Iñaki Rikarte tiene el don. En todos sus montajes que he visto se aprecia una dirección que quiere esconderse tras la trama, pero que, inevitablemente, deja su huella —como se suele decir de John Ford, por ejemplo—: lirismo, crudeza, ritmo, sensibilidad, ternura hacia los personajes y un hondo conocimiento de los resortes escénicos, tanto técnicos como argumentales.
Ayer asistí a Forever, de nuevo con Kulunka Teatro, esta compañía vasca que ha acudido, ya en otras ocasiones (André y Dorine y Solitudes), al teatro de máscaras (sin voz). Y realmente es así: la compañía opta por las máscaras como un recurso más. Parece, de entrada, contradictorio: privar al actor de la expresividad del rostro y de la voz parece mutilarlo. Sin embargo, el resultado es una expresividad que tiene algo de universal. Los personajes son ellos y son su arquetipo. No hace falta contar mucho para decirlo todo, para expresarlo todo.
Forever muestra la vida de una pareja y su hijo adolescente. Es la historia de un naufragio, de la caída en las trampas de la vida y en las de las propias decisiones, en las mordazas del silencio y las de las puertas cerradas. La obra es dura, sí, pero, al mismo tiempo, tierna y delicada.
Un escenario giratorio, diseño de Ruiz de Alegría e Ikerne Giménez, hace que el tiempo se deslíe ante el espectador. Hay, en todo el montaje, un entramado habilísimo de artesanía teatral: las interacciones de los personajes, que a veces se duplican, las evocaciones oníricas, las transiciones elegantes. Se acude a recursos cinematográficos sin que por ello se pierda la esencia teatral. De hecho, hay, en algunos momentos, auténticos planos-secuencia, cosa eficacísima y sumamente infrecuente.
La iluminación de Javier Ruiz de Alegría apoya los hechos con soltura, especialmente en los momentos en que el sueño se cuela en la narración. La música de Luis Miguel Cobo lleva en volandas el desarrollo argumental. El vestuario de Ikerne Giménez caracteriza sin estridencia. Así ocurre en Forever: ante todo la trama, la emoción y el sentido de la obra, la historia que se le quiere contar a un espectador de nuestros días.
Todo ello conjugado con unos actores cuyo trabajo muestra tanto esmero como talento: Edu Cárcamo, José Dault y Garbiñe Insausti, que es, por cierto, la creadora de las máscaras. He leído que les ha llevado cerca de dos años preparar este montaje. Así será. Cada movimiento está en su sitio y, aun así, todo fluye con la naturalidad del tiempo que pasa.
Fui a ver Forever con cuatro chicos de entre quince y veinte años. Quedaron tan maravillados como noqueados, tan perplejos como conmovidos; sin saber muy bien cómo valorar lo que habían visto. No creo que la compañía pueda recibir mejor juicio que ese, porque así es Forever; y así es la vida, claro.
Tiene todas las pintas de que esta obra va a girar mucho por ahí y va a ser reconocida de muchos modos, como ya ocurrió con André y Dorine y con Solitudes. Ojalá sea así. No solo porque sus creadores lo merezcan, sino porque sus futuros espectadores, aun sin saberlo, lo necesitan.
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