palabras sobran porque vivimos en el reino de la incomunicación. Entre los personajes se crea un espacio de silencio, un vacío despoblado de palabras, que es, en realidad, lo que se quiere mostrar. Kulunka teatro con esta obra da algún collejón que otro al espectador, pero lo hace acompañado de caricias.


En fin, todo encaja en Solitudes. Probablemente sea porque uno de sus aciertos es la contención. Nada se va de las manos; todo se dosifica en la cantidad justa. Y así se construye la magia de la ficción: por medio de la imitación coherente de la realidad. Entre el primer oscuro y el último, late la vida. Para quien esto escribe, imprescindible. 

El espacio del silencio

Crítica teatral. Solitudes, de Kulunka Teatro
Raúl Galache
lunes, 8 de enero de 2024, 10:02 h (CET)

El instante previo a una función teatral tiene algo de ritual, de acceso a la magia; el mundo real se oscurece y se ilumina otro que no lo es, pero que cobra vida ante nosotros. La puerta por la que el espectador atraviesa el umbral de la ficción, abandona su mundo cotidiano y entra en otro –más duro o más amable, pero siempre más coherente- es clave para el resto funcione. Así, los primeros quince minutos de Solitudes crean el ambiente necesario para que el espectador se acomode a la propuesta que se le ofrece: el uso de máscaras, la ausencia de palabras, el valor que adquiere el trabajo gestual de los actores. Se nos presenta a un matrimonio de ancianos hecho a su cotidianeidad, conforme con su vida a golpe de reloj y rutina. Por medio del humor, se nos cuenta cómo el marido se queda solo. Y hasta aquí el primer acto. Para entonces, el espectador ya se ha olvidado de los recursos a los que no está habituado y solo le interesa la historia; en otras palabras, se deja de ver la máscara y solo está el personaje, la “persona”. Aparecen el hijo y la nieta del protagonista, ella móvil en mano. Los tres acuden, en una escena magnífica que recuerda a El gran Lewosky, a arrojar las cenizas de la esposa fallecida al mar. Desde ese momento, distintos personajes (unos diez) entrecruzan sus soledades como pompas de jabón que se atraen y estallan al tocarse.

                

La trama se desenvuelve con soltura y buen ritmo, con una dosificación del humor sumamente acertada, de modo que, como sucede cuando se sabe hacer bien, la risa es la antesala de la emoción. Pero Solitudes no se transforma en tragedia ni se queda en comedia; digamos que es un drama de personajes que comparten un mundo en el que no conviven, de la búsqueda desesperada de compañía y de las fortalezas de incomprensión en que nos recluimos. De este modo, la historia se tensa desde los extremos: la incomunicación y la huida de la soledad. Aunque en algún momento la trama central parece empantanarse con otras secundarias que le aportan poco (magnífico personaje el de la segunda prostituta, pero tal vez prescindible la primera) la obra llega al tercer acto con todas las redes preparadas para la caída final.

                

El montaje, con dirección acertadísima de Iñaki Rikarte, acude a buen número de recursos perfectamente equilibrados. La recreación de lo cotidiano convive con la imagen poética y onírica, como la brillante escena del protagonista desdoblado; o el final, que no podemos destripar, pero que está resuelto con una elegancia y una sencillez tan ingeniosas como conmovedoras. La iluminación apoya el transcurrir de la acción y señala los puentes entre el exterior y el interior del protagonista. La música subraya acciones y emociones, pero no se adueña del terreno al actor. El vestuario es eficaz y caracteriza de manera rápida. Pero lo más importante es que todos estos elementos no son sino recursos al servicio de la narración, pues es claro que el afán primero y último de la compañía es contarnos una historia de hoy. De todos los recursos, los más valiosos son los propios actores y sus máscaras. Con hábiles y apenas perceptibles transiciones aparece en escena una decena de personajes a los que los tres actores dan vida con su lenguaje corporal y con las susodichas máscaras. En todo el conjunto se aprecia talento, pero también mucha artesanía teatral; un trabajo con soluciones ingeniosas y propuestas arriesgadas que nunca dejan de supeditarse a las peripecias de los personajes. Al final, descubrimos que las palabras sobran porque vivimos en el reino de la incomunicación. Entre los personajes se crea un espacio de silencio, un vacío despoblado de palabras, que es, en realidad, lo que se quiere mostrar. Kulunka teatro con esta obra da algún collejón que otro al espectador, pero lo hace acompañado de caricias.


En fin, todo encaja en Solitudes. Probablemente sea porque uno de sus aciertos es la contención. Nada se va de las manos; todo se dosifica en la cantidad justa. Y así se construye la magia de la ficción: por medio de la imitación coherente de la realidad. Entre el primer oscuro y el último, late la vida. Para quien esto escribe, imprescindible. 

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