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El instante previo a una función teatral tiene algo de ritual, de acceso a la magia; el mundo real se oscurece y se ilumina otro que no lo es, pero que cobra vida ante nosotros. La puerta por la que el espectador atraviesa el umbral de la ficción, abandona su mundo cotidiano y entra en otro –más duro o más amable, pero siempre más coherente- es clave para el resto funcione.
Iñaki Rikarte tiene el don. En todos sus montajes que he visto se aprecia una dirección que quiere esconderse tras la trama, pero que, inevitablemente, deja su huella —como se suele decir de John Ford, por ejemplo—: lirismo, crudeza, ritmo, sensibilidad, ternura hacia los personajes y un hondo conocimiento de los resortes escénicos, tanto técnicos como argumentales.
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