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La vorágine nos atrae, nos aturde, con una enorme potencia de arrastre; seguimos sus directrices con una fruición inusitada. No por convencimiento, eso no, cómo iba a serlo si el pensamiento no es la principal actividad puesta en marcha. Aunque no se avizora la pausa reparadora. Nos caen los chuzos desde cualquier ángulo, dependemos de botarates empecinados, mientras descuidamos las propias condiciones particulares.
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