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Empezamos el 20 aniversario del traspaso de Juan Pablo II. El pasado 2 de abril hizo 19 años de su muerte, aquel día caía en la víspera de la fiesta de la divina misericordia (del próximo domingo, al término de la Octava de Pascua). El papa Wojtyla proclamó esta fiesta, de algún modo resumiendo su pontificado, como tenía preparado decir aquel día en cuya víspera murió.
La huella dejada por Benedicto XVI es un tratado de coherencia viviente, un humanismo abierto a los pulsos de la mística, que nos crece internamente, a poco que nos adentremos en sus luminosos vocablos, al tiempo que nos recrea el alma de entusiasmo, cuánto más vivamos sus alentadoras enseñanzas, que nos ayudarán a levantar la mirada en rogativa permanente, en gratitud y gratuidad recibida y donada.
El viaje histórico a Mosul, capital de la provincia iraquí, del Papa Francisco, precisamente se ha trazado bajo esa aspiración, la de recobrar los corazones destrozados de dolor. Necesitamos, desde luego, no malgastar el tiempo al servicio de nuestros propios intereses egoístas, personales o de grupo, sino al auténtico servicio del amor. Lo realmente significativo es escucharnos, ¡nunca callar voces!, recapacitar y repensar para que la destrucción y la muerte dejen de arruinarnos como especie.
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